Entonces ella va incorporando, muy poco a poco, el movimiento giratorio del tronco. Además, nunca te dice cosas como: «Éste es el entrenamiento para el giro del tronco», sino que simplemente te va enseñando movimientos sueltos. Y el alumno, que ignora la finalidad concreta de esas prácticas, se limita a mover diligentemente cada una de las partes de su cuerpo tal y como le han indicado. Si se trata de la manera de rotar los hombros, se le pide que la repita una y otra vez hasta que la aborrece. A veces se requiere un día entero para aprender sólo la rotación de los hombros. Al principio es agotador e insulso, pero después, cuando miras atrás, lo comprendes y te dices: «¡Ah, claro, era para eso!». Todas las piezas encajan, atisbas la imagen de conjunto y, por primera vez, comprendes la función de cada pieza. Es como cuando el cielo clarea al amanecer y las formas y tonalidades de los tejados de las casas, hasta entonces tan sólo vislumbradas vagamente, empiezan a distinguirse con nitidez.
Podría compararse a aprender a tocar la batería. Primero debes ensayar exclusivamente con el bombo durante un montón de días. Luego debes practicar sólo con los timbales otro montón de días. Después te centras sólo en los toms... Resulta monótono y muy aburrido. Pero, cuando todo se aúna, se convierte en una máquina rítmica y bien coordinada; y para llegar a eso hay que ir apretando los tornillos de cada pieza con perseverancia, severidad y paciencia. Por supuesto, lleva su tiempo. Pero, en algunos casos, invertir tiempo es el camino más corto. Así, al cabo de un año y medio, era capaz de nadar largas distancias con un estilo relativamente más eficaz y mucho más elegante que antes.
Además, mientras me entrenaba en natación, comprendí una cosa: durante la carrera no había podido respirar bien al nadar a crol debido a la «hiperventilación». Caí en la cuenta cuando experimenté los mismos síntomas mientras nadaba en la piscina. Resultaba que antes de la salida respiraba demasiado rápido y demasiado profundamente. Tal vez era por el nerviosismo previo a la carrera, pero el caso es que tomaba excesivo oxígeno y de manera muy rápida. Por eso, cuando di las primeras brazadas, mi respiración se aceleró, mientras yo jadeaba, y no conseguía coordinarla con el resto de los movimientos.
Cuando por fin di con lo que podía ser un motivo, me sentí muy aliviado. Por lo pronto, tenía que evitar que se produjera esa hiperventilación. Procurar entrar en el agua antes de que comenzara la carrera, nadar un poco y así ir preparando el cuerpo y la mente. Respirar de forma moderada para evitar la hiperventilación y aspirar el aire cubriéndome la boca con la palma de la mano para no tomar demasiado oxígeno. Y concluí: «Con esto ya es suficiente. Has conseguido cambiar radicalmente tu estilo».
Así que, cuatro años después, volví a enfrentarme a un triatlón en la edición de 2004 del de Murakami. Por fin dio comienzo la carrera. Al sonar la sirena, todos los participantes nos lanzamos a nadar y alguien me patea el costado. Me sobresalto. Por un instante, el temor a volver a fallar recorre de nuevo mi mente. Trago un poco de agua. Me planteo cambiar y nadar a braza, al menos provisionalmente. Pero me recupero. No, no hay necesidad de ello. Seguro que todo va bien. Controlo mi respiración y empiezo de nuevo con los movimientos del crol. Más que en tomar aire, me concentro en soltarlo debajo del agua. Llega a mis oídos ese burbujeo que ya echaba de menos. Eso es. Muy bien. Noto cómo mi cuerpo va remontando bien las olas.
Así conseguí dominar el pánico de los momentos iniciales y terminar el triatlón. Como había dejado éste durante mucho tiempo y no había podido prepararme bien para la prueba ciclista, no era como para dar saltos de alegría. Pero mi primer objetivo, eliminar de raíz la humillación que hubiera supuesto un abandono, eso sí lo había logrado. Sentí un gran alivio.
Al presentarse el problema de la hiperventilación me di cuenta de que yo siempre me había considerado alguien un poco pánfilo y cachazudo, pero lo cierto es que descubrí en mí inusitados rasgos propios de una persona nerviosa y susceptible. Tampoco yo, que soy el afectado, imaginaba que en los momentos previos a la salida me ponía tan nervioso. Pero lo estaba, y bastante. Como casi todo el mundo. Y es que, por muy mayor que uno se haga, mientras viva siempre descubre cosas nuevas sobre uno mismo. Por mucho tiempo que uno pase desnudo escrutándose ante el espejo, éste nunca llegará a reflejar su interior.
Y aquí estoy de nuevo, el 1 de octubre de 2006, en una mañana despejada de un domingo otoñal, a las nueve y media, en la ciudad de Murakami, prefectura de Niigata, esperando de pie al borde del mar a que den la salida de la carrera. Estoy algo inquieto, pero también muy atento a no caer en la hiperventilación. Compruebo una vez más mi equipamiento, por si acaso. Llevo bien puesta la pulsera de tobillo para el seguimiento por ordenador; me he untado el cuerpo de vaselina para poder quitarme con mayor facilidad y rapidez el traje de baño cuando salga del agua; también he hecho meticulosamente los estiramientos; he bebido el agua necesaria, y he pasado por el servicio. No me he olvidado de nada. O eso espero.
Como ya he participado en esta carrera un montón de veces, entre los participantes veo caras que me suenan de ocasiones anteriores. Mientras esperamos, nos saludamos dándonos la mano y charlamos de cosas intrascendentes. A mí no se me dan muy bien las relaciones personales, pero con los corredores de triatlón sí hablo con comodidad y franqueza. Somos una raza más bien peculiar en nuestra sociedad. Piénsenlo. La mayoría de los corredores tienen que atender a sus familias y a sus trabajos, y además tienen que lidiar a diario con los entrenamientos (por cierto, bastante duros) de natación, ciclismo y carrera de fondo. Por supuesto, eso les roba tiempo y energías. Sin duda, para los estándares sociales, no puede decirse que lleven una vida como es debido. No tenemos mucho derecho a quejarnos si nos llaman raros o excéntricos. Por eso, aunque no sea algo tan pretencioso como para calificarlo de «sentimiento de solidaridad», existe vagamente entre nosotros, como esa tenue bruma que se forma en las cumbres montañosas a finales de primavera, algo así como un cálido sentimiento común. Por supuesto, se trata de una carrera, así que los factores victoria y derrota sin duda también están presentes; pero creo que, en general, para el triatleta, acudir a una carrera significa participar en un ceremonial en el que se constata el estado de ese sentimiento común (o sea, la forma y tonalidad de la bruma), y eso le importa mucho más que el hecho de ganar o perder.
El triatlón de Murakami es un evento deportivo muy adecuado para ello. El número de participantes no es muy elevado (entre trescientos y cuatrocientos) y la organización tampoco es muy aparatosa. Es un triatlón artesanal de una pequeña ciudad de provincias. La gente de la ciudad acude a jalear y animar vivamente a los corredores. Este ambiente sosegado y sencillo, sin excesos ni artificios, casa con mi gusto. Y, al margen de la carrera, en la zona hay fuentes termales bastante caudalosas, la comida es muy buena y el sake local (en particular el Shimehari Tsuru) es excelente. Como he participado varias veces en ese triatlón, mis conocidos en la zona también han ido aumentando gradualmente, e incluso hay gente que viene expresamente desde Tokio para animarme.
A las 9:56 suena la sirena de la salida. Todos comenzamos a nadar a crol al unísono. Es el instante de mayor presión.
Yo también me zambullo en el agua de cabeza, bato las piernas y me impulso remando con los brazos. Ahuyento de mi cabeza las ideas que están de más y me concentro, más que en tomar aire, en expulsarlo. El corazón me palpita. No consigo coger bien el ritmo. Mi cuerpo está algo tenso. Como ya es habitual, alguien me patea en la clavícula. Otro se me echa encima; es como si una tortuga se colocara sobre el caparazón de otra. Debido a ello trago agua, no mucha. Me digo que no debo perder la calma. No me puede entrar el pánico. Respiro regularmente repetidas veces. Eso es lo más importante. Entonces noto cómo, lentamente, rayita a rayita, la aguja indicadora del nerviosismo de mi cuerpo baja mientras éste se distiende. Sí, así parece que voy bien. Si puedo seguir nadando así, voy bien. Una vez cogido el ritmo, sólo tengo que mantenerlo.
Pero, inmediatamente, surge un problema (en cierto modo inevitable, tratándose de una carrera de triatlón) con el que no contaba en absoluto. Sin dejar de nadar a crol, levanto la cabeza para mirar hacia delante y confirmar que avanzo en la buena dirección, cuando, estupefacto, me doy cuenta de que no veo bien. Tengo las gafas empañadas. Mi mundo se ha vuelto de un turbio color blanco, como si una densa niebla lo hubiera cubierto todo. Dejo de nadar y, flotando, quito el vaho de las gafas con los dedos. Sigo sin ver bien lo que tengo por delante. ¿Por qué será? Llevo las gafas de siempre. Además, he practicado bastante la comprobación del campo visual sin dejar de nadar. Entonces, ¿qué me ocurre? De repente caigo en la cuenta. Antes, al acabar de untarme el cuerpo con vaselina, no me he lavado las manos. Y luego, por descuido, he frotado bien las gafas con los dedos. No te digo... ¡Si seré estúpido! Antes de la salida siempre froto los cristales de las gafas con saliva. De ese modo el interior no se empaña. Y, precisamente esta vez, tenía que haberme despistado.
Hice los mil quinientos metros de la prueba de natación con las gafas empañadas. Me salía una y otra vez del recorrido y nadaba en dirección equivocada, con lo que perdí un montón de tiempo. De vez en cuando tenía que detenerme, manteniéndome a flote, quitarme las gafas y comprobar si iba por la ruta correcta. Imagínense a un niño con los ojos vendados intentando romper una sandía con un palo y se harán una idea bastante aproximada.
Bien pensado, habría sido mejor que me hubiera quitado las gafas y punto. Ojalá se me hubiera ocurrido seguir nadando sin ellas. Pero en plena carrera, y completamente ofuscado, el cerebro no me daba para tanto. Entre unas cosas y otras, la prueba de natación fue desesperante. Mi tiempo fue incluso peor de lo que ya esperaba. Estaba bien preparado, me había entrenado en serio, y sin duda podría haber nadado más rápido. Sin embargo, por lo pronto, pude nadar hasta el final, sin abandonar ni quedarme descaradamente rezagado, y creo que, al menos en las ocasiones en que nadé recto, lo hice de un modo bastante digno.
Al llegar a la playa, voy directo hacia el lugar en el que se encuentra mi bicicleta (algo a simple vista sencillo, pero que es insospechadamente difícil), me quito el opresivo traje de natación con presteza, como si me lo arrancara, me calzo las zapatillas de ciclismo, me pongo el casco y las gafas de protección contra el sol y el viento, bebo unos tragos de agua y, tras ello, salgo a pedalear. Efectúo toda esa sarta de acciones de un modo mecánico. En un visto y no visto, yo, que hasta hace un instante chapoteaba nadando en el mar, me encuentro pedaleando y cortando el viento a treinta kilómetros por hora. Esto, por más veces que lo haya experimentado, siempre me produce cierta extrañeza. El efecto de la gravedad es diferente, y diferentes son también la velocidad, las reacciones y los músculos que se utilizan. Es como si una salamandra hubiera evolucionado súbitamente y se hubiera transformado en un avestruz. Pero, se mire como se mire, la cabeza no puede cambiar tan de repente. Incluso el cuerpo se encuentra desorientado. No conseguía coger el ritmo y, en un abrir y cerrar de ojos, me adelantaron unos siete ciclistas. Aunque me decía: «¡Así vamos fatal, ¿eh?!», no logré adelantar a nadie hasta el punto de retorno.
El recorrido de la carrera ciclista discurre por la famosa costa de Sasagawa Nagare, un bellísimo paraje con curiosas rocas que sobresalen del mar (aunque yo no pude dedicar mucho tiempo a contemplar el paisaje). La ruta asciende desde la ciudad de Murakami hacia el norte bordeando la costa y da la vuelta al llegar al límite con la prefectura de Yamagata, para regresar por el mismo trazado. Hay varios tramos de desniveles, pero no son tan pronunciados. Sin preocuparme por si adelanto o me adelantan, avanzo con firmeza en un desarrollo suave y concentrado en intentar mantener un ritmo constante de pedaleo. Periódicamente, estiro la mano hasta el botellín de agua y bebo rápidamente unos sorbos. Mientras lo hago, voy encontrándome cada vez más a gusto. Pasado el punto de retorno, me siento capaz de apretar un poco más, así que cambio con determinación a un desarrollo más duro, aumento la velocidad y, en la segunda mitad de la carrera, rebaso a unos siete corredores. Como no hacía excesivo viento, he podido pedalear con dinamismo. Cuando el viento sopla fuerte, los ciclistas que, como yo, no tienen mucha experiencia, se desmoralizan bastante; y es que, para conseguir que el viento se ponga de tu lado, además de cierta técnica se requiere mucha experiencia. En cambio, si no hace viento, es simplemente una cuestión de piernas. Al final, corro esos cuarenta kilómetros a una velocidad algo superior a la que esperaba y, tras ello, me calzo mis añoradas zapatillas de correr y paso a la última prueba: la carrera de fondo.
Debido a que me he dejado llevar por la euforia durante la segunda mitad de la prueba de ciclismo y he gastado demasiadas energías en ella, la transición a la de carrera de fondo se me presenta muy dura. Lo lógico habría sido ahorrar fuerzas durante la última parte de la prueba de ciclismo para pasar a la de fondo con energías de reserva, pero en plena carrera la mente no te da para tanto. Así que me lancé a la prueba de fondo tal como venía de la anterior: a todo gas. Como era de prever, las piernas no me obedecían. Aunque mi mente les decía: «¡Venga, a correr!», los músculos de las piernas no le obedecían. Lo que es correr, corría, pero apenas tenía la sensación de estar haciéndolo. No obstante, ya estoy habituado a esto, porque me sucede cada vez que compito en una carrera de triatlón. Ocurre que, como los músculos que han trabajado con dureza durante más de una hora en la prueba ciclista siguen «en activo», a los que tienen que intervenir para la prueba de carrera de fondo les cuesta lo suyo arrancar. El cambio de raíl que supone pasar de unos músculos a otros requiere cierto tiempo. Durante más o menos los tres primeros kilómetros, mis piernas estuvieron prácticamente bloqueadas. Después pude ya, por fin, «correr». En esta ocasión, había tardado más que de costumbre. De las tres pruebas, la que mejor se me da es la carrera de fondo, y en ésta, en condiciones normales, adelanto tranquilamente a unos treinta corredores. Esta vez no fue así: sólo pude rebasar a unos diez o quince. En la anterior prueba, la de ciclismo, me adelantaron muchos. Así que, lo uno por lo otro, al final aún conseguí que la cosa quedara más o menos igualada. Es una lástima que el resultado de la carrera de fondo no fuera como para dar saltos de alegría, pero, a cambio, las diferencias entre lo que se me da bien y lo que se me da mal se redujeron y el tiempo global quedó bastante compensado, de modo que tal vez me esté aproximando cada vez más, poco a poco, a las características físicas propias de un triatleta. Cosa que, supongo, debería alegrarme.