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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

De ratones y hombres (9 page)

BOOK: De ratones y hombres
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—Loco, completamente loco —repitió Crooks—. Hace bien el hombre que viaja con usted en tenerlo lejos.

Lennie repuso suavemente:

—No estoy mintiéndole. Eso es lo que vamos a hacer. Vamos a comprar una casa y un terreno y viviremos como príncipes.

Crooks se arrellanó más cómodamente en su lecho.

—Siéntese —volvió a invitar—. Siéntese ahí, en el cajón de los clavos.

Lennie se sentó encogido en el cajoncito.

—Usted cree que es mentira —dijo—. Pero no es mentira. Todo lo que digo es verdad, puede preguntárselo a George.

Crooks apoyó el oscuro mentón en la rosada palma.

—¿Usted viaja siempre con George, verdad?

—Claro. Yo y él vamos juntos a todas partes.

—A veces —prosiguió Crooks— él habla y usted no sabe de qué demonios está hablando. ¿No es cierto? —Se inclinó hacia adelante, horadando a Lennie con sus ojos profundos—. ¿No es así?

—Sí..., a veces.

—¿Habla y habla y usted no sabe de qué diablos habla?

—Sí..., a veces. Pero... no siempre.

Crooks se inclinó aún más hacia adelante sobre el borde del camastro.

—Yo no soy un negro del Sur —continuó—. Nací aquí mismo, en California. Mi padre tenía un criadero de gallinas, unas cinco hectáreas. Los niños, los blancos, iban a jugar allí conmigo, y a veces yo iba a jugar a casa de ellos; algunos eran muy buenos. A mi padre no le gustaba. Hasta mucho tiempo después no supe por qué no le gustaba. Pero ahora lo sé. —Vaciló, y cuando volvió a hablar su voz era más suave—: No había otra familia de color en muchas leguas a la redonda. Y ahora sólo hay un hombre de color en este rancho y una familia en Soledad. —Soltó una carcajada—. Si yo digo algo, no importa nada, porque no es más que un negro quien habla.

—¿Cuánto tiempo le parece —preguntó Lennie— que tardarán esos cachorros en ser bastante grandes para acariciarlos bien?

Otra vez rió Crooks de nuevo.

—Uno puede hablar con usted y estar seguro de que no repetirá nada. Dentro de un par de semanas esos cachorros ya serán grandes. George sabe lo que se hace. Habla, y usted no comprende nada. —Se inclinó hacia adelante en su excitación—. Yo no soy más que un negro, y un negro con la espalda rota. Lo que yo digo no importa, ¿entiende? De todos modos, no va a poder acordarse. Muchas veces lo he visto: un hombre habla con otro, y no le importa si éste no lo oye o no lo comprende. La cuestión es hablar o, incluso, quedarse callado, sin hablar. Eso no importa, no importa nada. —Su excitación había crecido hasta tal punto que ahora se golpeaba la rodilla con la mano—. George puede decir cualquier disparate, es lo mismo. El caso es poder hablar. La cuestión es estar con otro hombre. Eso es todo.

Hizo una pausa. Después su voz se tornó suave y persuasiva.

—Suponga que George no vuelve. Suponga que se ha ido y no vuelve. ¿Qué haría usted?

La atención de Lennie se centró poco a poco en lo que había oído.

—¿Qué? —preguntó.

—Dije que se imagine que George fue esta noche al pueblo; y usted no vuelve a saber nada de él. —Crooks lo apremió saboreando esta especie de victoria privada—. Imagíneselo —repitió.

—No, no va a hacer eso —gritó Lennie—. George no haría una cosa así. Hace mucho tiempo que conozco a George. Esta noche va a volver... —Pero la duda era demasiado para él—, ¿No le parece que volverá?

El rostro de Crooks se iluminó con el placer que le producía su tortura.

—Nadie puede decir qué va a hacer otro hombre —observó con calma—. Digamos que quiere volver y no puede. Imagínese que lo matan o lo hieren, y no puede volver.

Lennie hizo un esfuerzo por comprender.

—George no va a hacer eso —repitió—. George es muy cuidadoso. No lo van a herir. Nunca se ha herido porque es muy cuidadoso.

—Bueno, pero imagine, imagine, nada más, que no vuelve. ¿Qué haría usted, entonces?

La cara de Lennie se arrugó por efecto de la aprensión.

—No sé. Oiga, ¿qué quiere? —gritó—. No es cierto. George no está herido.

Los ojos de Crooks perforaron los suyos.

—¿Quiere que le diga lo que pasará? Lo llevarán al manicomio, lo atarán del pescuezo, como a un perro.

De pronto los ojos de Lennie quedaron fijos, y quietos, y furiosos. Se incorporó y caminó con actitud amenazadora hacia Crooks.

—¿Quién hirió a George? —preguntó.

Crooks intuyó el peligro que se acercaba. Se encogió en su camastro, para no quedar enfrentado a Lennie.

—No hacía más que suponer cosas —se excusó—. George no está herido. Está bien. Volverá pronto.

Lennie estaba de pie, enorme, junto a él.

—¿Para qué habla, entonces? No voy a permitir que nadie diga que George está herido.

Crooks se quitó los lentes y se frotó los ojos con los dedos.

—Siéntese –dijo—. George no está herido.

Lennie volvió refunfuñado a su asiento en el cajón de clavos.

—Nadie va a decir que George está herido —masculló.

—Tal vez —continuó suavemente Crooks—, tal vez comprenda ahora. Usted tiene a George. Sabe que va a volver. Pero suponga que no tuviera a nadie. Suponga que no pudiera ir al cuarto de los peones a jugar a las cartas por ser negro. ¿Le gustaría? Suponga que tuviera que sentarse aquí y leer, y leer. Claro que podría jugar a las herraduras hasta el anochecer, pero después tendría que leer. Los libros no sirven. Un hombre necesita a alguien, alguien que esté cerca. Uno se vuelve loco si no tiene a nadie. No importa quién es el otro, con tal de que esté con uno. Le digo —gritó—, le digo que uno se ve tan solo que se pone enfermo.

—George va a volver —se tranquilizó Lennie con voz asustada—. Tal vez haya vuelto ya. Tal vez debería ir a ver.

—No quise asustarle —afirmó Crooks—. George va a volver. Yo hablaba por mí, solamente. Uno se sienta aquí, solo, toda la noche, leyendo unos libros, o pensando, o haciendo cualquier otra cosa. A veces se pone uno a pensar, y no tiene a nadie que le diga sí o no. Quizás, si ve algo, no sabe si está bien o mal. No puede preguntar a nadie si también ha visto lo mismo. No puede hablar. No tiene con qué comparar. Yo he visto muchas cosas aquí. Y no estaba borracho. No sé si estaba dormido. Si hubiera habido un hombre conmigo, podría decirme si estaba dormido, y todo estaría bien. Pero no lo sé.

Crooks miraba a través del cuarto, ahora, hacia la ventana.

—George no se va a ir —exclamó Lennie lastimeramente—. No me va a dejar. Yo sé que George no va a hacer eso.

El peón del establo continuó con expresión soñadora:

—Recuerdo cuando era chico, en la casa de mi padre. Tenía dos hermanos. Estaban siempre conmigo, siempre. Dormíamos en la misma habitación, en la misma cama, los tres. Teníamos un terreno con fresas. Teníamos un campo de alfalfa. En las mañanas soleadas solíamos soltar las gallinas en la alfalfa. Mis hermanos se sentaban en la alambrada para mirarlas: eran gallinas blancas.

Gradualmente la atención de Lennie volvió hacia lo que estaba oyendo.

—George dice que vamos a tener alfalfa para los conejos.

—¿Qué conejos?

—Vamos a tener conejos, y un campo plantado de fresas.

—Está loco.

—Pero es cierto. Pregúnteselo a George.

—Está loco —volvió a decir desdeñosamente Crooks—. He visto más de cien hombres venir por los caminos a trabajar en los ranchos, con sus hatillos de ropa al hombro, y esa misma idea en la cabeza. Cientos de ellos. Llegan y trabajan y se van; y cada uno de ellos tiene un terrenito en la cabeza. Y ni uno solo de esos condenados lo ha logrado jamás. Es como el cielo. Todos quieren su terrenito. He leído muchos libros aquí. Nadie llega al cielo, y nadie consigue su tierra. La tienen en la cabeza, nada más. No hacen más que hablar de eso, siempre, siempre, pero sólo lo tienen en la cabeza.

Hizo una pausa y miró hacia la puerta abierta, porque los caballos se movían inquietos y repicaban las cadenas de los ronzales. Un caballo relinchó.

—Creo que alguien anda por ahí —observó Crooks—. Quizá sea Slim. A veces Slim viene dos o tres veces por la noche. Slim es un verdadero mulero; cuida bien a sus animales.

Se puso en pie dolorosamente y avanzó hasta la puerta.

—¿Es usted, Slim? —llamó.

Le respondió la voz de Candy.

—Slim fue al pueblo. Oye, ¿has visto a Lennie?

—¿Ese grandullón?

—Sí. ¿No lo has visto por aquí?

—Está dentro —indicó brevemente Crooks. Volvió a su camastro y se tendió.

Candy apareció en el umbral rascándose el pelado muñón y mirando a ciegas el cuarto iluminado. No intentó entrar.

—Óyeme, Lennie. He estado haciendo cuentas con esos conejos.

Crooks interrumpió irritado:

—Puede entrar, si quiere.

Candy parecía incómodo.

—No sé. Claro, que si tú quieres...

—Vamos, entre. Si todo el mundo se mete aquí también puede entrar usted. —Le era difícil ocultar su placer con muestras de ira.

Candy entró, pero seguía sintiéndose incómodo.

—Es un bonito cuartito éste —ponderó—. Debe de ser agradable tener un cuarto para uno solo, como éste.

—Naturalmente —afirmó Crooks con ironía—. Y un montón de estiércol bajo la ventana. Claro, es muy agradable.

Lennie intervino:

—¿Qué decías de los conejos?

Candy se apoyó contra la pared, junto al collarín roto, y siguió rascándose el muñón.

—Hace muchos años que estoy aquí. Y Crooks también está aquí hace mucho. Ésta es la primera vez que entro en su cuarto.

—No son muchos los hombres —dijo sombríamente Crooks— que entran en el cuarto de un hombre de color. Aquí no ha entrado nadie más que Slim. Slim y el patrón.

Candy cambió rápidamente de tema.

—Slim es el mejor mulero que he conocido.

Lennie se inclinó hacia el viejo barrendero.

—Esos conejos... —insistió.

—Ya lo tengo calculado —sonrió Candy—. Podemos ganar algo de dinero con esos conejos si sabemos hacer las cosas.

—Pero yo tengo que cuidarlos —interrumpió Lennie—. George dice que yo los voy a cuidar. Me lo prometió.

Crooks los interrumpió brutalmente.

—Ustedes no hacen más que engañarse. No hacen más que hablar y hablar, pero no van a tener nunca esa tierra. Usted va a seguir barriendo aquí hasta que lo saquen en un cajón con los pies por delante. Diablos, he visto ya a muchos como ustedes. Lennie, éste, se irá del rancho y volverá al camino dentro de dos, tres semanas. Parece como si todos tuvieran un terreno en la cabeza.

Candy se frotó iracundo la mejilla.

—Bien sabe Dios qué es cierto. George dice que lo podemos hacer. Ya tenemos el dinero; lo tenemos ahora.

—¿Sí? —dijo Crooks—. Y ¿dónde está George? En el pueblo, con mujeres. Allí es donde va a dar ese dinero. Jesús, muchas veces he visto lo mismo. He visto demasiados hombres con sus tierras en la cabeza. Pero nunca llegan a poner las manos en la tierra.

—Claro que todos quieren lo mismo —exclamó Candy—. Todos quieren un terrenito, no mucho. Sólo algo que sea de uno. Un lugar en donde uno pueda vivir sin que lo echen. Yo nunca he tenido un campo. He sembrado para casi todos los dueños de tierra en este estado, pero no eran mías esas siembras y, cuando las cosechas estaban listas, yo mismo las recogía, tampoco eran mías. Pero ahora es distinto, y tienes que creernos. George no se ha llevado el dinero. El dinero está en el banco. Yo y Lennie y George. Vamos a tener un cuarto para dormir. Vamos a tener un perro, y conejos, y gallinas. Vamos a plantar maíz, y tal vez tengamos una vaca o una cabra.

Se detuvo, abrumado por su pintura.

—¿Dice que ya tienen el dinero?

—Claro que sí. Casi todo. No nos falta más que un poco. Dentro de un mes lo tendremos todo. Y George ya ha elegido el terreno, también.

Crooks dobló un brazo y se exploró la espalda con la mano.

—Nunca he visto a un tipo que lo consiguiera —aseguró—. He visto hombres que estaban casi locos de tanto desear tierra propia, pero cada vez las mujeres o los naipes se llevaban el dinero. —Vaciló un poco—. Si... si ustedes quisieran alguien que trabajara sin sueldo, sólo por casa y comida, yo podría ir a echarles una mano. No soy tan lisiado como para no poder trabajar como cualquier hijo de vecino si me da la gana.

—¿Alguno de vosotros ha visto a Curley?

Los tres giraron la cabeza hacia la puerta. Allí estaba la mujer de Curley. Tenía la cara muy arreglada. Los labios, levemente abiertos. Respiraba hondamente, como si hubiese venido corriendo.

—Curley no ha estado por aquí —contestó ásperamente Candy.

La mujer permaneció quieta en la puerta, sonriendo un poco, frotándose las uñas de una mano con el pulgar y el índice de la otra. Y sus ojos recorrieron todas las caras de una en una.

—Dejaron solamente a los que no sirven —dijo por fin—. ¿Creéis que no sé adónde han ido? Hasta Curley. Sé muy bien adónde han ido.

Lennie la miraba fascinado; pero Candy y Crooks tenían fruncido el ceño y gachas las cabezas, evitando la mirada femenina.

—Entonces, si ya lo sabe —repuso Candy—, ¿por qué viene a preguntarnos dónde está Curley?

Ella lo miró como divertida.

—Es raro —dijo—. Si encuentro a un hombre, cualquiera, y está solo, me llevo muy bien con él. Pero en cuanto dos de vosotros estáis juntos, ya no queréis ni hablar. Os enfadáis y se acabó.

Dejó caer los brazos y apoyó las manos en las caderas.

—Todos os tenéis miedo, eso es lo que pasa. Todos tenéis miedo de que los demás os hagan algo.

Al cabo de una pausa intervino Crooks:

—Tal vez debería irse a su casa en seguida. No queremos líos.

—Bueno, yo no hago nada. ¿Acaso creéis que no me gusta hablar con alguien de vez en cuando? ¿Creéis que me gusta estar siempre metida en esa casa?

Candy apoyó el muñón de su muñeca en una rodilla y lo frotó suavemente con la mano. Contestó, luego, en tono acusador:

—Usted tiene marido. No tiene por qué meterse con los demás, siempre causando complicaciones.

La mujer se encolerizó.

—Claro que tengo marido. Todos lo habéis visto. Un hombre formidable, ¿verdad? Se pasa todo el tiempo diciendo lo que va a hacer con los tipos que no le gustan; y nadie le gusta. ¿Creéis que me voy a quedar metida en esa casita y escuchar qué va a hacer Curley? Dos fintas con la izquierda, y después la derecha, esa derecha de antes, bien fuerte. «Uno—dos —dice—. El uno—dos famoso, y al suelo el tipo.»

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