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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico

De cómo un rey perdió Francia (4 page)

BOOK: De cómo un rey perdió Francia
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Recordaréis que la guarnición inglesa no quería salir. Pero las lanzas que me acompañaban, y de las cuales algunas personas se burlan, nuevamente demostraron tener mucha utilidad. Bastó que yo apareciese con ellas, viniendo de Burdeos, para que los ingleses preparasen su equipaje sin pedir más explicaciones. Doscientas lanzas y un cardenal son mucho... Sí, la mayoría de mis servidores conoce el manejo de las armas, y lo mismo puede decirse de mis secretarios y los doctores de la ley que vienen conmigo. Y mi fiel Brunet es caballero; hace tiempo logré que le diesen un título.

Al entregarme Bourdeilles, mi hermano, en el fondo, refuerza su propia situación, pues con la castellanía de Auberoche, próxima a Savignac, la fortaleza de Bonneval, próxima a Thenon, que compré por veinte mil florines hace diez años al rey Felipe VI —dije que la compré, pero en realidad compensó con ella parte de las sumas que yo le había prestado—; con la abadía fortificada de Saint-Astier, de la cual soy abad, y mis prioratos de Fleix y de SaintMartin-de-Bergerac, tengo ahora seis lugares, a distancia regular alrededor de Périgueux, que dependen de una autoridad de la Iglesia. Es casi como si el Papa mismo tuviera en sus manos estos lugares. Todos vacilarán antes que causar problemas. Así se asegura la paz en nuestro condado.

Seguramente conocéis Bourdeilles; habéis venido a menudo. Por mi parte, hace mucho tiempo que no visito el lugar... Caramba, no recordaba ese gran baluarte octogonal. Tiene un aspecto imponente.

Ahora es mío, pero solamente para pasar en él una noche y una mañana, el tiempo necesario para instalar al gobernador a quien elegí, sin saber cuándo volveré, si es que vuelvo. Dispongo de poco tiempo para gozar de la vida. En fin, agradezcamos a Dios por el tiempo que me concede.

Espero que nos hayan preparado una buena cena, pues incluso viajando en litera el camino abre el apetito.

III.- La muerte llama a todas las puertas

Sobrino, yo sabía, y así lo dije, que no debíamos suponer que hoy llegaríamos más allá de Nontron. E incluso llegaremos sólo después del rezo vespertino, ya entrada la noche. La Rue estuvo fastidiándome:

«Monseñor aminora la marcha; Monseñor no se contentará con una etapa de ocho leguas...» ¡Caramba! La Rue viaja siempre como si le hubiesen encendido fuego bajo las nalgas. Lo cual no es muy mala cosa, pues con él mi escolta no se duerme. Pero yo sabía que no podríamos salir de Bourdeilles antes de mediado el día. Hay mucho que hacer y que decidir, y demasiadas firmas que estampar.

Bien, Bourdeilles me encanta; sé que podría ser feliz allí, si Dios me hubiese ordenado no sólo tenerla sino residir en ella. Quien tiene un bien único y modesto lo disfruta plenamente. Quien tiene posesiones vastas y numerosas goza sólo de la idea de tenerlas. El cielo siempre compensa lo que nos otorga.

Archambaud, cuando entréis en Périgord hacedme el favor de ir a Bourdeilles, y ved si repararon los techos según ordené hace poco.

Además, la chimenea de mi dormitorio humeaba... Es buena cosa que los ingleses no la destruyeran. Habéis visto Brantome, por donde pasamos hace poco; ya veis cuánta desolación en una ciudad otrora tan dulce y bella, a orillas del río. Por lo que me dijeron, el príncipe de Gales estuvo allí la noche del nueve de agosto. Y por la mañana, antes de partir, sus escuderos y sus lacayos lo saquearon todo.

Repruebo enérgicamente este modo que tienen de destruirlo todo, de quemar, dispersar y arruinar, un método que según parece practican cada vez más. Es comprensible que en la guerra los hombres de armas se degüellen unos a otros; si Dios no me hubiese destinado a la Iglesia y yo hubiera tenido que llevar mi estandarte al combate, no habría dado cuartel. Practicar el saqueo aún es tolerable; es necesario conceder cierto respiro a los hombres a quienes se exigen riesgos y fatigas. Pero cabalgar con el único fin de reducir el pueblo a la miseria, destruir sus techos y sus cosechas y exponerlo al hambre y el frío es algo que me indigna. Sé cuál es el propósito: el rey ya no puede obtener impuestos de las provincias arruinadas, y para debilitarlo se destruyen así los bienes de sus súbditos. Pero eso no vale. Si los ingleses pretenden tener derecho sobre Francia, ¿por qué la destruyen? Y, por otra parte, si después de haberla ocupado con las armas la dominan gracias a los tratados, ¿creen que actuando así jamás serán tolerados? Los ingleses siembran odio.

Seguramente, privan de dinero al rey de Francia, pero le aportan almas animadas por el sentimiento de cólera y de venganza. El rey Eduardo encontrará aquí y allá señores dispuestos a prestarle juramento de fidelidad por interés, pero en adelante el pueblo se opondrá, porque este trato que los ingleses le dispensan es injustificable. Ved lo que está ocurriendo: la buena gente no reprocha su derrota al rey Juan; lo compadecen y lo llaman Juan el Valiente, o Juan el Bueno, cuando deberían llamarlo Juan el Tonto, Juan el Patán, Juan el Incapaz. Y ya veréis que estarán dispuestos a dar incluso la sangre para pagar su rescate.

Ayer me preguntabais por qué os decía que la peste había tenido graves efectos sobre él y sobre la suerte del reino. Ah, sobrino, a causa de ciertas muertes sobrevenidas en un orden poco apropiado, muertes de mujeres y ante todo de su propia esposa, Bonne de Luxemburgo, antes de que ocupara el trono.

Bonne de Luxemburgo nos fue arrebatada por la peste en septiembre de 1349. Debió ser reina, y hubiera sido una buena reina. Como sabéis, era hija del rey de Bohemia, Juan el Ciego, que amaba tanto Francia que decía que la corte de París era la única donde podía vivirse noblemente.

Este rey era un modelo de la caballería, aunque puede afirmarse que un poco loco. A pesar de que no veía nada, se obstinó en combatir en Crécy, y para hacerlo hizo atar su caballo a las monturas de dos de sus caballeros, uno a cada lado. Y así se lanzaron al combate. Los encontraron muertos a los tres, todavía atados. El rey de Bohemia llevaba tres plumas de avestruz blancas en la cimera de su yelmo. Su noble muerte impresionó mucho al joven príncipe de Gales... Tenía entonces alrededor de dieciséis años; era su primer combate, y se desempeñó bien, incluso aunque el rey Eduardo consideró conveniente exagerar un poco el papel de su heredero en este episodio... Como decía, el príncipe de Gales se sintió tan impresionado que rogó a su padre que en adelante le permitiese lucir el mismo emblema del finado rey ciego. Y por eso vemos las tres plumas blancas que ahora coronan el yelmo del príncipe.

Pero lo más importante en relación a Bonne era su hermano, Carlos de Luxemburgo, cuya elección para la corona del Santo Imperio había contado con el apoyo del papa Clemente VI y con el mío propio. No es que temiéramos dificultades con ese rústico, astuto como un mercader... Oh, completamente distinto a su padre, ya lo veis; pero como preveíamos que Francia afrontaría tiempos difíciles, tratábamos de reforzarla con un futuro rey que era cuñado del emperador. Muerta la hermana, terminó la alianza. Tuvimos dificultades con su Bula de Oro; pero no prestó el más mínimo apoyo a Francia, y por eso ahora voy a Metz.

El rey Juan, que entonces era sólo duque de Normandía, no se mostró muy desconsolado por la muerte de su esposa. Había poca armonía entre ellos y a menudo chocaban. Aunque ella tenía encanto y le dio un hijo cada año, hasta once, desde que se dio a entender al rey que debía acercarse a su esposa en el lecho, mi señor Juan, desde el punto de vista de los afectos, se inclinaba más por su primo, ocho años menor y bastante apuesto... Carlos de La Cerda, a quien llamaban también mi señor de España, porque pertenecía a una rama escindida del trono de Castilla.

Apenas su esposa descendió a la tumba, el duque Juan se retiró a Fontainebleau en compañía del bello Carlos de España para escapar del contagio... Ah, sobrino, este vicio no es tan raro. No lo comprendo, y me irrita; es de los vicios por los cuales muestro menos indulgencia. Pero es forzoso reconocer que se ha difundido incluso entre los reyes, a los cuales perjudica mucho. Juzgad por lo que ocurrió con el rey Eduardo II de Inglaterra, padre del actual. La sodomía le costó el trono y la vida. Por ahora, nuestro rey Juan no es sodomita convicto y confeso; pero ya lo parece y más lo parecerá en su pasión funesta por este primo de España de rostro tan agraciado...

¿Qué ocurre, Brunet? ¿Por qué nos detenemos? ¿Dónde estamos? En Quinsac. No estaba previsto... ¿Qué quieren estos mendigos? ¡Ah!, una bendición. Que no detengan el cortejo por eso; bien sabes que bendigo a la pasada...
In nomine patris... lii... sancti
... Id, buenas gentes, habéis recibido la bendición, id en paz... Si tuviese que detenerme cada vez que me piden la bendición, tardaríamos seis meses en llegar a Metz.

Bien, os decía que en septiembre de 1349 muere Bonne de Luxemburgo y deja viudo al heredero del trono. En octubre le tocó el turno a la reina de Navarra, Juana, a quien llamaban otrora Juana la Pequeña, la hija de Margarita de Borgoña, y quizás o sin quizá, de Luis el Obstinado; era la misma a quien apartaron de la sucesión de Francia porque descargaron sobre ella la presunción de bastardía... Sí, la hija de la Torre de Nesle... Se la llevó la peste. Tampoco su muerte mereció sollozos demasiado intensos. Hacía seis años que era viuda de su primo, Felipe de Evreux, muerto en algún lugar de Castilla en un combate contra los moros. La corona de Navarra les había sido legada por Felipe VI poco después de su acceso al trono, para evitar las reivindicaciones que hubieran podido formular en relación con la de Francia. Este asunto fue uno de los acuerdos que aseguraron el trono a los Valois.

Jamás aprobé ese acuerdo navarro, que no era bueno de hecho ni de derecho. Pero mi opinión todavía no pesaba. Acababan de nombrarme obispo de Auxerre. Y aunque lo hubiese dicho... desde el punto de vista jurídico la situación era insostenible. Navarra venía de la madre de Luis el Obstinado. Si la pequeña Juana no era hija suya, sino de un caballerizo cualquiera, no tenía sobre Navarra más títulos que sobre Francia. Por lo tanto, si se reconocía la corona de una, ipso facto sus derechos se extendían a la otra, tanto para ella como para sus herederos.

En realidad, se venía a confesar que la apartaban del trono no sólo por su supuesta bastardía sino porque era mujer, y gracias al artificio de una ley inventada por los varones. Con respecto a las razones de hecho, el rey Felipe el Hermoso jamás habría consentido, fueran cuales fuesen las razones, amputar así el reino que él había agrandado. No se asegura el trono cortándole un pie. Juana y Felipe de Navarra se habían mantenido tranquilos: ella porque no le llegaba a su madre a la suela de los zapatos, y él porque era como su padre, Luis de Evreux, de naturaleza digna y reflexiva. Parecían satisfechos con su rico condado normando y su pequeño reino pirenaico. Las cosas cambiarían con su hijo Carlos, joven muy activo para sus dieciocho años, que dirigía miradas rencorosas al pasado de su familia y ambiciosas en relación con su propio futuro. «Si mi abuela no hubiese sido una puta tan caliente, si mi madre hubiera nacido hombre... Ahora sería rey de Francia.» Se lo oí decir yo mismo...

Convenía por lo tanto asegurarse Navarra, que por su situación en medio del reino cobraba aún mayor importancia en vista de que ahora los ingleses ocupaban Aquitania entera. Entonces, como siempre en casos parecidos, concertamos un matrimonio.

El duque Juan de buena gana se hubiese abstenido de concertar una nueva unión. Pero se había prometido ser rey, y la imagen real exigía que tomara esposa, y sobre todo en su caso. Una esposa impediría que él se mostrase demasiado francamente del brazo de Carlos de España. Por otra parte, ¿qué mejor modo de atarle las manos que elegir entre sus hermanas a la futura reina de Francia? La mayor, Blanca, tenía dieciocho años y era una mujer muy bella y muy espiritual. El proyecto avanzó considerablemente, se solicitaron las dispensas al Papa y el matrimonio ya estaba casi anunciado mientras uno se preguntaba quién estaría vivo la semana siguiente en ese horrible período que todos atravesábamos.

Pues la muerte continuaba llamando a todas las puertas. A principios de diciembre la peste se llevó a la propia reina de Francia, Juana de Borgoña, la reina mala. En el caso de esta muerte, poco faltó para que la complacencia se manifestase en gritos de alegría y la gente se pusiese a bailar en las calles. La odiaban; vuestro padre seguramente os lo dijo.

Robaba el sello de su marido para encarcelar a la gente; preparaba baños envenenados para los invitados que le desagradaban. Poco faltó para que de ese modo matase a un obispo... A veces, el rey la molía a palos; pero no por eso consiguió corregirla. Yo desconfiaba mucho de esta reina. Su carácter suspicaz poblaba la corte de enemigos imaginarios. Era una mujer colérica, mentirosa, odiosa; era criminal. Por otra parte, poco después de eso, la epidemia comenzó a remitir, como si esa gran hecatombe, venida de tan lejos, no hubiese tenido otro propósito que abatir finalmente a esa arpía.

Entre todos los hombres de Francia, el que sintió más alivio fue el propio rey. Menos de un mes después, en el frío de enero, volvió a casarse. Aunque era viudo de una mujer unánimemente detestada, su actitud implicaba hacer poco caso de las conveniencias. Pero lo peor no estaba en la prisa. ¿Con quién se unía? Con la prometida de su hijo, con Blanca de Navarra, la joven de quien se había enamorado cuando la vio en la corte. Los franceses se muestran complacientes con las aventuras masculinas, pero no ven con agrado extravíos de esta clase en el soberano.

Felipe VI tenía cuarenta años más que la belleza de la cual despojaba brutalmente a su heredero. Y no podía tampoco invocar, como ocurre en tantas uniones principescas inarmónicas, el interés superior del Imperio.

Era como engastar una piedra de escándalo en su corona, al mismo tiempo que infligía a su sucesor la ira mortal del ridículo. Fue un matrimonio celebrado deprisa, allá por Saint-Germain-en-Laye. Por supuesto, Juan de Normandía no asistió a la boda. Jamás había sentido mucho afecto por su padre y éste lo retribuía cumplidamente. Ahora, le profesaba odio.

A su vez, el heredero volvió a casarse un mes después. Tenía prisa por reparar el ultraje. Decidió arreglarse con madame de Boulogne, viuda del duque de Borgoña. Mi venerable hermano, el cardenal Gocido de Boulogne, concertó esta unión para ventaja de su familia y en su propio provecho. Desde el punto de vista de la fortuna, madame de Boulogne era un excelente partido y aquel matrimonio hubiera debido bastar para sanear la situación del príncipe, que ya se mostraba terriblemente manirroto; de hecho, sólo sirvió para fomentar su tendencia al despilfarro.

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