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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico

De cómo un rey perdió Francia (8 page)

BOOK: De cómo un rey perdió Francia
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El rey Juan había prometido convocar estos Estados en diciembre; pero en vista de la conmoción, el desorden y la depresión en que se encontró el reino a consecuencia de la derrota de Poitiers, el delfín Carlos ha considerado sensato adelantar la reunión al mes de octubre. En verdad, no tenía otra alternativa si deseaba consolidar la autoridad que se resquebrajaba en vista de este infortunio; es un hombre joven, tiene un ejército desmoralizado por las derrotas, y el Tesoro soporta una penuria extrema.

Pero los ochocientos diputados del Langue d'Oil, entre ellos cuatrocientos burgueses, de ningún modo deliberaron acerca de los puntos que se les había señalado en la correspondiente invitación. La Iglesia tiene mucha experiencia en los concilios que escapan de las manos de quienes lo convocaron. Quiero decir al Papa que estos Estados se parecen a un concilio que se extravía y se toma el derecho de decidirlo todo, y se consagra a una reforma desordenada, aprovechando la debilidad del poder supremo. En lugar de ocuparse de la liberación del rey de Francia, nuestra gente de París se dedicó inmediatamente a reclamar la del rey de Navarra, lo que demuestra claramente de qué lado están quienes lo dirigen.

Además de eso, los ochocientos han designado una comisión de ochenta que se dedica a trabajar en secreto para elaborar una larga lista de quejas, donde hay poco de bueno y mucho de peor. Ante todo, reclama la destitución y el enjuiciamiento de los principales consejeros del rey, a quienes acusan de haber dilapidado los auxilios y a los que consideran responsables de la derrota...

Acerca de esto, debo deciros, Calvo... no es para escribirlo, sino para expresar mi pensamiento... las quejas no son del todo injustas. Entre las personas a las cuales el rey Juan entregó el gobierno, algunas no se lo merecen, y otras incluso son granujas hechos y derechos. Es natural que uno se enriquezca en los altos cargos; si no fuera así, nadie querría aceptar el trabajo y los riesgos. Pero es necesario cuidarse de sobrepasar los límites de la honradez y de no hacer negocios a expensas del interés público. Y sobre todo, es necesario demostrar capacidad. Pero el rey Juan que, por sí mismo, no es muy capaz, eligió de buena gana a personas que lo son menos.

Después, los diputados comenzaron a pedir cosas abusivas. Exigen que el rey, o por el momento su teniente, el delfín, gobierne únicamente con consejeros designados por los tres Estados: cuatro prelados, doce caballeros y doce burgueses. Este consejo tendría poder para hacer y deshacer, como el rey hacía antes, y nombraría todos los cargos; podría reformar la Cámara de Cuentas y todas las compañías del reino, decidiría el rescate de los prisioneros y muchas otras cosas. En verdad, se trata nada menos que de despojar al rey de los atributos de la soberanía.

De ese modo, la dirección del reino ya no estaría en manos de quien fue ungido y consagrado de acuerdo con los ritos de nuestra santa religión. Sería confiada a ese consejo, cuyo derecho se originaría en una asamblea charlatana de la que dependería. ¡Qué debilidad y qué confusión! Estas pretendidas reformas... ya lo entendéis, don Francesco.

Insisto en eso, pues no puede ser que el Santo Padre pueda afirmar que no fue advertido... Estas pretendidas reformas constituyen una ofensa al buen sentido, y al mismo tiempo rozan la herejía.

Pero es lamentable que gente de la Iglesia se incline hacia ese lado, y es lo que hace el obispo de Laon, Roberto le Coq, un hombre que también merece la repulsa del rey y que por eso se ha unido al preboste. Es uno de los más vehementes.

El Santo Padre debe comprender claramente que detrás de todas estas agitaciones se encuentra el rey de Navarra, que parece llevar las cosas desde el fondo de su prisión, y que las empeoraría todavía más si pudiese actuar libremente. Con su gran sabiduría, el Santo Padre llegará a la conclusión de que le conviene abstenerse de intervenir en nada para que Carlos el Malo, quiero decir mi señor de Navarra, recupere la libertad, aunque muchas súplicas venidas de todos los rincones seguramente se lo pidan.

Por mi parte, utilizando mis prerrogativas de legado y nuncio... ¿Me escucháis, Calvo? He pedido al obispo de Limoges que me acompañe a Metz. Se reunirá conmigo en Bourges. Y he decidido hacer lo mismo con todos los obispos que están en mi camino, los hombres cuyas diócesis fueron saqueadas y arruinadas por las incursiones del príncipe de Gales, con el fin de que testifiquen sobre lo ocurrido ante el emperador. De ese modo reforzaré mi posición cuando afirme qué perniciosa es la alianza concertada por el rey navarro y el de Inglaterra...

Pero, don Francesco, ¿por qué miráis constantemente hacia fuera?

¡Ah! El balanceo de mi litera os revuelve el estómago. Yo estoy muy habituado a este movimiento, incluso diría que me estimula el espíritu, y veo que mi sobrino, el señor de Périgord, que a menudo me acompaña desde que partimos, de ningún modo se siente afectado por este balanceo... Es cierto, tenéis mala cara. Bien, descended. Pero cuando toméis la pluma no olvidéis lo que os he dicho.

VIII.- El tratado de Mantes

¿Dónde estamos? ¿Ya pasamos Mortemart? ¡Aún no! Bien, parece que me adormecí un rato... Ah, cómo oscurece, y cómo se acortan los días.

Sobrino, estaba soñando, soñaba con un ciruelo en flor, un gran ciruelo completamente blanco, redondo, poblado de pájaros, como si cada flor cantase. Y el cielo era azul, parecido al tapiz de la Virgen. Una visión angelical, un auténtico rincón del paraíso. ¡Qué cosa extraña son los sueños! ¿Habéis observado que en los Evangelios no se relatan sueños, fuera del que tuvo José al comienzo de san Mateo? Es el único. En cambio, en el Antiguo Testamento, los patriarcas tienen sueños a cada momento. En el Nuevo nadie sueña, y a menudo me he preguntado por qué y no encuentro respuesta... ¿No os llamó la atención ese hecho?

Archambaud, quizás eso se debe a que no sois gran lector de las Santas Escrituras... Creo que es un tema apropiado para nuestros sabios doctores de París o de Oxford, que podrían disputar y suministrarnos gruesos tratados y discursos, en un latín tan espeso que nadie entendería ni una palabra...

En todo caso, el Espíritu Santo me ha inspirado la idea de desviarme por La Péruse. ¿Ya habéis visto a esos buenos hermanos benedictinos que querían aprovechar las incursiones inglesas para abstenerse de pagar lo que corresponde al prior? Los obligaré a reemplazar la cruz de esmalte y los tres cálices decorados que se apresuraron a ofrecer a los ingleses para salvarse del pillaje, y además tendrán que renunciar a sus anualidades.

Trataban muy benedictinamente de que los confundieran con la gente de la orilla opuesta del Vienne, donde la soldadesca del príncipe de Gales realmente lo saqueó todo; en Chirac o Sain-Maurice-des-Lions pillaron y quemaron, lo vimos esta mañana. Y sobre todo en la abadía de Lesterps, donde los canónigos regulares se mostraron muy valerosos. «Nuestra abadía está fortificada, la defenderemos.» Y estos canónigos se batieron como hombres buenos y valerosos, a quienes nadie puede doblegar. En el episodio perecieron varios que se comportaron más noblemente que en Poitiers muchos caballeros que yo conozco.

Si todos los habitantes de Francia tuviesen tanta fibra... Y aun así, estos honestos canónigos encontraron el modo de ofrecernos una comida tan sabrosa y tan bien preparada que me dio sueño. ¿Y habéis observado ese aire de santa alegría que mostraban en el rostro? «¿Nuestros hermanos han muerto? Están en paz; Dios los ha recibido en su mansedumbre... ¿Nos ha permitido continuar viviendo sobre la tierra? Es para que podamos hacer una buena obra... ¿Nuestro convento está medio destruido? Es la ocasión para rehacerlo más hermoso que nunca...»

Sobrino, los buenos religiosos son hombres alegres. Desconfío de los ayunadores demasiado severos, de los individuos de cara larga, con los ojos ardientes y muy juntos, como si hubiesen permanecido demasiado tiempo cerca del infierno. Los hombres a quienes Dios concedió el más elevado honor posible, porque los llamó a su servicio, en cierto modo tienen la obligación de mostrarse alegres; es un ejemplo y una cortesía que deben a los restantes mortales.

Lo mismo que los reyes, puesto que Dios los elevó sobre todos los restantes hombres, tienen el deber de mostrar constantemente mucho dominio de sí mismos. Felipe el Hermoso, que era un ejemplo de auténtica majestad, condenaba sin demostrar cólera, y soportaba el duelo sin verter una lágrima.

Cuando se conoció el asesinato del señor de España, lo que os contaba ayer, el rey Juan demostró del modo más lamentable que era incapaz de poner freno a sus pasiones. El rey no debe inspirar compasión; más vale que se le crea insensible al dolor. Durante cuatro días no pudo decir una sola palabra, y ni siquiera manifestó que quería comer o beber. Erraba por las habitaciones, con los ojos enrojecidos y hundidos, sin reconocer a nadie, y se detenía de pronto para sollozar.

Era inútil hablarle de nada. El enemigo hubiera podido invadir su palacio y se habría dejado tomar de la mano. No había demostrado ni la cuarta parte de dolor cuando murió la madre de sus hijos, madame de Luxemburgo, y el delfín Carlos no dejó de observarlo. Fue incluso la primera vez en que se lo vio demostrar menosprecio por su padre, y llegó al extremo de decirle que no era decente abandonarse así al sentimiento.

Pero el rey no escuchaba.

Salió de su abatimiento para pedir, aullando, que le ensillaran inmediatamente su corcel de guerra y que se reuniese a las huestes; correría a Evreux para hacer justicia y todos temblarían... Sus allegados tuvieron mucha dificultad para hacerlo entrar en razón y recordarle que para reunir a las huestes, incluso sin aviso previo, se necesitaba por lo menos un mes; que si quería atacar Evreux, encendería la guerra en Normandía; que la tregua con el rey de Inglaterra estaba próxima a su fin y si éste aprovechaba el desorden, el reino podía encontrarse en peligro.

Se le recordó también que, quizás, hubiera sido mejor respetar el contrato de matrimonio de su hija y mantener su promesa de devolver Angulema a Carlos de Navarra, en lugar de regalarla a su querido condestable.

Juan II abría los brazos y clamaba: «Entonces, ¿qué soy si nada puedo? Ya veo que ninguno de vosotros me ama, y que he perdido todo apoyo.» Pero al fin decidió permanecer en su residencia, y juró por Dios que jamás recuperaría la alegría si no se vengaba.

Entretanto, Carlos el Malo no permanecía inactivo. Escribía al Papa, escribía al emperador, escribía a todos los príncipes cristianos y les explicaba que no había deseado la muerte de Carlos de España, que sólo había pretendido detenerlo para obligarle a pagar por las molestias y los ultrajes que el favorito le había infligido; que se habían excedido en el cumplimiento de sus órdenes, pero que asumía toda la responsabilidad y expulsaba a sus parientes, amigos y servidores, que, en el tumulto de Laigle, habían actuado impulsados sólo por un exceso de celo y en defensa de su señor.

De ese modo, después de subir al banquillo de los acusados como un bandolero asaltante de caminos, se ponía los guantes del caballero.

Escribió al duque de Lancaster, que estaba en Malinas, y al propio rey de Inglaterra. Conocimos el contenido de estas cartas cuando las cosas se embrollaron. El Malo no se andaba con rodeos. «Si mandáis a vuestros capitanes de Bretaña que se apresten, yo iré a su encuentro de modo que podrán entrar libre y seguramente en Normandía. Sabed, muy querido primo, que todos los nobles de Normandía están conmigo y dispuestos, si es necesario, a dar la vida.» Con el asesinato del señor de España, nuestro hombre había iniciado la rebelión; ahora pasaba a la traición.

Pero al mismo tiempo lanzaba a las damas de Melun sobre el rey Juan.

¿Sabéis a quiénes se da este nombre? ¡Ah! Ya llueve. Cabía esperarlo; esta lluvia amenazaba desde que salimos. Archambaud, estoy seguro de que ahora os mostraréis dispuesto a ocupar mi litera, en lugar de permitir que el agua os corra por el cuello bajo esa audaz chaqueta y que el lodo os salpique hasta las riendas...

¿Las damas de Melun? Son las dos reinas viudas y Juana de Valois, la pequeña esposa de Carlos, que espera llegar a la edad núbil. Las tres viven en el castillo de Melun, y por eso se lo llama el castillo de las Tres Reinas, o también la Corte de las Viudas.

En primer lugar, Juana de Evreux, viuda del rey Carlos IV y tía de nuestro rey el Malo. Sí, sí, aún vive; ni siquiera es tan vieja como creen.

Apenas debe de pasar de la cincuentena; tiene cuatro o cinco años menos que yo. Hace veinte años que es viuda, veinte años que viste de blanco. Compartió el trono sólo tres años. Pero conserva cierta influencia en el reino. Es la decana, la última reina de la primera dinastía de los Capetos. Si en sus tres partos —tres mujeres, de las cuales sólo vive la últimahubiese tenido un varón, ahora sería reina madre y regente. La dinastía terminó en su seno. Cuando ella dice: «Mi señor de Evreux, mi padre... mi tío Felipe el Hermoso... mi cuñado Felipe el Largo...», todos callan. Es la superviviente de una monarquía indiscutida, y de una época en que Francia era mucho más poderosa y gloriosa que hoy. Es como una advertencia para la nueva raza.

Y bien, hay cosas que no se hacen porque madame de Evreux las desaprobaría.

Además, la gente dice: «Es una santa.» Confesemos que se necesita poco, cuando una mujer es reina, para que una pequeña corte desocupada donde la alabanza es la única tarea posible la considere una santa. Juana de Evreux se levanta antes del alba; ella misma enciende su candela para no molestar a las criadas. Después, se dedica a leer su libro de horas (el más pequeño del mundo, dicen), un regalo de su marido, que ordenó al maestro Juan Pucelle que lo ilustrara. Reza mucho y distribuye numerosas limosnas. Se ha pasado veintiocho años repitiendo que no tenía futuro porque no había podido engendrar un varón. Las viudas viven de ideas fijas. Habría podido tener más peso en el reino si hubiese sido la suya una inteligencia proporcionada con la virtud que demuestra.

Después está madame Blanca, la hermana de Carlos de Navarra, segunda esposa de Felipe VI, que fue reina solamente seis meses, apenas el tiempo necesario para acostumbrarse a llevar la corona. Dicen que es la mujer más bella del reino. La vi hace un tiempo y confirmo de buena gana ese juicio. Tiene veinticuatro años, y hace más de seis que se pregunta de qué le sirven la blancura de la piel, los ojos de esmalte y el cuerpo perfecto. Si la naturaleza la hubiese dotado de una apariencia menos espléndida ahora sería reina, porque estaba destinada al rey Juan. El padre la tomó porque se sintió traspasado por su belleza.

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