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Authors: Charlaine Harris

Definitivamente Muerta (32 page)

BOOK: Definitivamente Muerta
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Nunca me había mudado, salvo que contáramos como tal llevar un par de bolsas de ropa y toallas al dúplex amueblado de Sam tras el incendio de mi cocina, así que no sabía muy bien cómo proceder. Tuve una visión embriagante de filas de cajas perfectas con puntos de colores a cada lado, para que no hubiera errores desde ningún ángulo, pero enseguida volví a la realidad. No pensaba llevarme tantas cosas a Bon Temps. Era difícil hacer un pronóstico, ya que me encontraba en terreno desconocido, pero estaba segura de que no quería tantos muebles.

—No creo que necesite los puntos, pero gracias de todos modos —contesté—. Empezaré a trabajar con estas cajas y le llamaré si necesito más, ¿de acuerdo?

—Las montaré para usted —dijo. Tenía el pelo muy corto y las pestañas más pronunciadas que nunca había visto en una persona. Las vacas presentaban algunas veces pestañas igual de bonitas. Lucía un polo y unos impolutos pantalones con cinturón, junto con unas zapatillas deportivas altas.

—Lo siento, pero no me he quedado con tu nombre —dije, mientras sacaba un rollo de cinta adhesiva de una abultada bolsa de compra. Se puso a trabajar.

—Oh, disculpe —dijo, y fue la primera vez que sonó natural—. Me llamo Everett O'Dell Smith.

—Encantada de conocerte —dije, e hizo un parón en su tarea para estrecharme la mano—. ¿Cómo has llegado a esto?

—Oh, estoy en la Escuela de Negocios Tulane, y uno de mis profesores recibió una llamada del señor Cataliades, que viene a ser el abogado más famoso en asuntos de vampiros. Mi profesor está especializado en la misma rama. El señor Cataliades le dijo que necesitaba a alguien; bueno, él puede salir de día, pero pedía un recadero. —Ya llevaba tres cajas montadas.

—¿Y qué recibes a cambio?

—A cambio, consigo poder estar presente en un tribunal con él, en los próximos cinco casos, y de paso ganar un dinero que necesito como agua de mayo.

—¿Crees que tendrás tiempo esta tarde de llevarme al banco de mi prima?

—Claro que sí.

—No estarás perdiendo horas de clase, ¿verdad?

—Oh, no, tengo un par de horas libres antes de la siguiente clase.

Ya había ido a clase y había acumulado todos esos objetos antes siquiera de que yo me levantase. Bueno, en realidad, él no se había pasado la noche despierto, viendo deambular a mi prima muerta por aquí.

—Puedes llevar estas bolsas de basura con ropa a la agencia benéfica más cercana, o a la tienda del Ejército de Salvación. —Aquello despejaría la galería y me haría sentir útil. Había repasado la ropa cuidadosamente para asegurarme de que Hadley no había escondido nada, y me pregunté qué haría con ella el Ejército de Salvación. A Hadley le gustaba el estilo ceñido y escaso, por decirlo de una forma agradable.

—Sí, señorita —dijo, sacándose una libreta y escribiendo algo en ella. Después, aguardó cortésmente—. ¿Alguna cosa más? —solicitó.

—Sí, no hay comida en la casa. Cuando vuelvas esta tarde, ¿podrías traer algo de comer? —Podía beber agua del grifo, pero no podía inventarme la comida.

En ese momento, una llamada desde el patio hizo que mirara por la barandilla. Quinn estaba abajo, con una bolsa llena de algo grasiento. Se me hizo la boca agua.

—Parece que el apartado de la comida está cubierto —le dije a Everett, invitando a Quinn a subir con un gesto.

—¿Qué puedo hacer para ayudar? —preguntó Quinn—. Pensé que tu prima no tendría café ni comida, así que he comprado unos buñuelos y un café tan fuerte que te hará crecer pelo en el pecho.

No era la primera vez que oía eso, pero seguía haciéndome reír.

—Oh, es justo lo que quiero —dije—. Vamos. La verdad es que sí había café, pero no he tenido oportunidad de hacerlo porque este Everett es muy diligente.

Everett sonrió cuando iba ya por la décima caja.

—Sabe que no es verdad, pero uno se alegra de escucharlo —dijo.

Hice las presentaciones, y cuando Quinn me pasó mi bolsa, echó una mano a Everett montando cajas. Me senté a la mesa de cristal del comedor y me comí hasta la última miga de buñuelo, y me bebí hasta la última gota de café. Me puse perdida de azúcar en polvo, pero no me importó lo más mínimo. Quinn se pasó a ver cómo andaba y no pudo reprimir una sonrisa.

—Llevas el desayuno puesto, cielo —dijo.

Me miré la camiseta.

—Pero no veo que me haya crecido el pelo —dije.

—¿Puedo comprobarlo? —preguntó.

Me reí y fui al baño para cepillarme los dientes y el pelo, cosas que consideraba esenciales. Comprobé la ropa de Hadley que había usado. Las mallas de deporte de
spandex
me llegaban a la mitad del muslo. Probablemente Hadley nunca se las pusiera, porque le hubieran quedado demasiado grandes para su gusto. Yo las notaba muy ajustadas, pero no como le gustaban a Hadley, de esas que se pudiera notar... Bueno, da igual. La camiseta rosa dejaba ver los tirantes de mi sujetador rosa claro, por no hablar de los centímetros de escote que dejaba al descubierto, aunque gracias a los rayos
Tan-a-lot
de Peck (que estaba en el
Bunch-o-Flicks
de Peck, un videoclub de Bon Temps) tenía el escote bien moreno. Hadley se habría puesto una pieza de joyería en el ombligo. Me miré en el espejo, tratando de imaginarme con un
piercing
dorado o algo así. Bah. Me puse unas sandalias decoradas con cuentas de cristal y me sentí bastante glamurosa durante unos treinta segundos.

Empecé a hablar con Quinn sobre los planes que tenía para ese día. Antes que hacerlo a gritos, preferí salir del dormitorio al pasillo, con el cepillo y mi goma del pelo. Me incliné hacia delante, bajando la cabeza, me alisé el pelo un rato en esa posición, y me lo recogí en una coleta alta. Sabía que estaba perfectamente centrada, después de tantos años de práctica. La coleta cayó de forma natural entre mis omóplatos. A continuación pasé la goma del pelo y la sujeté, de modo que me quedara entre los hombros. Quinn y Everett habían dejado su tarea para observarme. Cuando les devolví la mirada, ambos hombres reanudaron a toda prisa lo que estaban haciendo.

Vale, no me había dado cuenta de que estaba haciendo algo tan interesante, pero ése parecía ser el caso. Me metí en el cuarto de baño principal para ponerme algo de maquillaje. Tras una segunda mirada en el espejo, pensé que, con esa ropa, cualquier cosa que me hiciera sería interesante, al menos para un chico completamente funcional.

Cuando salí, Everett se había ido, y Quinn me pasó un trozo de papel con el número de Everett apuntado.

—Dice que le llames cuando necesites más cajas —dijo Quinn—. Se ha llevado toda la ropa empaquetada. Por lo que se ve, no me necesitas para nada.

—No compares —dije, sonriendo—. Everett no me ha traído bollos y cafeína esta mañana, pero tú sí.

—Bueno, ¿cuál es el plan, y cómo puedo ayudar?

—Vale, el plan es... —La verdad es que no tenía un plan específico—. Sacar las cosas y clasificarlas. —Y Quinn no podía hacerlo por mí—. ¿Qué te parece esto? —pregunté—. Saca todo lo que haya en los armarios de la cocina y déjalo donde pueda verlo para decidir qué tiro y con qué me quedo. Puedes guardar en cajas lo que quiera conservar y dejar en la galería lo que no. Espero que no llueva. —La mañana soleada se nublaba rápidamente—. Mientras trabajamos, te iré contando lo que pasó anoche.

A pesar de la amenaza de mal tiempo, trabajamos toda la mañana, pedimos una pizza para comer y seguimos trabajando por la tarde. Las cosas que no quería acabaron en bolsas de basura, y Quinn desarrolló sus ya portentosos músculos llevándolas al patio y depositándolas en el pequeño cobertizo donde estaban guardadas las sillas plegables, que aún estaban abiertas sobre el césped. Trataba de admirar sus músculos sólo cuando no miraba, y creo que tuve éxito. Quinn estaba muy interesado en saber cómo fue la reconstrucción ectoplásmica, y hablamos sobre lo que todo aquello podía significar sin llegar a ninguna conclusión definitiva. Jake no tenía enemigos entre los vampiros, que Quinn supiera, y éste pensó que mataron a Jake por el bochorno que causaría a Hadley, más que por algo que hubiera hecho él.

Nada supe de Amelia, y me pregunté si se habría ido a casa con Bob el mormón. O quizá él se había quedado en la de ella, y se lo estaban pasando en grande en su apartamento. A lo mejor, debajo de la camisa blanca y esos pantalones negros se ocultaba un hombre de lo más fogoso. Miré hacia el patio. Sí, la bicicleta de Bob seguía apoyada contra la pared de ladrillos. Visto que el cielo no hacía sino encapotarse, metí la bici también en el cobertizo.

Pasar todo el día con Quinn avivó cada vez más mi llama. Llevaba una camiseta de tirantes y unos vaqueros, y me sorprendí preguntándome el aspecto que tendría sin esas prendas. Y no creo que fuese la única persona haciéndose conjeturas sobre el aspecto de la gente desnuda. De vez en cuando captaba algún pensamiento suyo, mientras bajaba una bolsa por las escaleras o empaquetaba cazos y sartenes en una caja, y dichos pensamientos nada tenían que ver con abrir el correo o hacer la colada.

Aún me quedó suficiente serenidad como para encender una lámpara cuando escuché el primer trueno en la distancia. El Big Easy estaba a punto de recibir un chaparrón.

Luego volví a flirtear con Quinn sin pronunciar palabra alguna (asegurándome de que tuviera una buena perspectiva cuando me estirara para coger un vaso de los armarios, o cuando me doblaba para envolver dicho vaso). Puede que una cuarta parte de mí se sintiera algo avergonzada, pero el resto se estaba divirtiendo. La diversión no había formado gran parte de mi vida últimamente, bueno, casi nunca, y me dediqué a disfrutar de mis pinitos en mi lado más salvaje.

Sentí que el cerebro de Amelia se activaba en el piso de abajo, después de una buena movida. Conocía la sensación por trabajar en un bar: Amelia tenía resaca. Sonreí mientras la bruja pensaba en Bob, que aún estaba dormido a su lado. Aparte de un básico «¿Cómo he podido?», el pensamiento más coherente de Amelia era que necesitaba un café. Lo necesitaba urgentemente. Ni siquiera era capaz de encender una luz del apartamento, que se oscurecía progresivamente a medida que avanzaba la tormenta. Una luz le molestaría demasiado a los ojos.

Me volví con una sonrisa en los labios, dispuesta a contarle a Quinn que puede que pronto supiéramos algo de Amelia, para descubrir que estaba justo detrás de mí, mirándome con una expresión inconfundible. Estaba listo para algo completamente diferente.

—Dime que no quieres besarme, y me apartaré —dijo, y me besó.

No dije una palabra.

Cuando la diferencia de alturas se hizo notar, Quinn se limitó a levantarme en brazos y colocarme sobre el borde de la encimera. Sonó un trueno en la lejanía mientras separaba las rodillas para permitirle que se acercara a mí todo lo posible. Lo rodeé con las piernas. Me quitó la goma del pelo, proceso que no fue muy limpio y carente de cierto dolor, y deslizó sus dedos por los enredos. Me tiró del pelo con una mano e inhaló profundamente, como si extrajera el perfume de una flor.

—¿Te parece bien? —ronroneó, mientras sus dedos descubrían el final de mi camiseta y se metían por dentro. Examinó mi sujetador con el tacto y dio con una forma de desabrocharlo en tiempo récord.

—¿Bien? —dije, aturdida. No sabía si quería decir «Bien, demonios, ¡date prisa!» o «¿Qué parte de bien quieres que te cuente primero?», pero Quinn se lo tomó como una luz verde. Su mano apartó el sujetador y con los pulgares empezó a frotarme los pezones, que ya estaban duros. Estaba a punto de estallar, y sólo la certeza de los momentos mejores que estaban por venir impidió que perdiera el control allí mismo. Me retorcí, ganando unos centímetros sobre la encimera de la cocina, de modo que el bulto que asomaba por los vaqueros de Quinn se apretara más aún contra mí. Resultaba maravilloso lo bien que encajábamos. Se apretó, se alejó y se volvió a apretar, golpeándome con el promontorio que formaba su pene bajo los pantalones en el sitio adecuado, tan accesible a través de la delgada y elástica capa de
spandex
. Una vez más, y grité, agarrándome a él durante el ciego instante del orgasmo, durante el cual podría jurar que fui catapultada hacia otro universo. Mi respiración tenía más de jadeo, y me enrollé a su alrededor, como si fuese mi héroe. En ese instante, ciertamente lo era.

Su respiración aún estaba entrecortada, y seguía moviéndose contra mí en busca de su propio desahogo, ya que yo había tenido el mío de forma tan altisonante. Le lamí el cuello mientras mi mano bajó entre los dos, y lo masturbé sobre sus pantalones. De repente, lanzó un grito, tan entrecortado como había sido el mío, y sus brazos se estrecharon a mi alrededor convulsivamente.

—Oh, Dios —dijo—. Oh, Dios.

Con los ojos cerrados merced al alivio, me besó en el cuello, la mejilla y los labios, una y otra vez.

Cuando nuestras respiraciones se tranquilizaron un poco, confesó:

—Cielo, no me corría tan bien desde los diecisiete años, en el asiento trasero del coche de mi padre con Ellie Hopper.

—Eso es bueno —murmuré.

—Y tanto —dijo.

Permanecimos enganchados durante un rato, y me di cuenta de que la lluvia golpeaba las ventanas y las puertas mientras los truenos estallaban. Mi mente estaba pensando en cerrar y echarnos una pequeña siesta, apenas consciente de que la mente de Quinn también llevaba esa deriva mientras volvía a abrocharme el sujetador. Abajo, Amelia se estaba haciendo un café en su oscura cocina y Bob el brujo se despertaba al maravilloso aroma, preguntándose dónde habría dejado los pantalones. Y, en el patio, unos enemigos se deslizaban silenciosamente por la escalera.

—¡Quinn! —exclamé, justo en el momento en que su agudo oído captaba el sonido de unos pasos. Quinn activó su modo de combate. Dado que no estaba en casa para consultar los símbolos del calendario, se me había olvidado que casi era luna llena. A Quinn le habían crecido garras en las manos, unas garras de diez centímetros en vez de dedos. Sus ojos adoptaron una forma almendrada y se volvieron dorados, con pupilas negras dilatadas. Los cambios en la estructura ósea de su cara lo volvieron casi alienígena. Acababa de hacer algo parecido al amor con ese hombre hacía menos de tres minutos, y ahora apenas lo habría reconocido si me hubiese cruzado con él en la calle.

Pero sólo había tiempo para pensar en nuestra defensa. Yo era el eslabón débil, y más me valía optar por una táctica sorpresa. Salté de la encimera, pasé a su lado a toda prisa en dirección a la puerta, y cogí la lámpara de su pedestal. Cuando el primer licántropo atravesó la puerta, le golpeé de lleno en la cabeza y lo dejé aturdido. El que iba justo detrás, tropezó con el primero, y Quinn estaba más que preparado para enfrentarse al tercero.

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