Déjame que te cuente... (14 page)

BOOK: Déjame que te cuente...
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—Lo ve usted, Señoría. Lo único que falta es que quiera ser el dueño de mi propio abrigo.

—¡Por supuesto que soy el dueño! —gritó, ya descontrolado, el rico—. Es mío, todo es mío: la bolsa, el dinero, el carruaje, el abrigo… todo es mío… todo.

—¡Alto! —dijo el juez, que ya no tenía dudas.

—¿No te da vergüenza querer sacarle lo poco que tiene este pobre viejo?

—Pe… pero…

—Sin peros. Eres un codicioso y un aprovechador —siguió el juez—. Por haber intentado estafar a este pobre viejo, te condeno a una semana en la cárcel y a pagarle a tu vecino quinientas monedas de oro en compensación.

—Perdón su señoría —dijo el viejo—. ¿Puedo hablar?

—Sí, anciano.

—Yo creo que el hombre ha aprendido la lección. Yo te pido, a pesar de ser mi adversario, que le levantes la condena y que le impongas sólo una multa simbólica.

—Eres muy generoso, anciano. ¿Qué propones, cien monedas más, cincuenta?

—No, señor juez, yo creo que con sólo una moneda será suficiente castigo.

El juez golpeó con su martillo la mesa y sentenció: —Gracias a la generosidad de este hombre y NO porque sea el deseo de la corte, se impone al acusador una simbólica multa de una moneda de oro, que deberá ser pagada de inmediato.

—¡Protesto! —dijo el rico— ¡Me opongo!

—Salvo que el sentenciado rechace esta gentil propuesta de este buen hombre y prefiera la sentencia no tan benévola de la corte.

El hombre rico, resignado, sacó una moneda y la entregó al anciano.

—Asunto terminado —dijo el juez.

El rico salió corriendo a su carruaje y se marchó del pueblo.

El juez saludó al viejo y también se retiró.

Este alzó los ojos al cielo y dijo: —Gracias Dios, ahora sí, no me debes nada.

—Quizás ahora, Demián, puedas tener todos los elementos para completar tu despertar sobre la aceptación y la lucha.

Es como dijo el gordo:

Resignarse es una cosa y aceptar es otra.

EL RELOJ PARADO A LAS SIETE

¡Transitaba un tiempo tan luminoso!

Sentía dentro de mí, el bullir del crecimiento.

Y no sólo incorporaba conocimientos sino que, sin tratar de ser modesto, me sentía cada vez más sabio, más esclarecido y más ubicado.

Todo era fantástico y aun con las cosas que no eran como me hubiera gustado, yo tenía una actitud de calmada aceptación y por eso sentía que podía enfrentarme con las dificultades, con las mejores posibilidades.

—Esto es genial, gordo. ¿Tú vives así todo el tiempo?

—Contéstate —respondió el gordo.

—Y, si esto es parte del despertar, tú, que tienes por lo menos más despertares en tu historia que yo, debes vivir así todo el tiempo.

—No —contestó Jorge—. No todo el tiempo.

—Ya que aprendí el “Mal de muchos consuelo de todos” te pregunto: ¿A los demás, a la mayoría, también les pasa esto de momentos de luz y momentos de oscuridad?

—Yo creo que sí… y quizá por eso, desde hace un rato viene a mi memoria un cuento de Papini. Se llama el reloj parado a las siete.

— ¿Me lo cuentas?

—Sí, aunque contar un cuento tan fantásticamente escrito como ese, es robarle más de las tres cuartas partes de su hermosura, pero… en fin.

Este cuento de Papini es un monólogo de un personaje que escribe en la soledad de su cuarto.

Hay en una de las paredes de mi cuarto un hermoso reloj antiguo que ya no funciona. Sus manecillas detenidas casi desde siempre, señalan imperturbables la misma hora: las siete en punto.

Casi todo el tiempo, el reloj es sólo un inútil adorno en una blanquecina y vacía pared.

Sin embargo hay dos momentos en el día, dos fugaces instantes en que el viejo reloj parece resurgir de sus cenizas como un ave fénix.

Cuando todos los relojes de la ciudad, en sus enloquecidos andares marcan las 7 y los cu-cu y los gong de las demás máquinas hacen sonar por 7 veces su repetido canto, el viejo reloj de mi habitación parece cobrar vida. Dos veces por día, a la mañana y a la noche, el reloj se siente en absoluta armonía con el resto del universo.

Si alguien mirara el reloj solamente en esos dos momentos, diría que funciona a la perfección…

Pero pasado ese instante, cuando los otros relojes han acallado su canto y las manecillas siguen sus monótonos caminos, mi viejo reloj pierde su paso y permanece fiel a aquella hora que alguna vez detuvo su andar.

Y yo amo ese reloj y cuanto más hablo de él, más lo amo, porque cada vez me siento más parecido a él. También yo estoy parado en un tiempo, también yo me siento clavado e inmóvil, también yo soy de alguna manera un adorno inútil en una pared vacía.

Pero tengo también fugaces momentos en que, misteriosamente, llega mi hora.

Durante esos tiempos, yo siento que vivo. Todo está claro y el mundo se transforma en maravilloso. Yo puedo crear, soñar, volar, decir y sentir más cosas en esos instantes que en todos los otros momentos. Estas conjunciones armónicas se dan y se repiten una y otra vez, como una secuencia inexorable.

La primera vez que lo sentí, traté de aferrarme a ese instante creyendo que podría hacerlo durar para siempre. Pero no fue así. Como a mi amigo el reloj, también a mí se me escapa el tiempo de los otros.

…Pasado estos momentos, los otros relojes que anidan en otros hombres, continúan su giro y yo vuelvo a mi rutinaria muerte estática, a mi trabajo, a mis charlas de café, a mi aburrido andar que acostumbro a llamar vida.

Pero yo sé que la vida es otra cosa.

Yo sé que la vida, la vida de verdad es la suma de aquellos momentos que aunque fugaces, nos permiten percibir la sintonía con el universo.

Casi todo el mundo, pobre, cree que vive.

Sólo hay momentos de plenitud y aquellos que no lo sepan e insistan en querer vivir siempre, quedarán condenados al mundo del gris y repetitivo andar de la cotidianeidad.

Por esto te amo, viejo reloj, porque somos la misma cosa tú y yo.

—Esto, Demián, es la paupérrima expresión de una joya literaria de Papini que alguna vez te pido que leas. Lo traje hoy, sólo para mostrarte en una metáfora genial, que quizás todos vivamos sólo en la armonía de algunos momentos. Quizás, ahora, en este presente, la hora de la verdadera vida coincide con tu propia hora. Si así fuera, disfrútala Demián, quizás se pase… demasiado pronto…

Algún tiempo después, leí el cuento original de Papini:
El reloj parado a las 7
. Como el gordo decía, era una joya. No obstante, hoy con el libro en mi biblioteca no puedo olvidarme de aquel relato de Jorge, tal vez menos rico en los giros y en las imágenes pero tan útil para mí en ese momento, como gozoso fue el original, años después…

LAS LENTEJAS

Otra vez mi terapeuta no se equivocó. El instante de luminosidad y armonía absoluta pasó y aparecieron otra vez mis eternos cuestionamientos sobre la verdad, sobre los otros y sobre sí mismo. Un hecho aparentemente trivial me tenía en absoluto interrumpido: por tercera vez en un año, un compañero de oficina recibía más aumento que yo. Me consideraba a mí mismo un juez bastante objetivo de mi trabajo y sabía que lo hacía bastante bien. Para peor, tenía la certeza de que era yo mucho más idóneo y eficiente que mis compañeros.

—Lo que pasa es que Eduardo es un oreja.

—¿Un qué?

—Un oreja, un chupamedias, un olfa…

—Extraña manera de actuar esta que se define sólo desde palabras lunfardas.

—Él está siempre detrás del jefe mostrándole lo que hace, lo que consiguió, lo que le salió bien y minimizando lo que no pudo resolver. Y el otro tarado se da cuenta, seguro que se da cuenta; lo que pasa es que el tiempo en que no está mostrando sus logros, está adulando al jefe.

—Y parece que el jefe es vulnerable en esa ala.

—Seguro, porque por supuesto a la hora de dar un beneficio, el adulón sale premiado.

—¿Y, hablaste con tu jefe?

—Sí, claro. Él dice que yo soy muy cuestionador, que tengo mal carácter y que eso disminuye mi puntaje.

—Dicho de otra manera. Dice, según tú lo planteas, que si fueras obsecuente como Eduardo tu premio sería más promoción, más puntaje y más sueldo.

—Así parece.

—Bueno, entonces está claro. Sabes cuál es el objetivo, sabes cuál es el camino, tienes la posibilidad y la capacidad de reconocerla. ¿Qué más quieres? El resto es tu decisión.

—Me niego.

— ¿Te niegas a qué?

—Me niego a tener que decir a todo que sí, para conseguir unos mangos más…

—Me parece bien, Demi, pero no creas que esto sucede sólo en el trabajo.

—Yo no veo la relación con lo que pasa en otras áreas; pero mi experiencia contigo es que nunca nada es “sólo en un lugar”, así que no sé si es sólo en el trabajo, no sé.

—Cuando Ricardo no te eligió para la presentación en la facultad y eligió a Juan Carlos, ¿tu sensación no fue la misma?

—Sí.

—Y cuando me contestaste, hace unos meses, que su amiga Liliana se alejó de ti, porque prefería la compañía de los que no le decían lo que no le gustaba oír… ¿no era lo mismo?

—¡Sí! Es lo mismo… Al final para no quedarte solo, tienes que forzarte a ser el que no eres.

—En primera persona, por favor…

—Si no quiero quedarme solo, tengo que adular, tengo que dar la razón, tengo que ser suave y tibio, tengo que callarme la boca o abrirla nada más que para decir que sí…

—Sin duda ese es un camino, el otro es el de Diógenes.

—¿Qué es “el de Diógenes”?

—El camino de Diógenes.

—No sé qué es el camino de Diógenes.

Un día, estaba Diógenes comiendo un plato de lentejas sentado en el umbral de una casa cualquiera.

No había nada en toda Atenas más barato en comida que el guiso de lentejas.

Dicho de otra manera, comer guiso de lentejas era definirse en estado de la mayor precariedad.

Pasó un ministro del emperador y le dijo: —¡Ay! Diógenes, si aprendieras a ser más sumiso y a adular un poco al emperador, no tendrías que comer tantas lentejas.

Diógenes dejó de comer, levantó la vista y mirando al acaudalado interlocutor profundamente, le dijo:

—Ay de ti, hermano. Si aprendieras a comer un poco de lentejas, no tendrías que ser sumiso y adular tanto al emperador.

—Este es el camino de Diógenes, el del autorrespeto, el de defender nuestra dignidad por encima de nuestras necesidades de aprobación.

Todos necesitamos la aprobación de otros. Pero si el precio es dejar de ser nosotros mismos, no sólo es caro sino que se vuelve una búsqueda incoherente.

Empezamos a parecernos a aquel hombre que buscaba por todo el pueblo su mula, mientras iba cabalgando… en su mula.

EL REY QUE QUERÍA SER ALABADO

—Estaba pensando y me di cuenta de que hay muchas cosas por las que pago muy caro. Y esto no me deja sentirme muy bien.

Tengo la sensación de estar atrapado en una rueda, de la cual no puedo salir. ¿Cómo se puede hacer para saber con anticipación si el precio a pagar por algo es caro, barato o justo?

Con las cosas materiales es fácil porque hay un precio más o menos establecido, pero con todo lo demás, ¿cuál es la medida?

—Parece que habría que empezar por saber qué quiere decir caro, qué significa pagar caro.

—Pagar caro es pagar mucho.

—Toma desde lo material ¿u$s 100.000 es mucho?

—Sí, claro.

—Entonces, un avión Jumbo que se vende en u$s 100.000 sería caro.

—Y, depende para quién. Para mí, ¡sí!

—¿Por qué?

—Porque yo no tengo u$s 100.000. Ni los puedo conseguir.

—No, Demi, tú estás confundiendo caro con costoso. Un Jumbo que se venda en u$s 100.000 es barato, tengas tú el dinero o no.

—Entonces, ¿cómo es?

—Lo que determina que algo sea caro o barato es la comparación entre el precio (lo que cuesta) y el valor (lo que vale). No entre lo que cuesta y lo que tienes.

Es caro, Demi, aquello que cuesta más de lo que vale.

—Más de lo que vale… Claro, por eso hay muchas cosas por las que siento que estoy pagando caro… Ahora entiendo.

—El valor de las cosas que no son materiales —siguió Jorge— (y a veces el de éstas también) es tan subjetivo, que solamente uno mismo puede determinar si un determinado precio es justo o no. Pero hay bienes preciados que todos poseemos y no sé si sabemos evaluar. Uno de ellos es la dignidad. Me parece que la propia dignidad, el autorrespeto como te dije alguna vez, son tan valiosos que pagar con ellos es siempre demasiado caro.

Hubo una vez un rey a quien la vanidad había vuelto loco (la vanidad siempre termina por volver loca a la gente).

Ese rey mandó construir, en los jardines de su palacio, un templo y dentro del templo hizo poner una gran estatua de sí mismo en posición de loto.

Todas las mañanas después del desayuno, el rey iba a su templo y se postraba ante su imagen orándose a sí mismo.

Un día decidió que una religión que tuviera un solo seguidor no era una gran religión, así que pensó que debía tener más adoradores.

Decretó entonces que todos los soldados de la guardia real se postrasen ante la estatua por lo menos una vez al día. Lo mismo debían hacer todos los servidores y los ministros del reino.

Su locura crecía a medida que pasaba el tiempo y, no conforme con la sumisión de los que lo rodeaban, dispuso un día que la guardia real fuera al mercado y trajera a las tres primeras personas con las que se cruzaran.

Con ellas, pensó, demostraré la fuerza de la fe en mí. Les pediré que se inclinen ante mi imagen. Si son sabios, lo harán y si no, no merecen vivir.

La guardia fue al mercado y trajo a un intelectual, a un sacerdote y a un mendigo que eran, en efecto, las tres primeras personas que encontraron.

Los tres fueron conducidos al templo y allí el rey les dijo: —Esta es la imagen del único y verdadero Dios, postraos ante ella o vuestras vidas serán ofrecidas como sacrificio ante él.

El intelectual dijo:

—El rey está loco y me matará si no me inclino. Este es evidentemente un caso de fuerza mayor. Nadie podría juzgar mal mi actitud a luz de que fue hecha sin convicción, para salvar mi vida y en función de la sociedad a la cual me debo —y dicho esto se postró ante la imagen.

El sacerdote dijo:

—El rey ha enloquecido y cumplirá su amenaza. Yo soy un elegido del verdadero Dios y por lo tanto, mis actos espirituales santifican el lugar donde esté. No importa cuál sea la imagen, será el verdadero Dios aquel a quien yo esté honrando.

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