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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico

De cómo un rey perdió Francia (6 page)

BOOK: De cómo un rey perdió Francia
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Se diría que para ciertas personas lo que importa es la derrota, la codician secretamente y no descansan hasta haberla encontrado. Verse derrotadas complace a la verdadera naturaleza de su alma; el signo del fracaso es su brebaje preferido, del mismo modo que otros anhelan el hidromiel de las victorias; aspiran a la dependencia y nada les agrada tanto como contemplarse en una impuesta sumisión. Y es muy lamentable cuando tales inclinaciones innatas se manifiestan en un rey.

Mientras fue señor de Normandía y vivía bajo la férula de un padre a quien no amaba, Juan II fue un príncipe aceptable y los ignorantes creyeron que reinaría bien. Por otra parte, los pueblos, e incluso las cortes, siempre dados a la ilusión, esperan que el nuevo rey sea mejor que el precedente, como si la novedad implicase en sí misma una virtud milagrosa. Al tener el cetro en la mano, sus astros y su carácter comenzaron a demostrar sus infortunados efectos.

Hacía apenas diez días que era rey cuando mi señor de España, durante ese mes de agosto de 1350, se dejó derrotar en el mar, frente a Winchelsea, por el rey Eduardo III. La flota capitaneada por Carlos de España era castellana, y Juan no era responsable de la expedición. De todos modos, como el vencedor venía de Inglaterra y el vencido era un amigo muy querido del rey de Francia, el episodio representó un mal comienzo para éste.

La consagración se realizó a fines de septiembre. Mi señor de España había regresado, y en Reims se dispensaron muchas atenciones al vencido para consolarlo por su derrota.

A mediados de noviembre, el condestable Raúl de Brienne, conde de Eu, regresó a Francia. Desde hacía cuatro años era cautivo del rey Eduardo, aunque un cautivo bastante libre a quien a veces se dejaba viajar entre ambos países porque participaba en las negociaciones que se realizaban en busca de una paz general, el mismo asunto que reclamaba nuestros intensos esfuerzos en Aviñón. Yo mismo me escribía con el condestable. Esta vez había venido para reunir el precio de su rescate.

No necesito deciros que Raúl de Brienne era un personaje muy encumbrado y poderoso, y por así decirlo, el segundo hombre del reino. Había sucedido en su cargo a su padre Raúl V, muerto en un torneo. Poseía vastos feudos en Normandía y en Turena, entre ellos Bourgueil y Chinon, otros en Borgoña y el Artoios. Poseía tierras, por el momento confiscadas, en Inglaterra y en Irlanda; las tenía también en la región del Vaud. Era primo por matrimonio del conde Amadeo de Saboya.

A un hombre como éste, sobre todo cuando se acaba de subir al trono, se lo trata con cierta consideración, ¿no creéis, Archambaud?

Pues bien, nuestro Juan II, después de haberle formulado, la noche de su llegada, furiosos reproches, aunque poco claros, ordenó encarcelarlo inmediatamente. Y dos días después, por la mañana, mandó que lo decapitaran sin juicio previo... No; ninguna razón explícita. En la curia no pudimos saber de esto más que vosotros en Périgueux. Y creedme, hicimos todo lo posible para aclarar el asunto. Para explicar esta precipitada ejecución, el rey Juan afirmó que conservaba las pruebas escritas de la felonía del condestable; pero jamás, jamás las mostró.

Incluso cuando el Papa lo presionó, en su propio interés, para que revelara esas famosas pruebas, mantuvo un silencio obstinado.

Entonces todas las cortes europeas comenzaron a murmurar y a imaginar... Se habló de una correspondencia amorosa que el condestable había mantenido con madame Bonne de Luxemburgo, y que, después de la muerte de esta señora, había caído en manos del rey... ¡Ah, también vos habéis oído esa fábula! En realidad, un extraño vínculo. En todo caso, cuesta creer que haya podido llevar a situaciones impropias una relación entre una mujer siempre embarazada y un hombre casi permanentemente cautivo desde hacía cuatro años. Es posible que en las cartas del señor Brienne hubiese cosas penosas para el rey; pero en ese caso, dichos comentarios seguramente se referían a la propia conducta del monarca más que a las de su primera esposa... No, no había nada que explicara la ejecución, salvo que tengamos en cuenta el carácter rencoroso y criminal del nuevo rey, bastante parecido al de su madre, la perversa reina.

El verdadero motivo se reveló poco después, cuando dieron el cargo de condestable... sabéis muy bien a quién... ¡Sí! A Carlos de España, con una parte de los bienes del difunto, cuyas tierras y posesiones fueron distribuidas entre los parientes del rey. De este modo, el conde Juan de Artois recibió una porción considerable: el condado de Eu.

Las generosidades de esta clase crean menos amigos que enemigos.

El señor de Brienne tenía muchos parientes, amigos, vasallos, servidores, una clientela muy nutrida y muy vinculada a su persona, y toda esta gente se convirtió de pronto en una red de descontentos.

Contad, además, a los miembros del séquito real que no recibieron ni una miga de los despojos, y que se sintieron por eso celosos e irritados...

Ah, desde aquí tenemos una buena vista de Châlus y sus dos castillos.

¡Qué bien casan esas dos altas torres separadas por un angosto río! Y

es grato contemplar la región bajo estas nubes que se desplazan tan ágiles...

¡La Rue! La Rue, creo que no me engaño: precisamente debajo del baluarte de la derecha, sobre la colina, el señor Ricardo Corazón de León fue abatido por la flecha que le quitó la vida. Hace mucho ya que los habitantes de nuestro país se acostumbraron a los ataques ingleses, y a defenderse de ellos...

No, La Rue, de ningún modo estoy fatigado; me detengo sólo para contemplar... Sí, en efecto, acostumbro a marchar a buen paso. Ahora caminaré un trecho y la litera me alcanzará más adelante.

Nada nos apremia: de Châlus a Limoges, si la memoria no me engaña, hay menos de nueve leguas. Nos bastarán tres horas y media sin necesidad de forzar la marcha. ¡Sea! Cuatro horas.

Dejadme aprovechar estos últimos días de buen tiempo que Dios nos concede. Cuando llegue el mal tiempo y la lluvia, sin duda me veré obligado a permanecer encerrado detrás de mis persianas...

Archambaud, os explicaba de qué modo el rey Juan se las ingenió para conseguir su primera camada de enemigos, en el seno mismo del reino. Resolvió entonces crearse amigos, vasallos, hombres que le fueran completamente devotos, unidos a su persona por un vínculo nuevo; un núcleo de individuos que lo ayudarían en la guerra tanto como en la paz y que serían la gloria de su reino. Y con este fin, apenas comenzó el año siguiente, fundó la Orden de la Estrella, y le asignó como propósito la renovación de la caballería y la elevación del honor a una nueva y digna jerarquía. Esta novedad no era tan nueva, pues el rey Eduardo de Inglaterra ya había instituido la jarretera. Pero el rey Juan se burlaba de esta orden creada alrededor de un muslo de mujer; la Estrella sería una cosa completamente distinta. Ya veis en eso un rasgo constante en él.

Solamente sabe copiar, pero siempre lo hace con el aire de quien inventa algo.

Nada menos que quinientos caballeros debían jurar sobre las Sagradas Escrituras que jamás retrocederían un palmo en la batalla, que jamás se rendirían. Carácter tan sublime debía distinguirse con marcas visibles. Juan II no ahorraba cuando se trataba de mostrarse ostentoso, y su tesoro, que ya estaba bastante exhausto, comenzó a perder nivel como un tonel perforado.

Para alojar a la orden ordenó arreglar la casa de Saint-Ouen, en adelante llamada la Casa Noble, y que estaba repleta de soberbios muebles, esculpidos y cincelados, grabados con marfil y otros materiales preciosos. No he visto la Casa Noble, pero me la describieron. Los muros están, o más bien estaban, revestidos con telas de oro y plata, o bien con terciopelo salpicado de estrellas y flores de lis doradas. El rey ordenó confeccionar una cota de seda blanca para todos los caballeros, una sobretúnica mitad blanca y mitad roja, y un sombrero rojo con un broche de oro en forma de estrella. Recibieron, además, una bandera blanca bordada de estrellas y, cada uno, un lujoso anillo de oro y esmalte, para demostrar que todos estaban como casados con el rey... lo cual provocaba una sonrisa. Quinientas mallas, quinientos estandartes, quinientos anillos, ¡calculad el gasto! Según parece, el rey ideó y discutió cada pieza de este glorioso atuendo. ¡Creía firmemente en su Orden de la Estrella! En vista de los malos astros que presidían su destino, hubiera sido más sensato elegir otro emblema.

De acuerdo a la norma que él había impuesto, una vez por año los caballeros debían reunirse en un gran festín, y cada uno relata las aventuras heroicas y las proezas bélicas realizadas durante el año. Dos escribientes llevarían el registro y la crónica correspondientes. Tenían que revivir la Mesa Redonda, y el rey Juan alcanzar más fama que el rey Arturo de Britania. Concebía grandiosos y nebulosos proyectos. Volvió a hablarse de la posibilidad de una Cruzada...

La primera asamblea de la Estrella, convocada para el Día de Reyes de 1352, fue bastante decepcionante. Los futuros héroes no tenían grandes hazañas que relatar. Les había faltado tiempo. Los infieles partidos en dos, desde el casco a la montura, y las vírgenes liberadas de las mazmorras bárbaras serían cosa del año siguiente. Los dos escribientes destinados a anotar la crónica de la orden no tuvieron que usar mucha tinta, a menos que el desenfreno fuese considerado una hazaña. Pues la Casa Noble fue teatro de la orgía más gigantesca que se hubiese visto en Francia desde Dagoberto. Los caballeros blanquirrojos se consagraron con tal ímpetu al festín, que antes incluso de llegar a los entremeses, gritando, cantando, aullando, borrachos perdidos, abandonando la mesa sólo para ir a orinar o vomitar, regresando para picotear de las fuentes, lanzando ardientes desafíos a ver quién vaciaba más jarros de licor, merecieron pura y simplemente que los armaran caballeros de la orgía. La hermosa vajilla de oro, trabajada para ellos, se vio descascarada o rajada; se la arrojaban por encima de las mesas como niños traviesos, o bien las destrozaban con los puños. De los hermosos muebles tallados e incrustados sólo quedaron restos. La borrachera sin duda llevó a algunos a creer que ya estaban en guerra, pues hicieron todo lo posible para saquear la casa. Así, los cortinajes de oro y plata que colgaban de los muros desaparecieron; fueron robados por algunos de los presentes.

Pues bien, ése fue precisamente el día en que los ingleses se apoderaron de Guines, entregada por traidores mientras el capitán que comandaba el lugar festejaba en Saint-Ouen.

El rey tuvo una gran decepción a causa de todo lo ocurrido. Comenzó a quejarse, dominado por la idea de que sus empresas más valerosas, quién sabe por obra de qué destino funesto, estaban condenadas al fracaso. Poco tiempo después se libró el primer combate en el cual debieron participar los caballeros de la Estrella; no fue en un Oriente fantástico, sino en un rincón de un bosque de la Baja Bretaña. Quince de ellos, ansiosos de demostrar que eran capaces de hazañas más dignas que las del jarro de vino, respetaron su juramento de no retroceder ni retirarse jamás, y en lugar de retirarse a tiempo, como hubiesen hecho individuos más sensatos, se dejaron rodear por un adversario cuyo número no les dejaba ninguna oportunidad, ni siquiera la más mínima.

Nadie volvió para contar esta proeza. Pero los parientes de los caballeros muertos no se privaron de decir que el nuevo rey tenía el seso bastante perturbado, puesto que imponía a sus hombres un juramento tan absurdo, y que si todos debían atenerse a eso, el monarca muy pronto se encontraría completamente solo...

Ah, aquí está mi litera... ¿Ahora preferís cabalgar? Por mi parte, creo que voy a dormir un poco para sentirme bien a la llegada. Pero ¿comprendéis, Archambaud, por qué la Orden de la Estrella no tuvo muchos adeptos, y a medida que pasa el tiempo se habla cada vez menos de ella?

VI.- Los comienzos de este rey a quien llaman el Malo

Sobrino, ¿habéis observado que dondequiera que nos detenemos, en Limoges o en Nontron, o en otros lugares, siempre nos piden noticias del rey de Navarra, como si la suerte del rey dependiese de este príncipe? En realidad, qué extraña situación ésta que vivimos. El rey de Navarra vive prisionero en un castillo del Artois, y el carcelero es su primo el rey de Francia. El rey de Francia es prisionero, en una residencia de Burdeos, de su primo el príncipe heredero de Inglaterra. El delfín, heredero de Francia, se debate en el palacio de París, entre sus burgueses agitados y sus Estados Generales que reclaman. Pero se diría que todo el mundo se inquieta por el rey de Navarra. Ya habéis oído las palabras del propio obispo: «Decíase que el delfín es muy amigo de mi señor de Navarra. ¿No se propone liberarlo?» ¡Dios Santo! Espero que no lo haga. Por el momento, este joven ha tenido el buen tino de no hacer nada. Y me inquieta ese intento de evasión que los caballeros del clan navarro habrían organizado para liberar a su jefe. Fracasó; alegrémonos por ello.

Pero todo nos lleva a creer que querrán recomenzar.

Sí, sí, me he enterado de muchas cosas durante nuestra escala en Limoges. Y apenas lleguemos a La Péruse me propongo escribir al Papa.

Si fue una grave tontería del rey Juan encerrar a mi señor de Navarra, sería igualmente absurdo que el delfín lo liberase ahora. No conozco embrollón peor que este Carlos a quien llaman el Malo, y él y el rey Juan han unido fuerzas, con su querella, para sumir Francia en su actual infortunio. ¿Sabéis de dónde le viene el sobrenombre? De los primeros meses de su reinado. No perdió tiempo para merecerlo.

Su madre, la hija de Luis el Obstinado, murió, como os conté el otro día, en el otoño de 1349. Durante el verano de 1350 él fue a hacerse coronar en su capital de Pamplona, una ciudad donde jamás había puesto los pies desde el día de su nacimiento en Evreux, dieciocho años antes. Como deseaba hacerse conocer, recorrió sus estados; una tarea que no le exigió viajes muy prolongados. Después fue a visitar a sus parientes y vecinos; a su cuñado, el conde de Foie y de Béarn, el mismo que se hace llamar Febo; al otro cuñado, el rey de Aragón, Pedro el Ceremonioso, y también al rey de Castilla.

Ahora bien, cierto día que regresaba a Pamplona y estaba cruzando un puente, a caballo, se encontró con una delegación de nobles navarros que venían a reclamar, porque el monarca había permitido que se violaran los derechos y los privilegios de la nobleza. Como rehusó oírlos, los miembros de la delegación se excitaron un poco; entonces, el rey ordenó a sus soldados que detuviesen a los que gritaban más cerca y que los colgasen inmediatamente de los árboles vecinos, al mismo tiempo que decía que era necesario aplicar un pronto castigo si uno quería ser respetado.

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