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Authors: Charlaine Harris

Definitivamente Muerta (30 page)

BOOK: Definitivamente Muerta
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—Está muriendo mucha gente en tu jardín, cielo —me dijo Quinn, aunque su tono era ausente, y no le culpaba por dejarlo en segundo plano.

—Sólo dos —contesté, a la defensiva, después de un rápido recuento mental—. Yo no diría que eso es mucha gente. —Claro que si se sumaba la gente que había muerto dentro de la casa... Atajé rápidamente esa línea de pensamiento.

—¿Sabéis qué? —dijo Amelia con un tono artificialmente alto y sociable—. Creo que los brujos daremos un paseo por la calle hasta esa pizzería de la esquina de las calles Chloe y Justine. Si nos necesitáis, allí estaremos, ¿vale, muchachos? —Bob, Patsy y Terry se movieron más rápido de lo que era capaz de imaginar hacia la entrada, y cuando los vampiros vieron que su reina no les hacía ningún gesto al respecto, dejaron que se marcharan. Amelia ni siquiera se había acordado de llevarse el bolso, esperaba que llevase dinero y sus llaves en los bolsillos. Anda que...

Casi deseé haberme ido con ellos. Un momento, ¿y por qué no? Miré la puerta con anhelo, pero Flor de Jade se interpuso, mirándome fijamente con esos dos pozos negros que tenía por ojos en su redonda cara. A esa mujer no le caía nada bien. A Andre y los hermanos Bert les traía sin cuidado, y puede que Rasul pensara que no sería una mala compañía para pasar un par de horas en la ciudad. Pero Flor de Jade disfrutaría cortándome la cabeza con su espada, de eso estaba segura. No podía leer la mente de los vampiros (salvo algunos destellos de vez en cuando, lo cual mantenía celosamente en secreto), pero sí podía leer el lenguaje corporal y la expresión de sus ojos.

No conocía la razón de su animadversión, y, a esas alturas, pensaba que poco importaba.

La reina había estado pensando.

—Rasul, no tardaremos en volver a casa —dijo. Él hizo una reverencia y se dirigió hacia el coche—. Señorita Stackhouse —prosiguió, volviendo su mirada hacia mí. Brillaban como oscuros luceros. Me cogió de la mano y subimos al apartamento de Hadley, seguidas de cerca por Andre, que parecía atado a la pierna de su reina con una correa. Tuve el necio impulso de librarme de su mano, que, por supuesto, era fría, seca y fuerte, a pesar de esforzarse por no apretar. Estar tan cerca de una vampira tan antigua me hizo vibrar como la cuerda de un violín. No lograba imaginar cómo lo soportaba Hadley.

Me condujo al interior del apartamento y cerró la puerta detrás de ambas. Ahora estaba convencida de que ni el agudo oído de los vampiros de abajo podría escuchar nuestra conversación. Ése había sido su objetivo, porque lo primero que dijo fue:

—No le digas a nadie lo que te voy a decir.

Negué con la cabeza en muda aprehensión.

—Empecé a vivir en lo que hoy es el norte de Francia, hace... mil cien años.

Tragué saliva.

—No sabía dónde estaba, por supuesto, pero creo que era en Lotaringia. En el último siglo, he tratado de encontrar el lugar donde pasé mis primeros doce años, pero no he sido capaz, y eso que mi vida llegó a depender de ello. —Remató la frase con una amplia carcajada—. Mi madre era la esposa del hombre más rico de la aldea, lo que venía a significar que tenía dos cerdos más que los demás. Entonces me llamaba Judith.

Hice lo que pude para no aparentar asombro, sino sólo interés, pero lo mío me costó.

—A la edad de diez o doce años, creo, llegó a la aldea un buhonero. Hacía seis meses que no veíamos una cara nueva. Estábamos emocionados. —Pero ella no sonrió o se mostró como si recordara algo emocionante. Sus hombros se alzaron y cayeron una vez—. Portaba consigo una enfermedad que nunca habíamos conocido antes. Creo ahora que era algún tipo de fiebre. Al cabo de dos semanas de estancia en nuestra aldea, todos habían muerto, menos yo y un muchacho algo mayor.

Hubo un momento de silencio en el que ambas pensamos en ello. Al menos yo lo hice, y supongo que la reina estaba recordando. Andre bien podría haber estado pensando en el precio de los plátanos de Guatemala.

—A Clovis yo no le gustaba —continuó la reina—. He olvidado el porqué. Nuestros padres... No lo recuerdo. Las cosas habrían podido ser distintas si se hubiera preocupado por mí. Así las cosas, me violó y me llevó a una aldea cercana, donde empezó a ofrecer mi carne. Por dinero, claro, o comida. A pesar de que la fiebre recorrió toda nuestra región, no enfermamos.

Traté de mirar hacia cualquier parte, menos a ella.

—¿Por qué rehúyes mis ojos? —inquirió. Su cadencia y su acento cambiaron mientras hablaba, como si acabara de aprender inglés.

—Me siento mal por usted.

Hizo un extraño sonido que consistía en poner sus dientes superiores sobre el labio inferior y esforzarse por inhalar aire y luego expulsarlo. Sonaba algo así como «¡
ffffft
!».

—No te preocupes —dijo la reina—, porque lo que pasó a continuación fue que acampamos en el bosque, y un vampiro acabó con él. —Parecía alegrarse del recuerdo. Menudo viaje por la memoria—. El vampiro estaba hambriento y empezó por Clovis, porque era más grande. Pero cuando acabó con él, tuvo tiempo de echar una mirada antes de seguir conmigo, y se le ocurrió que sería interesante contar con una compañera. Se llamaba Alain. Viajé con él durante tres o más años. Por aquel entonces, los vampiros vivían en secreto, por supuesto. Sus historias sólo las contaban las ancianas delante de las hogueras. Y a Alain se le daba bien que así siguiera siendo. Había sido sacerdote, y gustaba de sorprender a sus antiguos colegas en el lecho. —Sonrió evocadoramente.

Sentí que mi simpatía disminuía.

—Alain me prometió una y otra vez que me convertiría, porque, lógicamente, quería ser como él. Quería su fuerza. —Sus ojos parpadearon y se posaron en mí.

Asentí de corazón. Podía comprenderlo.

—Pero cuando necesitaba dinero para comprarme ropa y comida, hacía lo mismo que Clovis, venderme por dinero. Sabía que los hombres se percatarían de que algo no era normal si me notaban la piel helada, y que acabaría por morderles si me convertía. Acabé cansándome de que no cumpliera nunca su promesa.

Asentí para mostrarle que prestaba atención. Y así era, pero en el fondo de mi mente me estaba preguntando adonde demonios estaba conduciendo ese monólogo, y por qué era yo la receptora de una información tan fascinante como deprimente.

—Y una noche llegamos a una aldea donde el cacique ya sabía lo que hacía Alain. ¡El muy idiota se había olvidado que ya había pasado por allí y que había drenado a la mujer del cacique! Así que los lugareños lo ataron con cadenas de plata, algo excepcional de encontrar en una aldea tan pequeña, te lo aseguro... y lo arrojaron a una cabaña, con la idea de mantenerlo allí cautivo hasta que regresara el párroco local, que había salido de viaje. Luego pensaron en dejarlo al sol con alguna ceremonia eclesiástica. Era una aldea pobre, pero apilaron sobre él cada pizca de plata y todo el ajo que poseían, en un esfuerzo por mantenerlo sometido. —La reina lanzó una risa ahogada—. Sabían que yo era humana, y que había abusado de mí —dijo—. Así que no me ataron. La familia del cacique debatió si adoptarme como esclava, ya que habían perdido una mujer a manos del vampiro. Sabía lo que me esperaría.

La expresión de su cara era descorazonadora y absolutamente gélida. Me quedé muy quieta.

—Aquella noche, arranqué unos tablones sueltos de la parte de atrás de la cabaña y me metí a rastras. Le dije a Alain que si me convertía, podría liberarlo. Negociamos durante un buen rato, y al final accedió. Excavé un agujero en el suelo, lo suficientemente amplio como para que cupiera mi cuerpo. Planeamos que Alain me drenaría y me dejaría enterrada bajo el jergón sobre el que se acostaba, dejando la tierra que me cubriera lo más suelta posible. Podía moverse lo suficiente para ello. A la tercera noche, me alzaría. Rompería la cadena y apartaría el ajo, aunque me quemase las manos. Huiríamos hacia la oscuridad. —Volvió a soltar una carcajada—. Pero el sacerdote regresó antes del tercer día. Para cuando emergí de la tierra, Alain no era más que aire y cenizas negras. Habían metido a Alain en la cabaña del sacerdote. Fue el anciano quien me dijo lo que había pasado.

Tuve la sensación de conocer la moraleja de la historia.

—Vale —señalé rápidamente—. Supongo que el sacerdote fue su primer almuerzo —dije con una amplia sonrisa.

—Oh, no —contestó Sophie-Anne, anteriormente conocida como Judith—. Le dije que era el ángel de la muerte y que le perdonaba porque había sido virtuoso.

Viendo el estado en el que se levantó Jake Purifoy, pude entender el enorme esfuerzo que debió de suponer aquello para la nueva vampira.

—¿Qué hizo a continuación? —pregunté.

—Al cabo de unos años, encontré a un huérfano como yo —dijo, y se volvió para mirar a su guardaespaldas—. Hemos estado juntos desde entonces.

Y al fin vi una expresión en el monótono rostro de Andre: infinita devoción.

—Abusaban de él, como de mí —dijo con dulzura—. Y lo solucioné.

Sentí un escalofrío recorrer mi columna. No habría podido decir nada, aunque me hubieran pagado.

—La razón por la que te he aburrido con mi vieja historia —explicó la reina, sacudiéndose y sentándose incluso más erguida— es para decirte que tomé a Hadley bajo mi protección. Su tío abuelo abusaba de ella. ¿Abusó de ti también?

Asentí. No sabía qué le había hecho a Hadley con detalle. En mi caso, no llegó a la penetración tan sólo porque mis padres murieron y me fui a vivir con mi abuela. Mis padres no me creyeron, pero convencí a mi abuela de que decía la verdad para el momento en que él pensó que estaba madura, a los nueve años. Claro que Hadley era mayor que yo. Teníamos más en común de lo que jamás habría pensado.

—Lo siento, no lo sabía —dije—. Gracias por compartirlo conmigo.

—Hadley hablaba de ti a menudo —dijo la reina.

Sí, gracias Hadley, gracias por ponerme en la picota... No, un momento, era injusto. Averiguar el engaño de Bill no era lo peor que me había pasado. Pero tampoco se alejaba demasiado de los primeros puestos en mi lista personal.

—Eso me han dicho —indiqué con voz fría y áspera.

—Estás enfadada porque envié a Bill para que te investigara y descubriera si podrías serme de utilidad —dijo la reina.

Respiré hondo y me obligué a aflojar los dientes.

—No, no estoy enfadada con usted. No puede evitar ser como es. Y ni siquiera me conocía. —Otra bocanada de aire—. Estoy enfadada con Bill, quien sí me conocía y siguió adelante con todo el programa de forma muy calculada y exhaustiva. —Tenía que deshacerme del dolor—. Pero ¿a usted qué le podría importar yo? —Mi tono frisaba la insolencia, lo cual no es lo más aconsejable cuando se tiene delante a una vampira tan poderosa como ella. Me había dado en un punto muy susceptible.

—Porque le eras querida a Hadley —dijo Sophie-Anne de forma inesperada.

—No lo habrá averiguado por la forma que tenía de tratarme cuando entró en la adolescencia —añadí, habiendo decidido, al parecer, que la honestidad irreflexiva era el curso a seguir.

—Siempre lo lamentó —afirmó la reina—. Sobre todo cuando se convirtió en vampira y descubrió lo que se siente al ser una minoría. Incluso aquí, en Nueva Orleans, hay prejuicios. Solíamos hablar mucho de su vida, cuando estábamos a solas.

No sabía qué me incomodaba más, si la idea de que mi prima y la reina se acostaran o que tuvieran conversaciones de alcoba después del acto.

No me importa que dos adultas consientan en tener relaciones sexuales, sean de la naturaleza que sean, siempre que ambas partes lo acuerden de antemano. Pero tampoco sentía la necesidad de escuchar los detalles. Cualquier interés que hubiera podido tener se había visto anegado por los años de absorber las imágenes mentales de la gente que acudía al bar.

Estaba resultando una larga conversación. Tenía ganas de que la reina fuese al grano.

—Lo que quiero decir —dijo la reina— es que te estoy agradecida, y a los brujos también, porque me hayáis dado una idea mejor de cómo murió Hadley. También me habéis revelado que hay una conspiración mayor contra mí, más allá de los celos de Waldo.

¿Eso había hecho?

—Así que estoy en deuda contigo. Dime qué puedo hacer por ti.

—Eh, ¿mandar muchas cajas para que pueda empaquetar las cosas de Hadley y volver a Bon Temps? ¿Qué alguien se encargue de llevar a la beneficencia las cosas que no quiera?

La reina bajó la mirada, y juraría que esbozó una sonrisa.

—Sí, creo que podré hacer eso —dijo—. Enviaré a algunos humanos mañana para que se encarguen de eso.

—Si alguien pudiera empaquetar las cosas que quiero y llevarlas en una furgoneta a Bon Temps, sería estupendo —dije—. A lo mejor yo podría ir en la parte de atrás.

—Hecho —dijo ella.

Y ahora, el gran favor.

—¿Es realmente necesario que la acompañe a esa gran conferencia? —pregunté, a sabiendas de que ya estaba estirando un poco la cosa.

—Sí—dijo.

Vale, un callejón sin salida.

—Pero te pagaré generosamente —añadió.

Se me iluminaron los ojos. Parte del dinero que había recibido como pago de mis anteriores servicios a los vampiros seguía en mi cuenta de ahorros, y tuve un respiro económico cuando Tara me «vendió» su coche por un dólar, pero estaba tan acostumbrada a vivir al límite con el dinero, que cualquier colchón era siempre bienvenido. Siempre tenía el miedo de romperme una pierna, que mi coche perdiese un tornillo o que se me quemara la casa... Un momento, todo eso ya me había pasado... Bueno, que ocurriese cualquier desastre, como que una racha fuerte de aire se llevara el estúpido tejado que había puesto mi abuela, o algo parecido.

—¿Quería usted quedarse con algo de Hadley? —pregunté, después de desviar mis pensamientos del dinero—. Ya sabe, algún recuerdo.

Algo se encendió en su mirada, algo que me sorprendió.

—Me has quitado las palabras de la boca —respondió la reina, con un adorable rastro de acento francés.

Ay, ay. Ese encantador cambio no podía suponer nada bueno.

—Le pedí a Hadley que me escondiera algo —dijo. Mi medidor de marrones estaba sonando como la alarma de un reloj—. Si lo encontraras en tus paquetes, me gustaría recuperarlo.

—¿Qué es?

—Es una joya —contestó—. Mi marido me la regaló por nuestro compromiso. La dejé aquí antes de casarme.

—Es usted libre de mirar en el joyero de Hadley —dije de inmediato—. Si le pertenece, por supuesto que tiene que recuperarlo.

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