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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico

De cómo un rey perdió Francia (16 page)

BOOK: De cómo un rey perdió Francia
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Veamos, ¿dónde estábamos? No deseo obligaros a esperar... Ah, sí, el mariscal... la espada en alto...

Detrás del mariscal apareció una docena de arqueros que empujaron brutalmente contra las paredes a los criados y los lacayos; y después, Lalemant y Perrinet
el Búfalo
, y pisándoles los talones el propio rey Juan II, completamente armado, la cabeza protegida por el yelmo, los ojos echando chispas. Lo seguían de cerca Chaillouel y Crespi, dos sargentos de su guardia personal.

«Es una emboscada», dijo Carlos de Navarra.

Por la puerta continuaba entrando la escolta real, y de ella formaban parte algunos de los peores enemigos de Carlos de Navarra: los hermanos de Artois, Tancarville...

El rey caminó en línea recta hacia la mesa de honor. Los señores normandos esbozaron un movimiento impreciso, una especie de reverencia. Con un gesto de las dos manos, el rey Juan les ordenó que permanecieran sentados.

Aferró a su yerno por el cuello de piel de la chaqueta, lo sacudió y lo arrancó del asiento, mientras gritaba desde el fondo de su yelmo:

«¡Maldito traidor! Ni siquiera eres digno de sentarte al lado de mi hijo. Por el alma de mi padre, no volveré a comer ni a beber mientras tú vivas!»

Colin Doublel, el escudero de Carlos de Navarra, cuando vio maltratado a su amo tuvo un impulso absurdo y blandió un cuchillo de trinchar con el cual quiso herir al rey. Un gesto que abortó Perrinet
el Búfalo
, doblándole el brazo.

Por su parte el rey soltó al de Navarra, y momentáneamente desconcertado, miró con sorpresa a ese simple escudero que se había atrevido a levantar la mano contra él. «Detened a este muchacho y también a su amo», ordenó.

El séquito del rey había avanzado rápidamente, los hermanos Artois en primera fila, que ahora sujetaban a Carlos de Navarra como una nuez aferrada por los dos brazos de una pinza. Los hombres de armas habían ocupado totalmente la sala. Los tapices parecían erizados de picas. Los criados de la cocina parecían ansiosos de hundirse en los muros. El delfín se había puesto de pie y decía: «Señor, padre mío; señor, padre mío...»

Carlos de Navarra intentó explicarse, defenderse. «¡Mi señor, no comprendo! ¿Quién os ha informado tan mal contra mí? ¡Que Dios me ayude, pero lo cierto es que jamás he pensado en la traición, ni contra vos ni contra mi señor vuestro hijo! Si en el mundo hay un hombre que quiera acusarme, que lo haga frente a vuestros pares, y juro que refutaré sus dichos y lo confundiré.»

Incluso en una situación tan peligrosa tenía la voz clara, y la palabra le venía fácilmente a la boca. En verdad parecía un individuo muy pequeño y muy frágil en medio de todos esos guerreros; pero pese al aprieto conservaba su dominio.

«Mi señor, soy rey, de un reino menor que el vuestro, sí, pero merezco que se me trate como rey.» «¡Eres conde de Evreux, eres mi vasallo y un felón! » «Soy vuestro buen primo, soy el esposo de vuestra señora hija y jamás he cometido ninguna fechoría. Es cierto que ordené matar a mi señor de España. Pero era mi adversario y me había ofendido. Ya hice penitencia por mi acto. Hemos concertado la paz y vos habéis concedido cartas de perdón a todos...» «A la cárcel, traidor, ya has mentido bastante. ¡Ve! Que te encierren, que los encierren a ambos —gritó el rey, señalando al de Navarra y a su escudero—. Y también a éste», agregó, señalando con el guante a Friquet de Fricamps, a quien acababa de reconocer y que, como todos sabían, había organizado el atentado de La Trucha que Huye.

Mientras los arqueros y los sargentos arrastraban a los tres hombres hacia una cámara vecina, el delfín se arrojó a los pies del rey. Aunque el terrible furor que veía en el rostro de su padre lo intimidaba, había conservado lucidez suficiente para advertir las consecuencias, ajenas a su propia voluntad, del episodio que ahora estaba presenciando.

«¡Ah!, señor, padre mío, por Dios, me deshonráis. ¿qué se dirá de mí?

Invité a cenar al rey de Navarra y a sus barones, y los tratáis así. Se dirá de mí que los traicioné. Por Dios os ruego que os calméis y cambiéis de actitud.» «¡Calmaos vos, Carlos! No sabéis lo que yo sé. Son perversos traidores y muy pronto descubriremos sus fechorías. No, no sabéis todo lo que yo sé.»

Entonces, nuestro Juan II se apoderó de la maza de un sargento y descargó sobre el duque de Harcourt un golpe formidable, que habría fracturado el hombro de otro individuo menos adiposo. «¡De pie, traidor!

Vos también iréis a la cárcel. Tendréis que ser muy astuto para escapar de mis garras.»

Y como el obeso de Harcourt, aturdido, no se puso de pie con suficiente rapidez, el rey Juan lo aferró por la chaqueta blanca y la desgarró, de modo que la vestidura se rompió hasta la camisa.

Empujado por los arqueros, Juan de Harcourt pasó frente a su hermano menor Luis, y le dijo algo que los demás no oyeron, pero que era una frase dura, a lo cual el otro respondió con un gesto que podía significar lo que uno quisiera... No pude hacer nada; soy chambelán del rey; te lo buscaste, tanto peor para ti...

«Señor, padre mío —insistía el duque de Normandía—, hacéis mal en tratar así a estos hombres valerosos.»

Pero Juan II ya no lo oía. Cruzó algunas miradas con Nicolás Braque y Roberto de Lorris, que le indicaron en silencio a varios convidados. «

¡Éste, a la prisión! Y aquél...», ordenó, mientras empujaba al señor de Graville y descargaba el puño sobre Maubué de Mainemares, dos caballeros que también habían participado en el asesinato de Carlos de España, pero que dos años atrás habían recibido sus respectivas cartas de perdón, firmadas por el propio rey. Como veis, era un odio duro y antiguo.

Mitton
el Loco
, subido a un banco de piedra, delante de una ventana, hacía signos a su amo, y le mostraba las fuentes depositadas sobre las mesas, y después señalaba al rey y agitaba los dedos frente a la boca...

Comer...

«Padre, dijo el delfín, ¿queréis que os sirvan de comer?» La idea era feliz; evitó que la Normandía entera fuese a parar a los calabozos.

«¡Demonios, sí! De veras tengo apetito. ¿Sabéis, Carlos, que partí del extremo del bosque de Lyons, y que desde el alba corro para castigar a estos malvados? Ordenad que me sirvan.»

Y con un gesto de la mano pidió que le quitaran el yelmo. Aparecieron los cabellos aplastados, el rostro enrojecido; el sudor le empapaba la barba. Se sentó en el lugar de su hijo, y ya había olvidado su juramento de abstenerse de comer y de beber mientras su yerno aún estuviese con vida.

Mientras se apresuraban a traerle un cubierto, le servían vino, lo entretenían con una pasta de pescado bastante pasable, le presentaban un cisne que había permanecido intacto y aún estaba tibio, entre los prisioneros a quienes retiraban de la sala y los criados que corrían de nuevo hacia las cocinas hubo bastante movimiento en las habitaciones y las escaleras; los señores normandos aprovecharon para huir. Fue lo que hizo el señor de Clères, que también era uno de los asesinos del hermoso español, y que escapó por poco. El rey no se preocupó por detener a nadie, y los arqueros lo dejaron pasar. También la escolta tenía apetito y sed. Juan de Artois, Tancarville y los sargentos se acercaron a las fuentes. Esperaron un gesto del rey que los autorizara a reponer fuerzas.

Como no hubo tal gesto, el mariscal de Audrehem arrancó una pata de cap $n que estaba sobre una mesa y se puso a comer, de pie. Luis de Orleans esbozó un gesto de humor. En verdad, su hermano demostraba escasa preocupación por quienes lo servían. Se instaló en el asiento que el de Navarra había ocupado un momento antes, y dijo: «Me siento obligado a haceros compañía, hermano.»

Entonces, con una especie de indiferente mansedumbre, el rey invitó a sentarse a sus parientes y a los barones. Todos aceptaron de inmediato y se acomodaron alrededor de los manteles manchados para consumir los restos de la comilona. Nadie se preocupó de cambiar las fuentes de plata. Cada uno atrapaba lo que tenía al alcance de la mano, el pote de leche antes que el pato confitado, la oca antes que la sopa de mariscos.

Comieron los restos de las frituras frías. Los arqueros se atiborraban con pedazos de pan o bien corrían a las cocinas para conseguir algún bocado más sustancioso. Los sargentos vaciaban los vasos abandonados.

El rey, con las botas apoyadas sobre la mesa, parecía sumido en una ensoñación. Su cólera no se había apaciguado; incluso parecía que el alimento la había reavivado. Sin embargo, había debido tener motivos de satisfacción. ¡El buen rey representaba su papel de justiciero! Al fin acababa de conquistar una victoria; tenía una bella proeza que los escribientes podían anotar y que sería relatada durante la próxima reunión de la Orden de la Estrella. «De cómo mi señor el rey Juan abatió a los traidores apresados en el castillo de Bouvreuil...» De pronto, pareció asombrado de que ya no estuviesen allí los caballeros normandos, y comenzó a inquietarse. Desconfiaba de ellos. ¿No pretenderían organizar una rebelión, movilizar a la ciudad, liberar a los prisioneros? Este hombre tan hábil revelaba así su verdadero carácter. Al principio, impulsado por un furor que le venía de antiguo, se abalanzaba sin pensar en nada; después, descuidaba consolidar lo que había hecho; en tercer lugar, imaginaba cosas, siempre alejadas de la realidad pero que enraizaban tenazmente en su espíritu. Ahora, ya veía Ruan levantada en armas, como había ocurrido en Arras un mes antes. Ordenó que compareciese el alcalde. Pero el maestro Mustel no estaba allí. «Pero si lo he visto hace un momento», decía Nicolás Braque. Atraparon al alcalde en el patio del castillo. Compareció, el rostro pálido por la digestión interrumpida, ante el rey que continuaba engullendo. Recibió la orden de cerrar las puertas de la ciudad y proclamar en las calles que cada uno debía permanecer en su casa. Estaba prohibido circular; burgueses o campesinos, a todos afectaba el decreto, y sin ningún motivo. Era el estado de sitio, el toque de queda en pleno día. Un ejército enemigo que hubiese ocupado la ciudad no habría procedido de otro modo.

Mustel tuvo el coraje de mostrarse ultrajado. Los ruaneses no habían hecho nada que justificase tales medidas. «¡Sí! Os negáis a pagar los impuestos, y en eso atendéis a las exhortaciones de estos malvados a quienes acabo de confundir. Pero por san Dionisio, ya no volverán a exhortaros.»

Cuando vio retirarse al alcalde, el delfín debió de pensar entristecido que todos sus pacientes esfuerzos, realizados desde hacía varios meses, para conciliar a los normandos, habían quedado reducidos a la nada.

Ahora todos, nobles y burgueses, se volverían contra él. En efecto, ¿quién creería que no era cómplice de la emboscada? A decir verdad, su padre le había asignado un papel bastante ingrato.

Después, el rey ordenó que mandasen buscar a Guillermo... Bien, Guillermo no sé cuántos... He olvidado el apellido, aunque antes lo sabía... En fin, su jefe de tropa. Y todos comprendieron que había decidido proceder sin más a la ejecución inmediata de los prisioneros.

«Los que no saben seguir las normas de la caballería, más vale que no conserven la vida», dijo el rey. «Muy cierto, primo Juan», aprobó Juan de Artois, ese monumento a la estupidez.

Archambaud, yo os pregunto: ¿es norma de la caballería desplegarse en orden de batalla para detener a personas desarmadas, y utilizar como cebo al propio hijo? Sin duda, el de Navarra cometió muchas fechorías; pero con su apariencia grandiosa, ¿el rey Juan tiene mucho más honor en el alma?

VI.- Los preparativos

Guillermo a la Cauche... ¡Ya lo encontré! El nombre que buscaba; el rey de los auxiliares... Extraño cargo éste, instituido por Felipe Augusto.

Había organizado como guardia personal un cuerpo de sargentos, todos gigantes, a quienes se conocía como los
ribaldi regis
, los auxiliares del rey. Por inversión del genitivo, o quizá como juego de palabras, el jefe de esta guardia se convirtió en el
rex ribaldorum
. Manda a los sargentos como Perrinet
el Búfalo
y a los restantes; y todas las noches, a la hora de la cena, se ocupa de recorrer la residencia real para comprobar que salieron todos los que entraron en el patio pero que no deben dormir allí.

Pero sobre todo, como creo haber dicho, se encarga de vigilar los lugares de mala fama de todas las ciudades donde se detiene el rey. Es decir, que en primer lugar reglamenta o inspecciona los burdeles de París, que no son pocos, por no hablar de las trotonas que trabajan por cuenta de esos burdeles en las calles que les están reservadas. Y también las casas de juego. En estos lugares de erdición es más fácil descubrir a los ladrones, los estafadores, los falsarios y los asesinos a sueldo, y también conocer los vicios de las personas, a veces muy encumbradas, que siempre ostentan una fachada absolutamente honorable.

En definitiva, el rey de los auxiliares se convirtió en jefe de una especie de policía muy particular. Tiene espías por doquier. Dirige y mantiene una red de soplones de taberna que le suministran informes y datos. Si se quiere seguir a un viajero, explorar los bolsillos de su abrigo o saber con quién se reúne, apelamos a este hombre. No es un individuo amado, pero sí un hombre temido. Os hablé de él en previsión del día en que vayáis a la corte. Más vale no malquistarse con él. Gana mucho, pues su cargo le aporta considerables beneficios. Vigilar a las prostitutas e inspeccionar los burdeles es actividad que rinde buenas ganancias.

Además de las ganancias en dinero y las ventajas en especies que obtiene de la casa del rey, percibe dos sueldos por semana pagados por todos los prostíbulos y todas las mujeres que están en ellos. Un hermoso impuesto, cuya recaudación es menos dificultosa que en el caso de las tasas. Asimismo, cobra cinco sueldos a las mujeres adúlteras... por lo menos a las conocidas. Pero al mismo tiempo se encarga de contratar a las mujeres galantes que la corte utiliza. Se le paga para mantener los ojos abiertos, pero también se le paga a menudo para tener la boca cerrada. Y además él se encarga, cuando el rey sale para hacer una incursión, de ejecutar sus sentencias o las del tribunal de los mariscales.

Determina el reglamento de los suplicios, y en ese caso los despojos de los condenados le pertenecen, y se apodera de todo lo que llevan encima en el momento de su arresto. Como normalmente no son criminales de poca monta los que provocan la cólera real, sino los poderosos o los ricos, las vestiduras y las joyas que les arrebatan no son de ningún modo despreciables.

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