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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

De ratones y hombres (7 page)

BOOK: De ratones y hombres
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—¿Cuánto cuesta? —preguntó George.

—Dos y medio. Se puede echar un trago por veinte centavos. Hay buenas sillas para sentarse, también. Si un tipo no quiere hacer nada, pues se sienta en una silla y toma dos o tres copas y pasa el rato hablando y a Susy no le importa nada. No es de las que andan insistiendo si uno no quiere hacer nada.

—Podría ir a echar un vistazo —dijo George.

—Claro, ven. Es condenadamente divertido; Susy no hace más que bromear. Como dijo una vez, dice: «He conocido personas que creen que tienen un establecimiento sólo porque han puesto una alfombra en el piso y una lámpara de seda sobre el fonógrafo». Siempre habla así de la casa de Clara. Y dice también: «Yo sé lo que vienen a buscar ustedes. Mis chicas son limpias, y mi whisky no tiene agua –dice—. Si alguno de ustedes quiere ver una bonita lámpara de seda, y correr el riesgo de quemarse, ya sabe dónde tiene que ir». Y dice: «He visto a algunos que andan por ahí con las piernas torcidas porque les gusta ver bonitas lámparas».

—Clara es la dueña del otro local, ¿eh?

—Sí. Nunca vamos allí. Clara cobra tres dólares por cada uno, y treinta y cinco centavos por cada copa, y no es bromista como la otra. Pero Susy tiene su casa bien limpia, y buenas sillas. Y no permite pelear allí adentro.

—Yo y Lennie estamos reuniendo dinero —dijo George—. Tal vez vaya con vosotros a tomar una copa, pero no voy a gastar dos y medio...

—Bueno, uno tiene que divertirse a veces.

La puerta se abrió y Lennie y Carlson entraron juntos. Lennie se acercó a su camastro y se sentó, tratando de no llamar la atención. Carlson metió la mano bajo su cama para sacar la bolsa. No miró hacia el viejo Candy, que seguía de cara a la pared. En la bolsa, Carlson encontró una lata de aceite y un cepillito para limpiar la pistola. Los puso en la cama y luego sacó el arma del bolsillo, le quitó el cargador y extrajo de un golpe la bala de la recámara. Después se puso a limpiar el cañón con el cepillito cilíndrico. Cuando se oyó el chasquido del eyector de los proyectiles, Candy se volvió y miró un momento la pistola, antes de volverse otra vez hacia la pared.

Carlson dijo como por casualidad:

—¿Ha estado Curley por aquí?

—No —respondió Whit—. ¿Qué pasa con él?

Carlson miró guiñando un ojo el cañón de su arma.

—Anda buscando a la señora. Le vi dar vueltas y vueltas por fuera.

—Se pasa la mitad del tiempo —comentó Whit sarcásticamente— buscando a su mujer, y el resto del tiempo es ella la que lo busca.

Curley entró precipitadamente en el cuarto.

—¿Alguno de vosotros ha visto a mi mujer? —inquirió.

—No ha estado por aquí —repuso Whit.

Curley miró amenazadoramente en torno suyo.

—¿Dónde diablos está Slim?

—Ha ido al granero —informó George—. Tenía que ponerle brea a una mula que se partió un casco.

Los hombros de Curley cayeron un poco y se echaron hacia atrás.

—¿Cuánto hace que se fue?

—Cinco, o diez minutos.

Curley salió de un salto y golpeó la puerta para cerrarla tras de sí.

Whit se puso de pie.

—Me parece que me gustaría ver eso —dijo—. Curley está volviéndose loco o no se metería con Slim. Y ese Curley es bueno para pelear, condenadamente bueno. Llegó a la final del campeonato nacional. Tiene recortes de diarios y todo. —Pensó un momento—. Pero, de todos modos, haría mejor en dejar tranquilo a Slim. Nadie sabe qué es capaz de hacer Slim.

—¿Cree que Slim está con su mujer, verdad? —preguntó George.

—Eso parece —opinó Whit—. Claro que no es cierto. Al menos, no lo creo. Pero me gustaría ver la pelea, si se produce. Vamos...

—Yo me quedo aquí —se resistió George—. No quiero mezclarme en esto. Lennie y yo queremos juntar un poco de dinero.

Carlson terminó la limpieza de su pistola, guardó todo en la bolsa y colocó ésta bajo el camastro.

—Creo que yo voy a ver qué pasa —dijo.

Candy seguía muy quieto, y Lennie, desde su camastro, vigilaba cautelosamente a George.

Cuando Whit y Carlson se hubieron marchado y la puerta quedó cerrada tras ellos, George se volvió hacia Lennie.

—¿Qué te ocurre?

—No he hecho nada, George. Slim dice que por un tiempo es mejor que no ande tanto con esos cachorros. Slim dice que no les hace ningún bien; por eso vine aquí. Me he portado bien, George.

—Eso mismo te lo habría dicho yo —afirmó George.

—Bueno, yo no les hacía daño. No hice más que tener a mi perrito sobre las rodillas, y acariciarlo.

—¿Viste a Slim en el granero?

—Claro que lo vi. Me dijo que era mejor que no acariciase más al perro.

—¿Viste a esa mujer?

—¿La mujer de Curley?

—Sí. ¿La viste entrar en el granero?

—No. De todos modos nunca la he visto.

—¿No la has visto hablar con Slim?

—No, no. Ni siquiera estuvo en el granero.

—Bueno. Me parece que esos dos no van a ver ninguna pelea. Si ves alguna pelea, no te metas.

—Yo no quiero peleas —susurró Lennie.

Se levantó de su camastro y se sentó a la mesa, frente a George. Casi automáticamente, George barajó los naipes y extendió su mano de solitario. Procedía con una lentitud deliberada, pensativamente.

Lennie tomó una carta y la miró detenidamente, luego la volvió y la miró de nuevo con expresión reconcentrada.

—Las dos mitades son iguales –dijo—. George, ¿por qué es igual de los dos lados?

—No sé. Así es como las hacen. ¿Qué hacía Slim en el granero cuando le viste?

—¿Slim?

—Claro. Me dijiste que estaba en el granero y que te dijo que no acariciaras tanto los cachorros.

—Ah, sí. Tenía una lata de brea y un pincel. No sé para qué.

—¿Estás seguro de que esa mujer no entró, igual que entró hoy aquí?

—No, no estuvo allí.

George suspiró.

—A mí, que me den un burdel en el pueblo. Allí puede ir uno y emborracharse y librarse de todo lo que le sobra en el cuerpo, y nada de líos. Y uno ya sabe cuánto le va a costar. En cambio, estas otras son como sentarse en un barril de pólvora.

Lennie escuchaba sus palabras admirado y, al final, movió un poco los labios para seguir la charla. George continuó:

—¿Te acuerdas de Andy Cushman, Lennie? ¿Aquel que iba a la escuela?

—¿El hijo de aquella señora que hacía pasteles para todos los chicos? —preguntó Lennie.

—Sí, ese mismo. No te olvidas de nada si se trata de algo relacionado con comida.

George estudió cuidadosamente su solitario. Puso un as separado de las demás cartas, y sobre él apiló un dos, un tres y un cuatro.

—Andy está en la cárcel ahora, y todo por culpa de una de estas mujeres.

Lennie tamborileó en la mesa con sus dedos.

—¿George?

—¿Eh?

—George, ¿cuánto tiempo va a pasar hasta que consigamos esos dos pedazos de tierra, para vivir como príncipes... y los conejos?

—No sé —repuso George—. Tenemos que juntar mucho dinero. Sé dónde hay un terreno que podríamos conseguir, pero no lo regalan.

El viejo Candy se volvió lentamente en su cama. Tenía muy abiertos los ojos. Escrutó cuidadosamente a George.

—Cuéntame cómo va a ser, George —pidió Lennie.

—Ya te expliqué anoche cómo va a ser.

—Vamos... otra vez, George.

—Bueno, son unos diez acres —dijo George—. Hay un molino de viento. Hay una pequeña cabaña y un gallinero. Tiene cocina, huerta, cerezas, manzanas, melocotones, albaricoques y unas pocas fresas. Hay un espacio para cultivar alfalfa, y bastante agua para el riego. Hay una pocilga para los cerdos...

—Y conejos, George.

—No, ahora no hay sitio para los conejos, pero no me costaría mucho construir algunas conejeras y tú podrías alimentar los conejos con alfalfa.

—Claro que sí —se animó Lennie—. Te apuesto lo que quieras a que puedo.

Las manos de George dejaron de trabajar con las cartas. Su voz se iba haciendo cada vez más cálida.

—Y podríamos tener unos cuantos cerdos. Yo podría hacer un ahumadero como tenía mi abuelo y, cuando matáramos un cerdo, podríamos ahumar la panceta y los jamones, y hacer embutido y todo lo demás. Y cuando los salmones remontaran el río podríamos pescar más de cien y salarlos y ahumarlos. Podemos guardarlos para el desayuno. No hay nada más sabroso que el salmón ahumado. Cuando la fruta madurase, podríamos ponerla en latas..., y tomates, que son fáciles de conservar. Todos los domingos mataríamos un pollo o un conejo. Tal vez tengamos una vaca o una cabra, y la crema de la leche es tan, pero tan espesa, que para cortarla habrá que usar cuchillo.

Lennie lo miraba con ojos muy abiertos, y también el viejo Candy lo miraba. Lennie preguntó suavemente.

—¿Podríamos vivir como príncipes?

—Claro —afirmó George—. Tendríamos toda clase de verduras, y si quisiéramos un poco de whisky podríamos vender unos huevos, o cualquier cosa, o un poco de leche. Viviríamos allí. Ésa sería nuestra casa. Nada de andar de un lado para otro y comer lo que nos da un cocinero japonés. No señor, tendríamos nuestra propia casa, y no dormiríamos en un barracón.

—Háblame de la casa, George —rogó Lennie.

—Claro, vamos a tener una casita, con una habitación para nosotros. Una buena estufa de hierro y en invierno mantendremos el fuego siempre encendido. No es demasiada tierra, de modo que no tendremos que trabajar mucho. Quizás seis o siete horas por día. Pero se acabó lo de cargar sacos de cebada durante once horas cada día. Y cuando llegue la cosecha, allí estaremos nosotros para recogerla. Así sabremos qué resulta de lo que sembramos.

—Y los conejos —adelantó Lennie ansiosamente—. Yo los cuidaré. Cuéntame cómo voy a hacerlo, George.

—Claro, vas a ir al campo de alfalfa con un saco. Vas a llenar el saco y a poner la alfalfa en las conejeras.

—Van a comer y comer, con esos dientes que tienen —dijo Lennie—. Yo les he visto hacerlo.

—Cada seis semanas, más o menos —prosiguió George—, las conejas van a parir, y tendremos conejos de sobra para comer y vender. Y tendremos unas palomas para que hagan nido y vuelen cerca del molino, como lo hacían cuando era pequeño. —Miró absorto la pared, por encima de la cabeza de Lennie—. Y todo sería nuestro, y nadie podría echarnos. Y si no nos gusta un tipo, podremos decirle «Váyase de aquí», y tendrá que irse, qué diablos. Y si llega un amigo, tendremos un cama de más y le diremos: «¿Por qué no pasas la noche aquí?». Y se quedará con nosotros, qué diablos. Tendremos un perro de caza y un par de gatos, pero tienes que cuidar que esos gatos no maten a los conejitos.

Lennie respiró con fuerza.

—Déjalos que se acerquen a los conejos y les romperé el pescuezo. Les... los aplastaré con un palo.

Se calmó luego, pero continuó gruñendo para sus adentros y amenazando a los futuros gatos que se atrevieran a molestar a los futuros conejos.

George quedó absorto, extasiado ante su propio cuadro.

Cuando Candy habló, los dos se sobresaltaron como si hubiesen sido sorprendidos en un acto reprobable. Candy preguntó:

—¿Sabes dónde hay un lugar así?

George se puso inmediatamente en guardia:

—Supón que sí lo sé. ¿Tú qué tienes que ver con esto?

—No necesitas decirme dónde está. Puede estar en cualquier parte.

—Claro —admitió George—. Es cierto. Por más que yo te indique, no lo podrías encontrar ni en cien años.

Candy prosiguió, excitado:

—¿Cuánto piden por un lugar así?

George lo miró con recelo.

—Bueno, yo... podría conseguirlo por seiscientos dólares. Los dos viejos que son los dueños no tienen un centavo, y la vieja tiene que operarse. Oye..., ¿qué te importa a ti esto? Tú no tienes nada que ver con nosotros.

—Yo no valgo mucho con una mano de menos —dijo Candy—. Perdí la mano aquí mismo, en este rancho. Por eso me dan este trabajo de barrer. Y me dieron doscientos cincuenta dólares por haber perdido la mano. Y tengo otros cincuenta ahorrados en el banco. Son trescientos, y tengo que cobrar otros cincuenta a fin de mes. Escúchame... —Se inclinó ansiosamente hacia George—. Supón que yo fuera con vosotros. Aportaría trescientos cincuenta dólares. No sirvo de mucho, pero podría cocinar y cuidar las gallinas y encargarme de la huerta. ¿Qué te parece?

George entrecerró los ojos.

—Tengo que pensarlo. Siempre quisimos hacerlo los dos solos.

—Haré un testamento —aseguró Candy— y dejaré mi parte a los dos en caso de que muera porque no tengo parientes ni nada. ¿Tenéis algo de dinero? Quizás podríamos comprar la finca ahora mismo.

George escupió en el suelo para mostrar su disgusto.

—Tenemos diez dólares entre los dos. —Pero luego pensativamente, agregó—: Escucha. Si yo y Lennie trabajamos un mes y no gastamos nada, tendremos cien dólares. Serían cuatrocientos cincuenta dólares entre todos. Creo que con eso podríamos pagar la mayor parte. Entonces tú y Lennie podríais ir y empezar a trabajar, y yo conseguiría un empleo para poder pagar el resto, y vosotros podrías vender huevos y cosas así.

Todos quedaron en silencio. Se miraron uno a otro atónitos. Se estaba convirtiendo en realidad aquello en lo que nunca habían creído realmente. George dijo con reverencia:

—¡Cielo santo! Creo que podríamos comprar el campo.

Tenía los ojos como fascinados.

—Creo que podemos comprarlo —repitió suavemente.

Candy se sentó en el borde de su camastro. Se rascó nerviosamente el muñón del brazo.

—Hace ya cuatro años que perdí la mano —dijo—. Muy pronto me van a echar. En cuanto vean que no sirvo para barrer, me dejarán sin trabajo. Tal vez si os doy mi dinero me dejaréis trabajar en la huerta, incluso después de que no pueda moverme de viejo. Y lavaré los platos y atenderé a las gallinas, y haré trabajillos por el estilo. Pero estaré en nuestra propia casa, y podré trabajar nuestra propia tierra. —Y agregó lastimosamente—: ¿Habéis visto lo que han hecho con mi perro? Dicen que no servía para nada. Cuando me echen, desearía que alguien me pegara un tiro. Pero no lo van a hacer. No tendré adonde ir, ni podré conseguir trabajo... Habré cobrado otros treinta dólares para cuando os vayáis.

George se puso de pie.

—Lo haremos –afirmó—. Arreglaremos todo e iremos a vivir allí.

Volvió a sentarse. Todos quedaron quietos, todos subyugados por la belleza del plan, ocupada cada mente en imaginar ese futuro en que su sueño se haría realidad.

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