Déjame que te cuente... (18 page)

BOOK: Déjame que te cuente...
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Entre las protestas y los reclamos de los que querían morir, el carruaje regresó al palacio.

Una vez allí, Nolav se encerró en sus habitaciones y se dedicó a pensar sobre el tema.

De pronto. Se le ocurrió una idea.

Mandó a traer al sacerdote. Él debía saber algo sobre esa locura colectiva.

Rápidamente salieron a buscar al anciano y lo trajeron ante el Señor Feudal.

—¿Por qué tu pueblo se pelea por ser ejecutado?

El anciano no respondió.

—¡Responde!

Silencio.

—Te lo ordeno.

Silencio.

—No me desafíes. ¡Tengo maneras de hacerte hablar!

Silencio.

El anciano fue llevado a la sala de torturas y sometido a los peores tormentos por horas, pero se negó a hablar.

El tirano mandó a sus guardias al templo a buscar a algunos de sus discípulos.

Cuando estuvieron allí, les mostró el cuerpo dañado del maestro y les preguntó:

—¿Cuál es la razón de que los hombres quieran ser ejecutados?

Con un hilo de voz, el anciano sacerdote gritó: —¡Les prohibo hablar!

El Señor de la Tierra sabía que no podría amenazar con la muerte a ninguno de los que allí estaban, así que les dijo: —Haré sufrir a tu maestro los peores dolores que un hombre ha concebido. Y los obligaré a presenciarlo. Si aman a este hombre, díganme el secreto y luego todos podrán irse.

—Está bien —dijo uno de los discípulos.

—Cállate —dijo el anciano.

—Continúa —dijo Nolav.

—Si alguien muere ejecutado en el día de hoy… —empezó el discípulo…

—Cállate —repitió el anciano—. Maldito seas de tu pueblo si revelas el secreto…

El Señor hizo un gesto y el viejo recibió un golpe que lo dejó inconsciente.

—Sigue —ordenó.

—El primer hombre que muera ejecutado en el día de hoy, después de la puesta del sol, se volverá inmortal.

—¿Inmortal? ¡Mientes! —dijo Nolav.

—Está en las Escrituras —dijo el joven, y abriendo un libro que traía en su bolso, leyó el párrafo que lo confirmaba.

¡Inmortal!, pensó el Señor Feudal.

Lo único que el dictador temía era la muerte y aquí estaba la posibilidad de vencerla. Inmortal, pensó.

El Señor no dudó un momento, pidió papel y pluma y ordenó su propia ejecución.

Todos fueron echados del palacio y al caer el sol, Nolav fue ejecutado según su orden.

El pueblo se libró así de su opresor y se levantó a luchar por su libertad. Algunos meses después, todos eran libres.

Al señor Feudal, nunca más nadie lo mencionó, salvo la noche de su ejecución en que los discípulos, mientras curaban las heridas de su maestro, recibían de él su bendición, por haber arriesgado sus cabezas y también su felicitación por esas maravillosas actuaciones.

—¿Por qué, Demián, el Señor Feudal creyó una mentira como esa? ¿Por qué fue capaz de ordenar su propia ejecución, por una historia que le contaban sus enemigos? ¿Por qué cayó en la trampa del maestro? Hay una sola respuesta: ÉL QUERÍA CREERLO.

El quería pensar que era cierto.

—Y ésta, Demi, es una de las verdades más increíblemente movilizadoras que yo haya conocido en toda mi vida. Creemos algunas mentiras por muchas razones, pero sobre todo porque queremos creerlas.

¿Por qué te enroscas en el que TE miente?, preguntabas el otro día.

¡Te enroscas porque tú quisieras creer que lo que te dice es cierto! —contestó su propia pregunta.

NADIE TIENE MÁS POSIBILIDADES DE CAER EN UN ENGAÑO QUE AQUEL A QUIEN LA MENTIRA LE AJUSTA CON SUS DESEOS.

EL JUEZ JUSTO

Como siempre después de una revolución en mi cabeza, las ideas empezaban a decantarse y las relaciones entre ellas, a recuperarse.

¿Cuántas veces en mi vida había intentado entender el incomprensible misterio de los eternos compradores de buzones?

Nunca había podido encontrar un asomo de explicación a la inacabable existencia de víctimas para los “cuentos del tío”.

¿Qué pasaba por la cabeza de un individuo que terminaba comprando un transatlántico por unas monedas?

¿Cómo llegaba alguien a asociarse con un estafador?

¿Por qué una persona medianamente inteligente acababa descubriendo después de pagarla, que la mercadería comprada a precio ridículo no era más que basura camuflada?

Ahora por fin, aparecía la respuesta: Todos los estafados habían pensado en algún momento que la situación los beneficiaba, la mayoría habían pasado un rato relamiéndose en secreto de su ganancia posterior, muchos habían disfrutado creyendo que eran ellos los piolas que estaban estafando al otro…

¿Haría yo lo mismo cuando me tragaba algún anzuelo?

Sí, claro que hacía eso.

Claro que eso es lo que hago cuando me engancho.

“Engancharme” no es otra cosa que quedarme colgado de cualquier promesa o afirmación que suene agradable a mis oídos.

…”Engancharse”… hasta recuerda al anzuelo…

Y cómo no va a resonar así. Hasta la misma expresión castellana de “tragarse el anzuelo” ya insinúa este punto.

¡Tragarse un anzuelo en el que hay que ensartada una tentadora lombriz o peor aún, una atractiva, colorida y vistosa mosca… de plástico!

Me engancho… me trago el anzuelo… ¿con qué encarnan los otros… los que pescan? … ¿cuáles son las lombrices que más me apetecen?…

las promesas de amor eterno…

la fantasía de aceptación total…

la valoración y el reconocimiento de los otros…

el deseo de ver primero lo que nadie vio…

la vanidad de destacarme por sobre el resto…

la mirada que me ve como yo quisiera ser…

la permanencia incondicional de otro a mi lado…

y tantas otras…

¡tantas!

Yo me daba cuenta de que con el tiempo, la experiencia y el crecimiento, aprendía a escupir cada vez más rápido los anzuelos que me tragaba, pero… ¿y las heridas?

—¿Y las heridas, gordo? —le pregunté— ¿y las heridas? Tú me enseñas a despreciar las lombrices muertas y descoloridas, me muestras permanentemente cuáles son las mosquitas de plástico para que no me ensarte con los anzuelos, pero me parece que no me muestras cómo hacer para no lastimarme.

Parece que el destino de nosotros los crédulos, es terminar andando por la vida cosidos de cicatrices que fueron dejando algunos anzuelos que mordimos y otros que nos tragamos. Por lo menos, yo lo que quiero es no lastimarme más, gordo. Me niego a quedar en manos de la decisión de otros de dañarme o curarme. No quiero…

—Es el precio, Demián, es el precio. ¿Te acuerdas de la rosa de El Principito?

—Sí… Ya sé adónde apuntas: “… debo soportar algunos gusanos si quiero conocer las mariposas…”

—Eso —confirmó Jorge.

Me quedé en silencio rumiando una extraña mezcla de dolor, indignación, resignación e impotencia.

Después me quejé:

—Sigo pensando que el mentiroso tiene demasiadas ventajas y pocos costos.

—A veces sí y a veces, no —dijo el gordo—. La mentira tiene muchas contras. De todas maneras, lo peor de la mentira es que NO SIRVE… Antes o después, toda mentira queda expuesta y todo lo aparentemente conseguido, se desvanece como la niebla al salir el sol… y es más: a veces la vida hace justicia y el engaño se vuelve en contra del mentiroso.

Jorge entrecerró los ojos y buscó en su memoria: —Viene cuento… —adiviné.

—Viene…

Cuando Lien-tzu murió, su esposa Zumi, su hijo mayor Ling y sus dos niños pequeños, quedaron en la más absoluta pobreza.

Mientras el hombre de la casa estaba vivo, había estado trabajando de sol a sol en las plantaciones de arroz de Cheng.

El grueso de su paga era en arroz y sólo recibía unas pocas monedas, que apenas alcanzaban para las mínimas necesidades de la familia, a la cabeza de las cuales estaba el pago de los maestros y los cuadernos de estudio para Ling y sus hermanos.

El día de su muerte, Lien-tzu salió de su casa como siempre antes del amanecer. Camino a la plantación escuchó los gritos de auxilio que daba un anciano, que era arrastrado por las caudalosas aguas del río.

Lien-tzu lo reconoció, era el viejo Cheng, el dueño de la plantación donde él trabajaba.

El nunca había sido un buen nadador, y se necesitaba ser un gran nadador para siquiera entrar en el río; cuánto más para rescatar al anciano.

Miró a su alrededor, pero nadie transitaba el camino a esa hora… y correr a buscar ayuda, le llevaría más de media hora…

Casi en un impulso, Lien-tzu tomó aire y se arrojó al río.

Apenas llegó al anciano, la corriente empezó a arrastrarlo también a él río abajo.

Los cuerpos sin vida de ambos aparecieron abrazados en el remanso del río, algunos kilómetros abajo…

Tal vez porque de alguna manera los hijos del anciano quisieron hacer responsables a Lien-tzu de la muerte de su padre, quizás porque el pequeño Ling era demasiado joven para el trabajo, o quizás porque como dijeron, no había tanto trabajo en los arrozales, pero el caso es que los hijos del muerto se negaron a concederle a Ling el derecho de conservar el trabajo de su padre.

El joven Ling insistió.

Primero les dijo que con sus trece años él ya era bastante grande para el trabajo, después les dijo que ese trabajo lo había heredado de su padre, después habló sobre su capacidad de trabajo y sobre su habilidad manual y cuando todo esto no sirvió, Ling les rogó el trabajo argumentando la necesidad económica de su familia.

Ningún argumento alcanzó y el joven fue invitado a retirarse de la plantación.

Ling se indignó y empezó a alzar la voz, a reivindicar el sacrificio de su padre, a hablar de explotación, de derechos, de demandas, de exigencias…

En medio de un forcejeo, Ling fue sacado a empellones del lugar y arrojado a la polvorienta calle…

Desde entonces la familia comía cuando podía, apoyada en algunos trabajos temporarios que conseguía Ling, y el sacrificio de su madre que lavaba y cosía ropas para otros.

Un día, como todos los días, Ling salía de la plantación, como todos los días había ido a pedir trabajo, como todos los días le habían dicho que no había nada para él…

Salía con la cabeza baja, mirando el piso y sus gastadas sandalias.

Pateaba las piedras que encontraba, consolando su dolor.

De repente pateó algo y sintió un ruido diferente, buscó con la mirada lo que había pateado…

No era una piedra, era una bolsita de cuero cerrada con un cordel y cubierta de tierra.

El joven la volvió a patear.

No estaba vacía. Hacía un hermoso ruido al rodar por le piso.

Ling siguió pateando la bolsita durante horas y horas, disfrutando del sonido que hacía…

Finalmente la levantó y la abrió.

Adentro había un montón de monedas de plata… ¡muchísimas monedas!… Más de las que él había visto en su vida…

Las contó.

Eran quince. Quince hermosas, nuevas y brillantes monedas.

Y eran de él.

El las había encontrado tiradas en el piso.

El las había pateado durante media hora.

El había abierto la bolsa.

No había duda de que eran suyas…

Ahora por fin su madre podría dejar de trabajar, sus hermanos volverían a estudiar y todos podrían comer los que quisieran… todos los días.

Corrió al pueblo “de compras”…

Llegó a la casa cargado de comida, de juguetes para sus hermanos, acolchados para abrigo y dos hermosos vestidos, traídos desde la India, para su madre.

Su llegada fue una fiesta… todos tenían hambre y nadie preguntó de dónde había salido la comida, hasta después de haberla terminado.

Después de la cena, Ling repartió los regalos y cuando los niños, cansados de jugar, se fueron a dormir, Zumi hizo señas a Ling para que se sentara a su lado.

Ling ya sabía que quería su madre.

—No creerás que lo robé —dijo Ling.

—Nadie te regalaría todo esto por nada… —dijo su madre.

—No, nadie regala —asintió Ling—. Lo compré. Yo lo compré.

—¿Y de dónde sacaste el dinero, Ling?

Y el joven le contó a su madre cómo encontró la bolsa de las monedas…

—Ling, hijo mío, ese dinero no es tuyo —dijo Zumi.

—¿Cómo que no es mío? —protestó Ling—. Yo lo encontré.

—Hijo, si tú lo encontraste, alguien lo perdió. Y ese que lo perdió es el verdadero dueño del dinero —sentenció la mujer.

—No —dijo Ling—. El que lo perdió, lo perdió y el que lo encontró, lo encontró. Yo lo encontré. Y si no tiene dueño, es mío.

—Bien, hijo —siguió la madre—. Si no tiene dueño es tuyo. Pero si tiene dueño hay que devolver su propiedad.

—No, madre.

—Sí, Ling, recuerda a tu padre y piensa qué te diría él.

Ling bajó la cabeza y asintió a disgusto.

—¿Y qué haré con las monedas que gasté? —preguntó el joven.

—¿Cuántas monedas gastaste?

—Dos.

—Bien, ya veremos cómo podemos pagarlas —dijo Zumi—.

Ahora vete al pueblo y pregúntale a la gente quién perdió una bolsa de cuero. Empieza por preguntar cerca de donde la encontraste.

Otra vez con la cabeza baja, esta vez saliendo de su casa, Ling se lamentaba de su destino.

Al llegar entró en la plantación y preguntó al encargado si alguien había extraviado algo.

El encargado no sabía, pero iba a averiguar.

Al rato, el hijo mayor del anciano y actual dueño del arrozal salió a su encuentro.

—¿Tú te llevaste mi bolsa de monedas? —le preguntó en tono acusador.

—No, señor, la encontré en la calle —contestó Ling.

—¡Dámela, rápido! —le gritó.

El joven sacó de entre sus ropas la bolsa y se la dio.

El hombre vació la bolsa en su mano y empezó a contar…

El muchacho se anticipó:

—Encontrará que sólo faltan dos monedas, Señor Cheng.

Yo juntaré el dinero para devolvérselas o trabajaré gratis hasta compensarlo.

—¡Trece!… ¡Trece! —rugió— ¿Dónde están las monedas que faltan?

—Ya le dije, Señor —empezó el joven—. Yo no sabía que la bolsa era suya. Pero yo le devolveré su dinero…

—¡Ladrón! —lo interrumpió el hombre— ¡ladrón! Yo te enseñaré a no quedarte con lo que no es tuyo —y salió a la calle gritando—. Yo te enseñaré… yo te enseñaré.

El joven marchó a su casa. No podría saber si era mayor su rabia o su desesperación.

A su llegada, le contó a Zumi lo sucedido y ésta lo consoló.

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