—Cuando dices todo lo que se pueda saber, ¿qué…?
—Todo lo que puedas escarbar en los próximos dos o tres días.
—¿Nada más?
—¿Lo harás?
—No olvides que tendrás que pagar tu deuda.
—No lo olvidaré, Jack. De verdad que aprecio… —dijo, pero se interrumpió cuando se dio cuenta de que Hardwick ya había colgado.
Siguiendo las instrucciones del GPS, salió de la interestatal y se dirigió por una serie de caminos rurales hasta llegar al giro de Foxledge Lane. Ahí, aparcado al lado de la carretera, vio el Miata rojo. Kim lo saludó, se incorporó a la calzada delante de él y subió lentamente por el camino.
No tuvieron que ir muy lejos. El primer sendero, flanqueado por impresionantes muros de mampostería pertenecía a algo llamado Whittingham Hunt Club. En el segundo sendero, a unos centenares de metros, no había ninguna identificación o dirección visible, pero Kim entró y Gurney la siguió.
La casa de Eric Stone estaba a unos cuatrocientos metros. Era una gran edificación colonial de Nueva Inglaterra, pero por todas partes había trozos de pintura que empezaban a saltar, canaletas por ajustar y enderezar. En el sendero, se veían grietas causadas por los cambios de temperatura; hojas secas del invierno que se acababa cubrían en parte el césped y el jardín.
Un camino de ladrillos desigual conectaba el sendero con los tres escalones que conducían a la puerta de la casa. Tanto el camino como los escalones estaban cubiertos de hojas podridas y ramitas. Cuando Gurney y Kim estaban en la mitad de este camino, la puerta se abrió y un hombre salió al amplio escalón. Sus hombros estrechos y su barriga prominente hicieron que Gurney pensara en un huevo. Un delantal impecable le cubría del cuello a las rodillas.
—Tengan cuidado, por favor. Eso es una auténtica selva.
Mostró una sonrisa que dejó entrever sus dientes. Lanzó una mirada ansiosa a Gurney. Llevaba el pelo, prematuramente gris, corto y peinado con raya. Su carita rosada parecía recién afeitada.
—¡Galletas de jengibre! —anunció con voz alegre al apartarse para dejarlos entrar en la gran casa.
Al pasar por su lado, Gurney notó que el olor a polvo de talco daba paso al característico aroma dulce y especiado de la única galleta que le desagradaba de verdad.
—Solo sigan el pasillo hasta el final. La cocina es el sitio más agradable de la casa.
Además de la escalera que conducía al primer piso, pudieron ver varias puertas, pero el polvo sobre sus pomos sugería que rara vez se abrían.
La cocina del fondo de la casa resultaba agradable porque estaba caliente y olía a lo que había en el horno, pero por nada más. Era enorme y de techos altos. Tenía el tipo de electrodomésticos que una o dos décadas antes había ocupado los hogares de los más pudientes. La campana extractora colgaba a tres metros. Gurney pensó en el altar del sacrificio de una película de Indiana Jones.
—Mi madre era una devota de la calidad —dijo el hombre con forma de huevo. Luego añadió, como si fuera un eco espantoso del pensamiento pasajero de Gurney—: Era una acólita del altar de la perfección.
—¿Desde cuándo vive aquí? —preguntó Kim.
En lugar de responder la pregunta, Stone se volvió hacia Gurney:
—Yo desde luego sé quién es usted, y sospecho que usted sabe quién soy, pero sigo pensando que sería apropiado que nos presentaran.
—Oh, qué estúpida —dijo Kim—. Lo siento. Dave Gurney. Eric Stone.
—Encantado —dijo Stone, que extendió la mano con una sonrisa obsequiosa. Sus dientes grandes y parejos eran casi tan blancos como el delantal—. Su impresionante reputación le precede.
—Encantado de conocerle —contestó Gurney.
La mano de Stone era caliente, blanda y desagradablemente húmeda.
—Le hablé a Eric del artículo que mi madre escribió sobre ti —dijo Kim.
Después de un silencio incómodo, Stone señaló una envejecida mesa de pino situada en un rincón de la cocina, alejada del espléndido horno.
—¿Nos sentamos?
Cuando Gurney y Kim se hubieron sentado, Stone preguntó si querían tomar algo.
—Tengo cafés de distinta intensidad, así como té de incontables variedades. También puedo ofrecerles refresco de granada. ¿Alguien se apunta?
Los dos lo rechazaron. Stone, que exageró su decepción, se sentó a la mesa. Kim cogió tres pequeñas cámaras y dos minitrípodes de su bolsa. Instaló dos de las cámaras, una de cara a Stone y la otra enfocándola a sí misma.
A continuación explicó la idea de la producción: «la gente de RAM» pretendía mantener el aspecto y el ambiente de la entrevista lo más sencillo posible, conservando el mismo marco visual y de audio con el que estaban familiarizados quienes solían grabar escenas cotidianas con sus iPhone. El objetivo era que todo fuera de verdad, simple. Como si estuvieran manteniendo una conversación casual, sin guion alguno. Sin focos, solo con la luz propia de la estancia. Nada profesional. Seres humanos hablando como seres humanos…
Stone permaneció impasible ante aquel discurso. En realidad, en un momento dado pareció que empezaba a pensar en otra cosa.
—¿Tiene alguna pregunta? —dijo Kim.
—Solo una —dijo, volviéndose hacia Gurney—: ¿cree que lo atraparán algún día?
—¿Al Buen Pastor? Me gustaría pensar que sí.
Stone puso los ojos en blanco.
—Seguro que en su profesión da muchas respuestas como esa, respuestas que en realidad no son respuestas. —Su tono parecía más triste que desafiante.
Gurney se encogió de hombros.
—Todavía no sé lo suficiente para decirle nada más.
Kim hizo algunos ajustes de encuadre final en los visores de las cámaras que reposaban sobre los trípodes y las puso en modo de alta definición. Hizo lo mismo con la tercera cámara, que sostenía en la mano. A continuación, se peinó con los dedos, se sentó más erguida en la silla, se alisó unas pocas arrugas del bléiser, sonrió y empezó a hablar.
—Eric, me gustaría darle las gracias otra vez por aceptar participar en
Los huérfanos del crimen
. Nuestro objetivo es presentar sincera y directamente lo que piensa, lo que siente. Nada ha de quedar fuera de esta entrevista, nada está prohibido. Estamos en su casa, no en un estudio de televisión. La historia y las emociones son suyas. Empecemos por donde usted quiera.
Stone respiró hondo, nervioso.
—Empezaré por responder a la pregunta que me ha hecho hace unos minutos, en la cocina. Me ha preguntado desde cuándo vivía aquí. La respuesta es que desde hace veinte años: la mitad de esos años, en una especie de paraíso; la otra mitad, en un infierno. —Hizo una pausa—. Los primeros diez años viví en un mundo de luz, la luz que proyectaba una mujer extraordinaria; los diez últimos he vivido en un mundo de sombras.
Kim mantuvo un largo silencio antes de intervenir en voz baja, con un tono triste.
—Lo profundo que es nuestro dolor suele hablarnos sobre lo mucho que hemos perdido.
Stone asintió.
—Mi madre era una roca, un volcán. Era una fuerza de la naturaleza. Deje que repita eso: una fuerza de la naturaleza. Es un cliché, pero es así. Perderla fue como revocar la ley de la gravedad. Revocar la ley de la gravedad. Imagíneselo. Un mundo sin gravedad. Un mundo sin pegamento que lo mantenga unido.
Los ojos del hombre se humedecieron.
Las siguientes palabras de Kim fueron sorprendentes. Le preguntó si podía darle una galleta.
Él soltó una risa, un arrebato histérico vertiginoso que hizo que las lágrimas resbalaran por sus mejillas.
—Sí, sí, por supuesto. Mis galletas de jengibre acaban de salir del horno, pero hay también
chips
de chocolate, galletitas de mantequilla y de avena con pasas. Todo horneado hoy mismo.
—Creo que la tomaré de avena con pasas —dijo Kim.
—Una excelente elección, señorita.
Stone sonó como si, a través de las lágrimas, tratara de imitar a un sumiller meloso. Fue al otro extremo de la cocina y cogió de encima del horno una bandeja llena de grandes galletas marrones. Kim no dejó de enfocarlo con la tercera cámara.
Cuando Stone estaba a punto de dejar la bandeja encima la mesa, una idea que le cruzó por la mente lo detuvo. Se volvió hacia Gurney.
—Diez años —dijo, como si algo nuevo en el significado del número lo hubiera pillado por sorpresa—. Exactamente diez años. Una década. —El tono de su voz se elevó hasta alcanzar cierto dramatismo—. Diez años y sigo hecho un asco. ¿Qué opina de eso, detective? ¿Mi patético estado lo motiva para encontrar, detener y ejecutar al maldito cabrón que asesinó a la mujer más increíble del mundo? ¿O soy tan ridículo que solo provoco risa?
Gurney tendía a mostrarse comedido cuando la gente mostraba sus sentimientos de aquella manera. Esta vez no fue una excepción.
—Haré todo lo que pueda —respondió con voz monocorde, como si tal cosa.
Stone le dedicó una expresión escéptica.
Les ofreció café otra vez, y otra vez ambos lo rechazaron.
Kim pasó un buen rato intentando que Stone le describiera cómo era la vida que llevaba antes del asesinato de su madre, y cómo había seguido después. La vida anterior era mejor en todos los sentidos. Poco a poco Sharon Stone había alcanzado el éxito. Se situó en la élite del mercado inmobiliario de segundas residencias. Y llevó ese éxito a su vida personal, donde compartió todo el lujo que se le ofrecía con su hijo. Poco antes de que el Buen Pastor se cruzara en su camino, había accedido a avalar un contrato de financiación de tres millones de dólares para dejar a Eric como propietario del principal hotel y restaurante en Finger Lakes, tierra de vinos.
Sin su firma, el acuerdo no llegó a buen puerto. En lugar de disfrutar de la vida de un restaurador y hotelero de élite, a los treinta y nueve años, Eric Stone vivía en una casa que no podía mantener y trataba de ganarse la vida haciendo galletas en la cocina de su difunta madre y vendiéndolas a tiendas y fondas locales.
Al cabo de más o menos de una hora, Kim cerró la libreta que había estado consultando. Se dirigió a Gurney y, para sorpresa de este, le dijo si quería hacer alguna pregunta.
—Tal vez un par, si al señor Stone no le importa.
—¿Señor Stone? Por favor, llámeme Eric.
—Muy bien, Eric. ¿Sabe si su madre tuvo algún contacto profesional o personal con alguna de las otras víctimas?
Stone hizo una mueca.
—No, que yo sepa.
—¿Algún enemigo?
—Mi madre no soportaba a los idiotas.
—¿Qué significa eso?
—Significa que podía sacar a la gente de sus casillas. El sector inmobiliario, sobre todo al nivel al que trabajaba mi madre, es un negocio muy competitivo, y a ella no le gustaba perder el tiempo con idiotas.
—¿Recuerda por qué se compró un Mercedes?
—Por supuesto. —Stone torció el gesto—. Tiene clase, estilo, potencia, agilidad. Está muy por encima del resto, como mi madre.
—Durante los últimos diez años, ¿ha tenido contacto con alguien relacionado con las demás víctimas?
Otra mueca.
—Esa palabra no me gusta.
—¿Qué palabra?
—Víctima. No pienso en ella de ese modo. Suena horriblemente pasivo, impotente, todas las cosas que mi madre no era.
—Se lo diré de otra manera: ha tenido contacto con las familias…
Stone lo interrumpió.
—La respuesta es sí. Hubo cierto contacto al principio. Después de los crímenes nos reuníamos en una especie de grupo de apoyo.
—¿Participaron todas las familias?
—En realidad no. El cirujano que vivía en Williamstown tenía un hijo que se unió a nosotros una vez o dos, pero luego dijo que no tenía el menor interés en participar en esa clase de grupo, porque no sentía ninguna pena. Dijo que se alegraba de que su padre estuviera muerto. Fue terrible. Completamente hostil. Muy doloroso.
Gurney miró a Kim.
—Jimi Brewster —dijo ella.
—¿Es todo? —preguntó Stone.
—Solo un par de cuestiones rápidas más. ¿Mencionó alguna vez su madre que estuviera asustada por algo?
—Nunca. Era el ser humano menos miedoso que ha caminado sobre la faz de la Tierra.
—¿Sharon Stone era su verdadero nombre?
—Sí y no. Básicamente sí. Su nombre oficial, por decirlo así, era Mary Sharon Stone. Después del enorme éxito de
Instinto básico
, se transformó un poco: se tiñó el pelo de rubio, dejó el Mary y promocionó su extraordinaria nueva personalidad. Mi madre era un genio de la promoción. Incluso se hizo fotos en carteles publicitarios en los que aparecía sentada con las piernas cruzadas y una falda corta, al estilo de la famosa escena de la película.
Gurney le indicó a Kim que no tenía más preguntas.
Stone añadió con una sonrisa inquietante:
—Mi madre tenía unas piernas de morirse.
Al cabo de una hora, Gurney aparcó al lado del Miata de Kim, delante de la inhóspita oficina de una empresa contable: Vickers, Villani y Flemm. El local estaba situado entre un estudio de yoga y una agencia de viajes, en las afueras de Middletown.
La chica estaba hablando por teléfono. Gurney se sentó y reflexionó sobre lo que haría si se apellidara Flemm, un nombre tan parecido a «flema». ¿Se cambiaría aquel apellido o lo luciría, desafiante? ¿No cambiárselo, cuando un nombre podía ser tan patentemente absurdo como el tatuaje de un burro en la frente, era un acto loable o una terquedad un tanto estúpida? ¿En qué punto el orgullo se volvía disfuncional?
«Cielos, pero ¿en qué tontería estoy pensando?»
Un golpecito en la ventanilla y el rostro de Kim lo devolvieron al presente. Bajó del coche y siguió a la chica hasta la oficina.
La puerta de la calle daba acceso a una sala de espera minúscula con unas pocas sillas distintas apoyadas contra una pared. Había unos ejemplares gastados de
Smart Money
abiertos en abanico en una pequeña mesita de café de estilo minimalista. Un muro a la altura de la cadera separaba esta zona de otra más pequeña en la que había dos escritorios vacíos delante de una pared con una sola puerta, que estaba cerrada. Encima del murete había un timbre pasado de moda: una semiesfera de plata con un pulsador que sobresalía.
Kim apretó el pulsador. Se oyó un ring sorprendentemente sonoro. Volvió a pulsarlo al cabo de medio minuto, pero no obtuvo respuesta. Cuando ya estaba buscando su teléfono móvil, se abrió la puerta de la pared del fondo. El hombre que apareció en el umbral era delgado, pálido, de aspecto cansado. Los miró con curiosidad.