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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico

De cómo un rey perdió Francia (3 page)

BOOK: De cómo un rey perdió Francia
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Pero ahora no necesitamos darnos tanta prisa. Ante todo, en esta época del año los días son breves, si bien aprovechamos los beneficios de una estación benigna... No recordaba que noviembre pudiese ser tan agradable en Périgord, y en verdad hoy fue un día muy amable. ¡Qué luminosidad! Pero a medida que avancemos hacia el norte del reino corremos el riesgo de soportar un clima menos grato. He calculado las etapas con cierta holgura, de modo que estemos en Metz para Nochebuena, si Dios lo quiere. No, no tengo tanta prisa como el último verano, porque pese a todos mis esfuerzos se desencadenó esta guerra, y el rey Juan fue tomado prisionero.

¿Cómo pudo sobrevenir semejante infortunio? ¡Oh! Sobrino mío, no sois el único que se asombra. Europa entera experimenta sorpresa, y todos estos meses discute acerca de las causas y las razones... Las desgracias de los reyes vienen de lejos, y a menudo se interpreta como accidente de su destino lo que no es más que la fatalidad de su carácter.

Y cuanto peores las desgracias, más hondo calan las raíces.

Conozco al detalle este asunto... Acercadme un poco esa manta... y más aún, os diré que lo esperaba. Temía que una gran derrota, una grave humillación afectase a este rey, y por desgracia también al reino.

En Aviñón terminamos sabiendo todo lo que interesa a las cortes, todas las intrigas y todas las conspiraciones finalmente confluyen sobre nosotros. No se proyecta un matrimonio sin que seamos advertidos por los propios novios... «En caso de que la señora de tal linaje diese su mano al señor de tal otro, que es su primo segundo, ¿nuestro Muy Santo Padre concedería su dispensa?» Ningún tratado se negocia sin que algún agente de las dos partes haya sido enviado a nuestra corte; no se comete ningún crimen que no determine la búsqueda de nuestra absolución...

La Iglesia aporta a los reyes y los príncipes sus cancilleres, así como la mayoría de sus legistas...

Hace dieciocho años que las casas de Francia e Inglaterra están trabadas en lucha franca. ¿Cuál es la causa de esta lucha? Sin duda, las pretensiones del rey Eduardo a la corona de Francia. Es el pretexto, reconozco que un buen pretexto jurídico, pues el asunto puede discutirse hasta el infinito; pero no es el único ni el verdadero motivo. Están las fronteras, siempre mal definidas, entre Guyena y los condados vecinos, comenzando por el nuestro, Périgord... todos esos territorios confusamente delimitados, donde los derechos feudales se superponen; están las dificultades para entenderse entre los vasallos y los soberanos, cuando ambos son reyes; las rivalidades comerciales, sobre todo las que se refieren a las lanas y los tejidos, y que constituyen la raíz de la disputa acerca de Flandes; tenemos que considerar también el apoyo que Francia siempre dio a los escoceses, la verdadera amenaza que soporta el rey inglés y que le llega del Norte... La guerra estalló no por una razón, sino por veinte que eran como brasas encendidas y mantenidas durante la noche. Roberto de Artois, deshonrado y proscrito del reino, fue a Inglaterra para avivar esas brasas. El Papa era entonces Pedro Roger, es decir Clemente VI, e hizo todo lo posible para impedir esta perversa guerra. Propuso un compromiso y concesiones de ambas partes. Y envió también a un legado, que no fue otro que el actual pontífice, el cardenal Aubert. Quiso imprimir renovado impulso al proyecto de Cruzada, en la cual los dos reyes debían participar cada uno con sus nobles. Hubiera sido un medio eficaz para desviar las ansias guerreras, y al mismo tiempo reconstruir la unidad de la cristiandad... En lugar de la Cruzada, tuvimos que presenciar lo que ocurrió en Crécy. Allí estaba vuestro padre; habéis oído de sus labios el relato de este desastre...

¡Ah, sobrino! Ya veréis a lo largo de vuestra vida que no es un mérito especial servir de todo corazón a un buen rey; os obliga el deber, y los trabajos que uno se toma no tienen importancia porque pensamos que contribuyen al bien supremo. En cambio, es muy difícil servir a un mal monarca... o a un mal Papa. Los hombres del tiempo de mi primera juventud, los que servían a Felipe el Hermoso, me parecían muy felices.

Ser fiel a estos Valois vanidosos exige más esfuerzo. No oyen consejos y sólo están dispuestos a hablar razonablemente cuando se encuentran en la derrota y el desastre.

Sólo después de Crécy Felipe VI aceptó una tregua, basada en las propuestas que yo mismo había preparado. Bien podemos creer que mi plan no fue muy malo, porque esta tregua duró, al margen de algunas escaramuzas locales, desde 1347 hasta 1354. Siete años de paz relativa.

Habría podido ser para muchos una época de felicidad. Pero ya lo veis, en este siglo maldito, apenas terminamos la guerra comienza la peste.

En Périgord lo pasaron relativamente bien... Sí, sobrino, sin duda habéis pagado vuestro tributo al flagelo; sí, habéis soportado vuestra parte del horror. Pero eso no es nada comparado con lo sucedido en las ciudades muy pobladas y rodeadas también por campiñas con gran número de habitantes, como Florencia, Aviñón, o París. ¿Sabéis que este flagelo vino de China, pasando por la India, Tartaria y Asia Menor?

Según dicen, se propagó hasta Arabia. En efecto, es una enfermedad de infieles, que nos fue enviada para castigar los muchos pecados de Europa. Desde Constantinopla y las orillas del Levante, los navíos llevaron la peste al archipiélago griego, y de allí pasó a los puertos italianos; atravesó los Alpes, y vino a asolarnos, antes de entrar en Inglaterra, Holanda y Dinamarca, para terminar en los países del extremo norte, en Noruega e Islandia. ¿Habéis tenido aquí las dos formas de la peste, la que mataba en tres días, con fiebre ardiente y vómitos de sangre... los infortunados que la padecían afirmaban que ya estaban soportando las penas del infierno... y después la otra, de agonía más larga, de cinco a seis días, también con fiebre y grandes forúnculos y pústulas que aparecían en las ingles y las axilas?

La sufrimos siete meses seguidos en Aviñón. Por las noches, cuando uno se acostaba, se preguntaba si llegaría a levantarse. Por la mañana, nos palpábamos bajo los brazos y en las ingles. Apenas sentíamos calor en el cuerpo, nos acometía la angustia y se nos extraviaba la mirada.

Con cada respiración, uno se decía que quizás esa bocanada de aire era la que traía la enfermedad. Uno no se separaba de un amigo sin pensar:

«¿Será él quien padezca esa muerte atroz, o tal vez seré yo, o seremos los dos?»

Los tejedores morían al pie de sus telares, con sus trabajos interrumpidos, los orfebres junto a sus crisoles fríos, los cambistas junto a sus escritorios. Los niños acababan de morir sobre el jergón de su madre muerta. Y el olor, Archambaud, el olor en Aviñón. Las calles estaban cubiertas de cadáveres.

Oídme bien, la mitad de la población pereció. Entre enero y abril de 1348 hubo setenta y dos mil muertes. El cementerio que el Papa ordenó comprar deprisa se llenó en un solo mes; metieron allí once mil cadáveres. La gente moría sin servidores, y los amortajaban sin sacerdotes. El hijo no se atrevía a visitar a su padre, ni el padre a visitar a su hijo. ¡Siete mil casas cerradas! Quienes podían huían a sus palacios en el campo.

Clemente VI y algunos cardenales, entre ellos yo mismo, permanecimos en la ciudad. «Si Dios quiere llevarnos, hágase su voluntad.» El Papa ordenó permanecer a la mayoría de los cuatrocientos hombres de la residencia pontificia, que apenas bastaron para organizar socorros. Pagó un salario a todos los médicos y físicos; contrató sepultureros y carreteros a sueldo; ordenó distribuir víveres y recomendó medidas adecuadas contra el contagio. Nadie le reprochó entonces su excesivo dispendio. Fulminó a los monjes y las monjas que no demostraron caridad hacia los enfermos y los agonizantes... ¡Ah! Escuché entonces confesiones y arrepentimientos de labios de hombres muy encumbrados y poderosos, incluso de algunos que pertenecían a la Iglesia, y que acudían para limpiar el alma de todos los pecados y pedir la absolución. Incluso los grandes banqueros lombardos y florentinos que se confesaban castañeteando los dientes y de pronto descubrían una veta de generosidad. Y las amantes de los cardenales... sí, sí, sobrino; no todos, pero los hay... Estas hermosas damas venían a depositar sus joyas a los pies de las estatuas de la Santa Virgen. Llevaban bajo la nariz un pañuelo impregnado en esencias aromáticas, y se descalzaban antes de entrar en sus casas. Quienes reprochan a Aviñón ser la ciudad de la impiedad y la comparan con la nueva Babilonia, no la vieron durante la peste. ¡Os aseguro que todos se mostraban piadosos!

¡Qué extraña criatura es el hombre! Cuando todo le sonríe, goza de una salud floreciente, sus asuntos prosperan, su esposa es fecunda y su provincia vive en paz, ¿no debería elevar a cada momento su alma al Señor para agradecerle tantos beneficios? Nada de eso; olvida a su Creador, se muestra orgulloso y trata de faltar a todos los mandamientos. Pero tan pronto lo afecta la desgracia y sobreviene la calamidad, corre en busca de Dios. Y ruega, se acusa y promete corregirse... Como vemos, Dios tiene motivos suficientes para abrumarlo, porque según parece es el único modo de lograr que el hombre entre en razón...

Yo no elegí mi estado. Quizá ya sabéis que lo hizo mi madre, que adoptó esa decisión cuando yo era niño. Si lo acepté creo que ha sido porque siempre demostré gratitud hacia Dios por todo lo que me dio, y sobre todo por la vida. Uno de los recuerdos de mi primera infancia es nuestro viejo castillo de la Rolphie en Périgueux, donde vos mismo nacisteis, Archambaud, aunque no residís allí desde que vuestro padre decidió, hace quince años, vivir en Montignac... Pues bien, en ese gran castillo erigido sobre un anfiteatro de los antiguos romanos, recuerdo el sentimiento de maravilla que me embargaba porque yo estaba vivo en medio del vasto mundo, porque respiraba y veía el cielo; recuerdo que experimentaba ese sentimiento sobre todo en las tardes estivales, cuando la luz se prolonga mucho tiempo y me ordenaban ir a dormir mucho antes de que hubiese caído la noche. Las abejas zumbaban en una parra que trepaba por los costados del muro, bajo mi dormitorio; las sombras cubrían lentamente el patio ovalado, de enormes lajas; el cielo aún conservaba cierta claridad y volaban los pájaros, y la primera estrella se instalaba en las nubes aún rosadas. Yo sentía mucha necesidad de agradecer todo eso, y mi madre me llevó a comprender que debía expresar ese agradecimiento a Dios, organizador de tanta belleza. Ese sentimiento jamás me abandonó.

Y hoy mismo, mientras avanzamos por el camino, experimenté varias veces un sentimiento agradecido, algo que me llena el corazón, por este tiempo tan benigno que ahora tenemos, por estos bosques rojizos que atravesamos, estos prados aún verdes, estos fieles servidores que me escoltan, esos hermosos y robustos caballos que veo trotar al costado de la litera. Me agrada contemplar el rostro de los hombres, el movimiento de las bestias, la forma de los árboles, toda esta infinita variedad que es la obra inacabable y perpetuamente maravillosa de Dios.

Todos nuestros doctores, que disputan sobre teología en salas cerradas, se cargan de palabras vacías, se cruzan amargas invectivas y se castigan con palabras inventadas para dar un nombre diferente a lo que todos ya sabíamos antes de que ellos nacieran; toda esa gente bien haría en curarse la cabeza mirando la naturaleza. Por mi parte, la teología que abrazo es la que aprendí, la que me viene de los padres de la Iglesia, y no tengo la más mínima intención de cambiarla...

Sabéis que habría podido ser Papa... sí, sobrino. Algunos me lo dicen, como dicen también que podría serlo si Inocencio dura menos que yo.

Que sea lo que Dios quiera. No me quejo de lo que me dio. Le agradezco que me haya puesto donde me puso, y que me haya conservado hasta la edad que ahora tengo, una edad a la que muy pocos llegan... Cincuenta y cinco años, mi querido sobrino... y gozando de muy buena salud.

También esto es una bendición del Señor. Algunos que no me veían desde hace diez años, apenas pueden creer que mi apariencia haya cambiado tan poco, la mejilla siempre sonrosada y la barba apenas encanecida.

La idea de recibir o no recibir la tiara en verdad no me ha molestado...

Os lo confío como a un pariente fiel... o quizá me inquieta cuando pienso que hubiera podido desempeñarme mejor que quien ahora la lleva. Pero no conocí ese sentimiento cuando vivía Clemente VI. Él sabía muy bien que el Papa debía ser un monarca superior a todos los monarcas, el lugarteniente de Dios. Cierta vez que Juan Birel u otro predicador de la pobreza le reprochaba el mostrarse demasiado despilfarrador y muy generoso con los peticionarios, respondió: «Nadie debe retirarse descontento de la presencia del príncipe.» Después, se volvió hacia mí y agregó entre dientes: «Mis predecesores no supieron ser Papas.» Y como os decía, durante esta gran peste nos demostró realmente que era el mejor. A decir verdad, no creo que hubiera podido hacer tanto como él, y en definitiva también he agradecido a Dios que no me señalara para conducir a la cristiandad doliente durante esa terrible prueba.

Clemente jamás abdicó de su majestad, y demostró claramente que era el Santo Padre, el padre de todos los cristianos e incluso de los otros, porque cuando las poblaciones por doquier, principalmente en las provincias renanas, en Mayence y en Worms, se volvieron contra los judíos, a quienes acusaron de ser los responsables del flagelo, condenó esas persecuciones. Todavía hizo más; decidió tomar bajo su protección a los judíos; excomulgó a quienes los molestaban; ofreció asilo y asiento en sus estados a los judíos perseguidos, y allí, es necesario reconocerlo, esta gente en pocos años reconquistó su prosperidad.

Pero ¿por qué os hablé tan largamente de la peste? ¡Ah, sí! A causa de las grandes consecuencias que tuvo para la corona de Francia, y para el propio rey Juan. En efecto, hacia el final de la epidemia, durante el otoño de 1349, tres reinas, una tras otra, o más bien dos reinas y una princesa destinada al trono...

¿Qué dices, Brunet? Habla más alto. ¿Estamos a la vista de Bourdeilles? Ah, sí, deseo verla. Una posición fuerte, en efecto, y el castillo bien ubicado, de modo que domina desde lejos las vías de acceso.

Ahí tienes, Archambaud, el castillo que mi hermano menor, vuestro padre, me entregó en agradecimiento porque liberé Périgueux. Pues si no conseguí arrancar al rey Juan de las manos de los ingleses, por lo menos pude recuperar nuestra ciudad condal, y lograr que allí se nos devolviera la autoridad.

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