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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

De ratones y hombres (12 page)

BOOK: De ratones y hombres
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—Bien. Dame un par de minutos, entonces, y sal corriendo y di que acabas de encontrarla. Ya me voy.

George se volvió y salió rápidamente del granero. El viejo Candy lo siguió con la vista. Después miró con expresión desesperanzada a la mujer de Curley y, gradualmente, su pena y su ira cobraron vida:

—Perra maldita —exclamó rencorosamente—. Ya conseguiste lo que querías, ¿verdad? Supongo que estarás contenta. Todos sabíamos que eras la ruina. No servías para nada. Y ahora no sirves para nada, perra piojosa. —Le acometió un sollozo y se le quebró la voz—. Yo podía haber cuidado la huerta y lavado los platos para ellos. —Hizo una pausa y prosiguió en un canturreo. Y repitió, como una cantinela, las palabras consabidas—: Si llega un circo o hay un partido de pelota... podemos ir a verlo..., no hacemos más que decir «al diablo con el trabajo»... y vamos, sin más. No tenemos que pedir permiso a nadie. Y podíamos tener una vaca y gallinas... y en invierno... la cocina... y la lluvia en el techo... y nosotros allí sentados. —Se cegaron sus ojos por las lágrimas, y se volvió, y salió débilmente del granero, y al marchar se frotaba la cerdosa barba con el muñón del brazo.

Afuera se interrumpió el ruido del juego. Se alzaron voces interrogantes, hubo un estruendo de pies al correr y los hombres irrumpieron en el granero. Slim y Carlson y el joven Whit y Curley, y Crooks más atrás, para quedar fuera de la atención de los otros. Candy llegó tras ellos y el último de todos fue George. George se había puesto su chaqueta de estameña azul y la había abrochado, y su negro sombrero estaba muy hundido sobre los ojos. Los hombres corrieron en torno al último pesebre. Sus ojos encontraron a la mujer de Curley en la semioscuridad, se detuvieron todos y quedaron quietos y miraron.

Luego Slim se acercó lentamente a la mujer, y le palpó la muñeca. Un dedo flaco tocó la mejilla, y luego la mano bajó a la nuca levemente torcida y los dedos exploraron el cuello. Cuando Slim se irguió, los hombres se acercaron y el encanto quedó roto.

Curley volvió de pronto a la vida.

—Yo sé quién ha sido —exclamó—. Ese grandote maldito, ese hijo de perra fue quien la mató. Yo sé que fue él. ¿Qué otro podía haber sido si todos los demás estaban allí, jugando a las herraduras? —Su ira aumentó paulatinamente—. Pero ya se las verá conmigo. Voy a buscar la escopeta. Yo mismo lo mataré, maldito hijo de perra. Le abriré las tripas a tiros. Vamos, muchachos.

Corrió desaforadamente fuera del granero. Carlson dijo:

—Voy a buscar mi Luger. —Y también salió corriendo.

Slim se volvió lentamente hacia George.

—Creo que fue Lennie —afirmó—. Tiene el cuello roto. Lennie es capaz de hacer eso.

George no respondió, pero asintió lentamente con la cabeza. Tan metido tenía el sombrero sobre la frente, que le cubría los ojos.

—Tal vez —siguió Slim— haya sido como lo que ocurrió en Weed, como me contabas.

George volvió a asentir. Slim suspiró:

—Bueno, creo que tendremos que encontrarlo. ¿Dónde crees que habrá ido?

Pareció que George necesitaba un rato para hablar.

—Habrá... habrá ido hacia el sur. Veníamos del norte, de modo que habrá ido para el sur.

—Creo que tendremos que encontrarlo —repitió Slim.

George se acercó a él.

—¿No podríamos traerlo aquí, quizás, y encerrarlo? Está loco, Slim. Esto no lo ha hecho por maldad.

—Sí, podríamos —asintió Slim—. Si consiguiéramos inmovilizar aquí a Curley, podríamos hacerlo. Pero Curley va a querer matarlo. Curley está furioso todavía por el asunto de su mano. E imagínate que lo encierran y lo atan y lo ponen en una jaula. Eso sería peor, George.

—Ya lo sé —murmuró George—. Ya lo sé.

Carlson entró corriendo.

—Ese perro me ha robado mi Luger —gritó—. No está en la bolsa.

Curley lo seguía, y Curley llevaba una escopeta en la manó sana. Curley estaba calmado ya.

—Bueno muchachos —dijo—. El negro tiene una escopeta. Llévala tú, Carlson. Cuando lo veas, no le tengas lástima. Tírale a las tripas.

—Yo no tengo armas —saltó Whit excitado.

—Tú ves a Soledad y busca a la policía. Busca a Al Wilts, que es el jefe. Vamos ya. —Curley se volvió con expresión de sospecha hacia George—. Tú vienes con nosotros, amigo.

—Sí —consintió George—. Voy. Pero escuche, Curley. Ese pobre diablo está loco. No lo maten. No sabía lo que hacía.

—¿Que no lo matemos? —exclamó Curley—. Tiene la pistola de Carlson. Está claro que vamos a matarlo.

—Tal vez Carlson haya perdido su pistola —sugirió débilmente George.

—Esta mañana la vi —aseguró Carlson—. No, me la han robado.

Slim seguía mirando a la mujer. Por fin, se dirigió a Curley:

—Curley..., quizás sería mejor que usted se quedara con su mujer.

—No, yo voy también —repuso Curley, enrojecida la cara—. Yo mismo le volaré las tripas a ese hijo de perra, aunque sea con una sola mano. Yo mismo lo voy a matar.

—Entonces —dijo Slim volviéndose hacia Candy— quédate tú con ella, Candy. Los demás podríamos ir saliendo ya.

Todos empezaron a caminar. George se detuvo un momento junto a Candy y los dos miraron a la mujer muerta, hasta que Curley lo llamó:

—¡Tú, George! Tienes que venir con nosotros, para que nadie crea que has tenido algo que ver con esto.

George caminó lentamente tras los otros, y sus pies se arrastraban pesadamente.

Y cuando todos se hubieron alejado, Candy se puso en cuclillas sobre el heno y escrutó la cara de la mujer de Curley.

—¡Pobre diablo! —susurró dulcemente.

El ruido de los pasos de los hombres se hizo más lejano. El granero se oscurecía gradualmente y, en sus pesebres, los caballos movían las patas y hacían sonar las cadenas de los ronzales. El viejo Candy se tendió en el heno y se cubrió los ojos con un brazo.

Capítulo 7

La honda laguna verde del río Salinas estaba muy calmada a la caída de la tarde. El sol había dejado ya el valle para ir trepando por las laderas de las montañas Gabilán, y las cumbres estaban rosadas de sol. Pero junto a la laguna, entre los veteados sicómoros, había caído una sombra placentera.

Una culebra de agua se deslizó tersamente por la laguna, haciendo serpentear de un lado a otro el periscopio de su cabeza; nadó todo el largo de la laguna y llegó hasta las patas de una garza inmóvil que estaba de pie en los bajíos. Una cabeza y un pico silenciosos bajaron como una lanza y tomaron a la culebra por la cabeza, y el pico engulló el reptil mientras la cola de éste se agitaba frenéticamente.

Se dejó oír una lejana ráfaga de viento, y el aire se movió por entre las copas de los árboles como una ola. Las hojas de sicomoro volvieron hacia arriba sus dorsos de plata; las hojas parduscas, secas, sobre la tierra, revolotearon un poco. Y pequeñas ondas surcaron, en filas sucesivas, la verde superficie del agua.

Tan rápido como había llegado, murió el viento, y el claro quedó otra vez en calma. En los bajíos permanecía la garza, inmóvil y esperando. Otra culebrita de agua nadó por la laguna, volviendo de un lado a otro su cabeza de periscopio.

De pronto apareció Lennie entre los matorrales, tan en silencio como se mueve un oso al acecho. La garza castigó el aire con sus alas, se alzó fuera del agua y voló río abajo. La culebrita se deslizó entre los juncos de la orilla.

Lennie se acercó silenciosamente al borde de la laguna. Se arrodilló y bebió, tocando apenas el agua con los labios. Cuando un pajarito corrió a saltos por las hojas secas a su espalda, irguió de repente la cabeza y buscó el origen del sonido con ojos y oídos hasta que vio el ave, luego volvió a inclinar la cabeza y a beber.

Cuando hubo terminado, se sentó en la orilla, dando el costado a la laguna de manera que pudiera vigilar la entrada del sendero. Se abrazó las rodillas y en ellas apoyó el mentón.

Siguió trepando la luz fuera del valle y, al irse, las cimas de las montañas parecieron encenderse con un brillo creciente.

—No me olvidé, no señor —dijo suavemente Lennie—. Diablos. Esconderme en el matorral y esperar a George. —Tiró del ala del sombrero para bajarlo más sobre los ojos—. George me va a reñir. George va a decir que le gustaría estar solo, sin que yo le molestara tanto. —Volvió la cabeza y miró las encendidas cumbres de las montañas—. Puedo irme para allí y encontrar una cueva. —Y continuó tristemente—: Y no tendré nunca salsa de tomate... pero no me importa. Si George no me quiere..., me iré. Me iré.

Y entonces salió de la cabeza de Lennie una viejecilla gorda. Usaba gruesos lentes y un enorme delantal de cretona con bolsillos, y estaba almidonada y limpia. Se puso frente a Lennie, se llevó las manos a las caderas y lo miró desaprobadora, con el ceño fruncido. Y cuando habló, lo hizo con la voz de Lennie:

—Te lo dije y te lo dije. Mil veces te dije: «Obedece a George, porque es bueno y te cuida». Pero tú nunca prestas atención. Siempre haciendo disparates.

Y Lennie respondió:

—Le quise obedecer, tía Clara, señora. Quise y quise. No pude evitarlo.

—Nunca piensas en George —siguió la viejecilla con la voz de Lennie—. Y él, siempre cuidándote. Cuando él consigue un trozo de torta, te da siempre la mitad. Y si hay salsa de tomate, te la da toda.

—Ya lo sé —murmuró Lennie lastimeramente—. Intenté portarme bien, tía Clara. Lo intenté y lo intenté.

Ella lo interrumpió:

—¡Y George podría pasarlo tan bien si no fuera por ti! Cobraría su sueldo y se divertiría como un loco con las mujeres de cualquier pueblo, y se pasaría la noche jugando a los dados y al billar. Pero tiene que cuidarte a ti.

—Ya lo sé, tía Clara —gimió Lennie abrumado de pena—. Me voy a ir a las montañas y encontraré una cueva y viviré allí para no darle más trabajo a George.

—Sí, eso es lo que dices siempre —exclamó bruscamente la viejecilla—. No haces más que decir eso, y bien sabes, condenado, que jamás lo vas a hacer. Te vas a quedar junto a él y vas a seguir haciendo de su vida un infierno, siempre, siempre.

—También podría irme —susurró Lennie—. George no me dejará cuidar los conejos ahora.

Desapareció la tía Clara, y de la cabeza de Lennie surgió un conejo gigantesco. Se sentó frente a él, y agitó las orejas y encogió el hocico. Y habló también con la voz de Lennie.

—Cuidar los conejos —dijo burlonamente—. Eres tan chiflado que no sirves ni para lustrar las botas de un conejo. Los olvidarías y les dejarías pasar hambre. Eso es lo que harías. Y entonces, ¿qué pensaría George?

—Yo no me olvidaría —repuso Lennie enérgicamente.

—Diablos que no —insistió el conejo—. No vales ni siquiera el asador con que te tostarán en el infierno. Bien sabe Dios que George ha hecho lo posible para sacarte del pantano; pero no le ha servido de nada. Si crees que George va a dejarte cuidar los conejos, estás más loco que antes. No te va a dejar. Te va a moler los huesos con un palo, eso es lo que va a hacer.

Ahora respondió agresivamente Lennie:

—No, no va a hacer nada de eso. George no va a hacer eso. Conozco a George desde..., ya he olvidado desde cuándo..., y jamás me ha alzado la mano con un palo. Es bueno conmigo. No va a ser malo ahora.

—Bueno, pero está harto de ti. Te va a moler a palos, y después te va a dejar solo.

—No —gritó frenéticamente Lennie—. No va a hacer nada de eso. Yo conozco a George. Yo y él trabajamos juntos.

Pero el conejo repitió con suavidad, una y otra vez:

—Te va a dejar solo, chiflado. Te va a dejar solo. Te va a dejar, chiflado.

Lennie se tapó las orejas con las manos.

—No. Te digo que no —gritó. Y luego—: ¡Oh, George! George... ¡George!

George salió silenciosamente de los matorrales y el conejo corrió a meterse otra vez en el cerebro de Lennie.

—¿Por qué diablos gritas? —preguntó quedamente George.

Lennie se puso de rodillas.

—¿No me vas a dejar, George, verdad? Yo sé que no me vas a dejar.

George se acercó con pasos torpes y se sentó junto a él.

—No.

—Ya lo sabía. Tú no eres capaz de eso.

George guardó silencio.

—George —llamó Lennie.

—¿Sí?

—Otra vez me he portado mal.

—No importa —dijo George, y volvió a quedarse en silencio.

Sólo las cimas más altas estaban ahora al sol. La sombra era azul y suave en el valle. Desde la distancia llegó el rumor de hombres que se gritaban los unos a los otros. George volvió la cabeza y escuchó los gritos.

—George —volvió a llamar Lennie.

—¿Sí?

—¿No me vas a reñir?

—¿A reñirte?

—Claro, como has hecho siempre. Así: «Si no te tuviera conmigo cobraría mis cincuenta dólares...».

—¡Por los clavos de Cristo, Lennie! No te acuerdas de nada de lo que sucede, pero jamás te olvidas de una palabra que digo yo.

—Bueno, ¿no lo vas a decir?

George se estremeció. Luego dijo, quedo:

—Si estuviera solo podría vivir tan bien... —Su voz era monótona—. Podría conseguir un empleo y no pasar apuros. —Se detuvo aquí.

—Sigue —pidió Lennie—. Y cuando llegara fin de mes...

—Y cuando llegara fin de mes podría cobrar mis cincuenta dólares y gastármelos en... un burdel... —Se detuvo otra vez.

Lennie le miró ansiosamente.

—Sigue, George. ¿No me vas a reñir más?

—No —afirmó George.

—Bueno, yo podría irme. Podría irme ahora mismo a las montañas y buscar una cueva, si no me quisieras tener contigo.

George se estremeció otra vez.

—No. Quiero que te quedes conmigo.

Lennie dijo mañosamente:

—Háblame como antes.

—¿Qué quieres que te diga?

—Cuéntame eso de los otros hombres y de nosotros.

—Los hombres como nosotros —empezó George— no tienen familia. Ganan un poco de dinero y lo gastan. No tienen en el mundo nadie a quien le importe un bledo lo que les ocurra...

—Pero nosotros no —gritó Lennie con felicidad—. Habla de nosotros, ahora.

George permaneció callado un momento.

—Pero nosotros no —repitió.

—Porque...

—Porque yo te tengo a ti y...

—Y yo te tengo a ti. Nos tenemos el uno al otro, por eso, y hay alguien a quien le importa un bledo lo que nos pase —exclamó Lennie triunfalmente.

La escasa brisa del atardecer sopló sobre el claro y las hojas susurraron y las pequeñas olas surcaron la verde laguna. Y los gritos de los hombres resonaron nuevamente, esta vez mucho más cerca que antes.

BOOK: De ratones y hombres
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