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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Biografía, relato

De qué hablo cuando hablo de correr (18 page)

BOOK: De qué hablo cuando hablo de correr
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Así pues, el caso es que actualmente me afano en entrenar a diario con vistas al triatlón de la ciudad de Murakami (en la prefectura de Niigata) del próximo 1 de octubre. En otras palabras: sigo llevando conmigo mi vieja bolsa de viaje. Sin duda me dirijo hacia un nuevo anticlímax. Hacia una silenciosa y barroca madurez (o, dicho con mayor humildad, hacia el final de mi evolución).

Nueve
1 de octubre de 2006 - Ciudad de Murakami
(prefectura de Niigata)

Al menos aguantó sin caminar hasta el final

Creo que fue cuando tenía dieciséis años. Aguardé a que todos se hubieran marchado de casa, me desnudé ante un gran espejo y me puse a observar minuciosamente mi cuerpo. Fui anotando en una lista, una por una, todas las cosas de mi cuerpo que (me parecía) estaban un poco por debajo de la media. Por ejemplo (y esto no es más que un ejemplo), mis cejas estaban demasiado pobladas, las uñas de mis manos no eran bonitas, y cosas por el estilo. Recuerdo que encontré, en total, veintisiete. Al llegar a ese número, me sentí fatal y dejé de explorarme. Si tomando sólo las partes visibles de mi anatomía, pensé, encontraba tantas cosas un poco por debajo de la media, al explorar otras regiones (como la personalidad, el juicio o la capacidad física), la lista nunca acabaría.

Claro está que los dieciséis años, como sin duda todos ustedes ya saben, es una edad excepcionalmente problemática. En ella nos preocupamos por menudencias, no vemos con objetividad la posición en la que nos encontramos y nos crecemos o nos acomplejamos ante cualquier tontería. A medida que cumplimos años, y a fuerza de errores, vamos quedándonos con lo que hay que quedarse y descartando lo que hay que descartar; hasta que adquirimos el siguiente conocimiento (o alcanzamos el estado de resignación). Si nos ponemos a contar defectos y carencias, no acabaremos nunca, pero algo bueno tendremos también, y no hay más remedio que apañárnoslas e ir tirando con lo que tenemos.

Pero la leve sensación de patetismo que experimenté al situarme desnudo ante el espejo y enumerar aquella retahíla de defectos físicos se enquistó en mi interior, y su recuerdo permanece allí, inamovible, todavía hoy: mi lamentable balance como persona, con su aplastante debe y su haber, un haber a todas luces insuficiente para compensarlo.

Y hoy, unos cuarenta años después, enfundado en un traje de baño negro y con las gafas de natación subidas sobre la cabeza, mientras espero frente al mar a que den la salida de la carrera de triatlón, repentinamente regresa a mi mente aquel recuerdo. Una vez más, siento que este recipiente que yo soy no es más que algo lastimoso e insignificante. Se me antoja insuficiente, lleno de descosidos, indecente. Tengo la impresión de que, a estas alturas, cualquier cosa que haga no servirá ya de nada. Me dispongo a nadar un kilómetro y medio, recorrer cuarenta kilómetros en bicicleta y correr a pie otros diez. ¿Y qué pretendo con esto? ¿No será como verter agua en una vieja cacerola que tiene un agujero en el fondo?

En cualquier caso, hace un tiempo tan magnífico que no puedo quejarme. Un día espléndido para correr un triatlón. No sopla viento y tampoco se ve una sola ola en el mar. El sol vierte sus cálidos rayos sobre la tierra y estamos a unos veintitrés grados. Nada que objetar tampoco a la temperatura del agua. Con ésta, será la cuarta vez que participe en el triatlón de la ciudad de Murakami, en Niigata, y siempre ha sido en condiciones terribles. En una ocasión, el mar estaba tan embravecido —en otoño el Mar del Japón enseguida muestra su rostro— que, en lugar de realizar la prueba de natación, nos hicieron correr por la playa. Sin llegar a tanto, otras veces las he pasado canutas: cuando no te cala la fría llovizna otoñal, las olas son tan grandes que cuesta mucho respirar al nadar a crol, o tiritas de frío mientras pedaleas en la bicicleta. Por eso, mientras recorro en coche los algo más de trescientos cincuenta kilómetros que separan Tokio de Niigata, suelo imaginar que me encontraré el peor tiempo posible. Me convenzo de que, haga lo que haga, no me voy a ir de rositas; es como un entrenamiento visual. Por eso, al ver este apacible mar en calma, me siento engañado. Me prevengo: «No, espera, no te confíes tan fácilmente». Porque esto es sólo un señuelo. En realidad, seguro que en mitad del recorrido me aguardan unas trampas tan terribles que no puedo ni imaginármelas. Tal vez el mar esté atestado de unas extrañas y malignas medusas provistas de aguijones venenosos. O puede que un oso, hambriento antes de su hibernación, embista mi bicicleta. O quizás un caprichoso rayo caiga sobre mi cabeza mientras corro. O tal vez un enjambre de avispas, encolerizadas sin saber por qué, me persiga para atacarme. O quizá mi mujer, que seguramente me estará esperando en la meta, haya descubierto algún desagradable aspecto relacionado con mi vida privada (tengo la impresión de que hay varios). No tengo ni la más remota idea de lo que va a pasar. Soy muy desconfiado, en particular con respecto a todo lo que tiene que ver con el Triatlón Internacional de la ciudad de Murakami.

Pero, por ahora, debo reconocer que hace buen tiempo. De pie al sol, mi traje de baño de neopreno negro se va caldeando.

Los que me rodean, con un aspecto similar al mío y tan tensos como yo, esperan sobre la arena de la playa a que dé comienzo la carrera. Es una escena muy curiosa. Parecemos unos pobres animales acuáticos que, arrastrados hasta un banco de arena y abandonados en él por un capricho de la naturaleza, aguardan a que suba la marea. Se diría que los demás atletas están sumidos en pensamientos más positivos que los míos. Pero tal vez sólo sea una impresión. De todos modos, me digo que no debo pensar demasiado en cosas vanas e innecesarias. He venido hasta aquí y ahora lo único que tengo que hacer es correr a tope. Durante unas tres horas sólo tengo que nadar, pedalear en la bicicleta y correr, sin pensar en nada.

¿Pero es que no van a dar nunca la salida o qué? Echo un vistazo a mi reloj. Apenas han transcurrido unos minutos desde la última vez que lo miré, hace un rato. Una vez que comience la carrera ya no tendré (imagino) tiempo de pensar en cosas innecesarias...

Sumando los largos y los cortos, éste es el sexto triatlón en el que participo. Pero, durante cuatro años, de 2000 a 2004, estuve alejado del triatlón. Semejante vacío se debió a que, durante el triatlón de la ciudad de Murakami del año 2000, de repente me fue imposible seguir nadando y me vi obligado a abandonar. Necesité tiempo para recuperarme del shock y volver a estar listo. Los motivos por los que me vi imposibilitado para seguir nadando tampoco estaban claros. Barajé varias hipótesis y acabé perdiendo la confianza en mí mismo. Era la primera vez en mi vida que debía abandonar en mitad de una carrera, fuera ésta del tipo que fuera.

He escrito que, por primera vez, me fue «imposible seguir nadando» pero, para ser exactos, no era la primera vez que tenía un tropiezo en la prueba de natación de un triatlón. Soy capaz de nadar a crol largas distancias con relativa facilidad, tanto en piscina como en el mar. Normalmente puedo nadar mil quinientos metros en unos treinta y tres minutos. Ese ritmo, no especialmente rápido, me permite seguir la carrera con normalidad. Me crié cerca del mar, así que estoy bastante acostumbrado a nadar en él. A menudo, a los que se entrenan siempre en piscina se les hace muy duro nadar en el mar, o éste les infunde temor, pero no es mi caso. A mí, dado que el espacio es mucho más amplio y la flotabilidad es mayor, me resulta más fácil nadar en el mar.

Sin embargo, cuando llega una carrera de verdad, algo —no sé muy bien el qué— me impide nadar bien. Me ocurrió en la carrera Tinman de Hawai (en la isla de Oahu), mientras nadaba a crol. Me lancé al agua, y ya me disponía a dar las primeras brazadas cuando, de repente, no podía respirar. No sé por qué, pero, aunque intentaba sacar la cabeza como siempre para tomar aire, no conseguía hacerlo de manera coordinada. Y, cuando la respiración no funciona como uno quiere, el miedo domina tu cuerpo y los músculos se te agarrotan. El corazón empezó a palpitarme en el pecho y las extremidades no me respondían. No podía meter la cara en el agua. Tenía lo que se llama pánico.

En la carrera Tinman, la prueba de natación es más corta de lo normal, pues sólo son ochocientos metros; así pues, en esa ocasión, renuncié al crol, cambié a la braza y conseguí superar la prueba. Sin embargo, las carreras normales, en que se nadan mil quinientos metros, no se pueden despachar nadando a braza. Comparado con el crol, a braza se tarda demasiado y, además, cuando se prolonga, las piernas acaban reventadas. Por eso en el triatlón de Murakami del año 2000 no me quedó más remedio, muy a mi pesar, que abandonar la carrera a la mitad.

Abandoné y volví a la playa, pero me daba mucha rabia dejar las cosas así, tanto que decidí intentarlo de nuevo. Por supuesto, para entonces los demás corredores ya habían salido del agua y habían pasado a la prueba de ciclismo. Así que nadé a solas en un mar completamente vacío. Entonces pude nadar a crol como la seda, sin ningún problema. Respiraba con comodidad y mi cuerpo se movía con agilidad. ¿Por qué no podré hacer lo mismo durante una carrera?

La primera vez que participé en un triatlón, la línea de salida estaba dentro del mar. Fue una
floating-start
, es decir, una salida con los corredores alineados dentro del agua. En aquella ocasión, los que estaban a mi lado me patearon fuertemente el costado varias veces. Se trata de una carrera, así que eso es inevitable. Todos intentan colocarse los primeros y tomar el trazado más corto. El que te propinen codazos o patadas, y que a causa de ellos tragues agua o se te suelten las gafas, es el pan nuestro de cada día. Pero, en mi caso, puede que el shock por la fuerte patada que recibí durante la salida de mi primera carrera me desequilibrara. Y tal vez el recuerdo de aquel golpe vuelva a mí cada vez que me dispongo a tomar la salida en una carrera. No es una explicación que acabe de convencerme, pero es muy posible que así fuera, porque el factor mental es muy importante en toda carrera.

También pudo deberse a mi forma de nadar. Nunca me ha entrenado un especialista. Mi crol es de mi propia cosecha. Puedo nadar sin especiales dificultades lo que haga falta, pero mi estilo no es elegante ni depurado. Soy más bien de los que nadan a base de fuerza. Hacía ya tiempo que había pensado que, si iba a practicar el triatlón en serio, en algún momento debía variar mi forma de nadar. En tal caso, me dije, tal vez no estaría de más que, al tiempo que investigaba las causas relacionadas con los aspectos mentales, mejorara también de paso mi estilo a crol. Puede que, mientras cubría las lagunas técnicas, los demás problemas también se fueran esclareciendo.

De ahí que durante esos cuatro años dejara mis desafíos en el triatlón. Entretanto seguía, como de costumbre, corriendo largas distancias y participando en un maratón al año. Pero, si he de ser sincero, no conseguía quitarme de la mente el fracaso de aquel triatlón. No hacía más que pensar que algún día debía tomarme la revancha. En este terreno, soy una persona porfiada. Si he intentado algo y no lo he conseguido, no me quedo tranquilo ni me doy por satisfecho hasta que por fin lo logro.

Intenté mejorar mi estilo con la ayuda de varios entrenadores de natación, pero no encontré ninguno capaz de decirme dónde radicaba la clave. En este mundo, hay mucha gente que nada muy bien, pero muy pocos son capaces de enseñarte. Ésa es la conclusión a la que llegué. Enseñar a escribir novelas también es difícil (yo, por mi parte, no me considero capaz de hacerlo), pero me temo que lo de enseñar a nadar no lo es menos. Y seguro que esto no se limita sólo a la natación y a las novelas. Sin duda hay profesores que explican determinadas materias, siguiendo determinados procedimientos y transmitiéndolos con determinadas palabras, pero creo que muy pocos serían capaces de observar al alumno, de estudiarlo, para explicarle la materia con sus propias palabras, adecuando su explicación a la capacidad y las inclinaciones de ese alumno. Tal vez debería decir que prácticamente no hay ninguno.

Los dos primeros años los malgasté buscando en vano un entrenador de natación. Cada vez que cambiaba de entrenador, el nuevo me variaba el estilo, con lo que acababa nadando de un modo deslavazado y, en los peores casos, apenas podía nadar. Por añadidura, fui perdiendo seguridad en mí mismo. No, de ninguna manera podía participar en carreras.

Las cosas empezaron a enderezarse en el momento en que di por sentado que mi estilo jamás mejoraría. Entonces mi mujer me encontró un entrenador. Ella, que nunca había sabido nadar, en el gimnasio al que suele ir conoció por casualidad a una joven entrenadora de natación que le enseñó a nadar de un modo asombroso. Y me dijo: «¿Y por qué no pruebas tú también con ella?».

La entrenadora estudió mi forma de nadar y luego me preguntó para qué quería nadar.

—Para poder participar en carreras de triatlón —contesté.

—En ese caso, lo que le interesa es poder nadar largas distancias a crol y en el mar, ¿no? —inquirió ella.

—Eso es —añadí—. No necesito la velocidad de las carreras de corta distancia.

—Entendido. Todo resulta más fácil si tenemos bien claro cuál es el objetivo que buscamos.

De esta manera comenzamos, mano a mano, a modificar y «reformar» mi estilo de natación. Eso no significa que cambiáramos por completo mi forma de nadar, ni que levantáramos el edificio de nuevo, construyéndolo sobre las cenizas del anterior. Es sólo mi opinión, pero creo que a un profesor le resulta más difícil modificar el estilo de natación de una persona que ya sabe nadar algo, que enseñar a nadar desde cero a alguien que no sabe. Y es que cuesta mucho corregir los vicios y las irregularidades de un modo de nadar. Por eso ella se dedicó a rectificar, uno por uno y tomándose todo el tiempo necesario, los más nimios movimientos de mi cuerpo.

La peculiaridad del método de esta entrenadora radicaba en que, ya desde un principio, no intentaba enseñarte el estilo «oficial», el correcto según los libros de texto. Por ejemplo, para enseñarme a efectuar debidamente el movimiento giratorio del tronco, empezó por enseñarme a nadar sin mover éste. Los que hemos aprendido por nuestra cuenta a nadar a crol tendemos a estar demasiado pendientes del movimiento del tronco y, en consecuencia, a exagerarlo. Debido a ello y, en contra de lo esperado, la resistencia del agua se hace mayor, con lo que la velocidad disminuye. De ese modo se gasta inútilmente mucha energía. Así pues, primero me enseñó a nadar sin girar el tronco, como si fuera una tabla. O sea, que me enseñó a hacer exactamente lo contrario de lo que recomiendan los libros sobre natación. Claro está, no hay quien nade con fluidez de esa forma. Tienes la sensación de que te has vuelto un nadador horrible. Pero, si persistes en tu empeño y continúas haciendo lo que te han dicho, al final consigues nadar de esa forma tan fea e ilógica.

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