Déjame que te cuente... (7 page)

BOOK: Déjame que te cuente...
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Y me di cuenta, de que esto pasa todos los días: Que la gente no paga impuestos porque ¿cuál es la diferencia?

Que la gente no es amable porque ¿quién se va a dar cuenta?

Que la gente no es considerada porque nadie quiere ser el único idiota.

Que la gente no se divierte porque es ridículo reírse solo.

Que la gente no empieza a bailar en las fiestas hasta que otros no lo hacen antes.

…Que no somos más estúpidos porque no tenemos tiempo.

Si yo consiguiera ser fiel a mí mismo, fiel de verdad y continuamente, cuánto más amable, cordial, generoso y gentil sería.

De todo esto venía hablando con Jorge en aquella época, y a medida que hablaba y pensaba en esto, aparecía una y otra vez, sin que yo saliera a buscarla, la idea de quedarme solo; solo y señalado por el dedo ridiculizador de los otros…

…o peor aún, sin siquiera ese dedo ridiculizador…

—Hace algunos años —empezó el gordo— escribí un ensayo que empezaba con esta frase:

“El canal de parto y el ataúd, son dos lugares diseñados sólo para un cuerpo…”

Y esto, Demi, quiere señalar —para mí—, que nacemos solos y morimos solos. Esta idea, esta (yo creo) terrible idea, es quizás la más dura de las cosas de las que yo mismo me di cuenta en mi propio proceso de crecimiento.

Pero también descubrí, por suerte, que existen los compañeros de ruta: compañeros para un ratito, compañeros para un tiempito más largo y también existen los amigos, los amores, los hermanos; compañeros para toda la vida.

—Sabes, gordo, me hace acordar de aquello que leí alguna vez sobre la pareja: No camines delante de mí porque podría no seguirte, ni camines detrás de mí, podría perderte. No camines debajo de mí porque podría pisarte, ni camines encima de mí porque podría sentir que me pesas. Camina a mi lado, porque somos pares.

—Claro, Demi, es eso mismo. Este darse cuenta de que nadie puede recorrer por ti tu camino, es fundamental. Tanto, como saber que el camino es más nutritivo si se recorre en compañía.

Darme cuenta de quién soy y saberme único, diferente y separado del mundo por el límite de mi piel, no necesariamente quiere decir aislado, ni desolado, ni siquiera autosuficiente.

—Entonces, ¿no se puede vivir sin los otros?

—Depende de lo que tú creas que es vivir en cada momento y de quiénes son los otros, en cada momento.

Aquel señor había viajado mucho. A lo largo de su vida, había visitado cientos de países reales e imaginarios.

Uno de los viajes que más recordaba era su corta visita al País de las Cucharas Largas. Había llegado a la frontera por casualidad: en el camino de Uvilandia a Parais, había un pequeño desvío hacia el mencionado país; y explorador como era, tomó el desvío. El sinuoso camino terminaba en una sola casa enorme. Al acercarse, notó que la mansión parecía dividida en dos pabellones: un ala Oeste y un ala Esta. Estacionó el auto y se acercó a la casa. En la puerta, un cartel anunciaba:

*PAÍS DE LAS CUCHARAS LARGAS”

“ESTE PEQUEÑO PAÍS CONSTA SÓLO DE DOS HABITACIONES LLAMADAS NEGRA Y BLANCA. PARA RECORRERLO, DEBE AVANZAR POR EL PASILLO HASTA QUE ESTE SE DIVIDE Y DOBLAR A LA DERECHA SI QUIERE VISITAR LA HABITACION NEGRA, O A LA IZQUIERDA SI LO QUE QUIERE ES VISITAR LA HABITACION BLANCA.”

El hombre avanzó por el pasillo y el azar lo hizo doblar primero a la derecha. Un nuevo corredor de unos cincuenta metros terminaba en una puerta enorme. Desde los primeros pasos por el pasillo, empezó a escuchar los “ayes” y quejidos que venían de la habitación negra.

Por un momento las exclamaciones de dolor y sufrimiento lo hicieron dudar, pero siguió adelante. Llegó a la puerta, la abrió y entró.

Sentados alrededor de una mesa enorme, había cientos de personas. En el centro de la mesa estaban los manjares más exquisitos que cualquiera podría imaginar y aunque todos tenían una cuchara con la cual alcanzaban el plato central… se estaban muriendo de hambre. El motivo era que las cucharas tenían el doble del largo de su brazo y estaban fijadas a sus manos. De ese modo todos podían servirse, pero nadie podía llevarse el alimento a la boca.

La situación era tan desesperante y los gritos tan desgarradores, que el hombre dio media vuelta y salió casi huyendo del salón.

Volvió al hall central y tomó el pasillo de la izquierda que iba a la habitación blanca. Un corredor igual al otro terminaba en una puerta similar. La única diferencia era que, en el camino, no había quejidos, ni lamentos. Al llegar a la puerta, el explorador giró el picaporte y entró en el cuarto.

Cientos de personas estaban también sentados en una mesa igual a la de la habitación negra. También en el centro había manjares exquisitos. También cada persona tenía una larga cuchara fijada a su mano…

Pero nadie se quejaba ni lamentaba. Nadie estaba muriendo de hambre, porque todos… se daban de comer unos a otros.

El hombre sonrió, se dio media vuelta y salió de la habitación blanca. Cuando escuchó el “clic” de la puerta que se cerraba se encontró de pronto y misteriosamente en su propio auto, manejando camino a Parais…

LA ESPOSA SORDA

Apenas me senté, empecé a hablar. Tenía ese día un tema muy claro sobre el que quería trabajar. Mis discusiones con mi pareja.

—Me parece que Gaby está de la nuca.

—De la ¿qué?

—De la nuca, chiflada, piantada, loca como una zapatilla…

—¿Por…?

—Estuvimos discutiendo toda la semana por el tema de las vacaciones. Resulta que Gabriela quiere que vayamos todo el mes a Punta del Este con los viejos de ella, que nos invitaron; y yo no quiero ir porque me gustaría que nos fuéramos a Mar del Plata, con un grupo de amigos del club. Yo sé que a ella le gustaría mucho más el proyecto de Mardel, pero está emperrada en lo de Punta. Y si hay algo que a mí me pone loco es cuando Gaby se emperra. Más la veo así y más tozudo me pongo yo.

Hasta que llega un momento en que no puedo hablar más con ella, porque siento que es absolutamente incapaz de abrir su cabeza y escuchar otras opiniones.

—¿Y por qué ella prefiere ir a Punta del Este?

—Por nada, es un capricho.

—Pero ella no dice que es un capricho, ¿o sí?

—No, ella dice que quiere ir a Punta.

—¿Y tú no le preguntaste por qué?

—Sí, claro que le pregunté, pero ni sé qué pavada me contestó.

— Dime, Demi, si no sabes que te contestó, ¿cómo puedes decir que es una pavada?

—Porque cuando Gabriela se encapricha, dice cualquier cosa y no escucha razones. Descalifica todo lo que el otro dice y lo único que atiende son sus propios argumentos.

—Descalifica tus argumentos.

—Sí.

—Dice, por ejemplo, que lo tuyo son estupideces, o que eres un cabeza dura…

—Eso.

—O que eres un caprichoso.

—Sí, también, cómo sab…?

—Ayer me contaron un chiste.

Un tipo llama al médico de cabecera de la familia: —Ricardo, soy yo: Julián.

—Ah, ¿qué dices, Julián?

—Mira, te llamo preocupado por María.

—Pero, ¿qué pasa?

—Se está quedando sorda.

—¿Cómo que se está quedando sorda?

—Y si, viejo, necesito que la vengas a ver.

—Bueno, la sordera en general no es una cosa repentina ni aguda, así que el lunes tráemela al consultorio y la reviso.

—Pero, ¿te parece esperar hasta el lunes?

—¿Cómo te diste cuenta de que no oye?

—Y… porque la llamo y no contesta.

—Mira, puede ser una pavadita como un tapón en la oreja. A ver, hagamos una cosa: vamos a detectar el nivel de la sordera de María: ¿dónde estás tú?

—En el dormitorio.

—Y ella ¿dónde está?

—En la cocina.

—Bueno, llámala desde ahí.

—MARIAAA… No, no escucha.

—Bueno, acércate a la puerta del dormitorio y grítale por el pasillo.

—MARIIIAAA… No, viejo, no hay caso.

—Espera, no te desesperes. Toma el teléfono inalámbrico y acércate por el pasillo llamándola para ver cuándo te escucha.

—MARIAA, MARIIAAA, MARIIIAAAA… No hay caso, doc.

Estoy parado en la puerta de la cocina y la veo, está de espaldas lavando los platos, pero no me escucha. MARIIIAAA… No hay caso.

—Acércate más.

El tipo entra en la cocina, se acerca a María, le pone una mano en el hombro y le grita en la oreja: ¡MARIIIAAAA!

La esposa furiosa se da vuelta y le dice: —¿Qué quieres? ¡¿QUE QUIERES, QUE QUIEREEEES?!, ya me llamaste como diez veces y diez veces te contesté ¿QUÉ QUIERES?… Tú cada día estás más sordo, no sé por qué no consultas al médico de una vez…

—Esto es la proyección, Demián, cada vez que veo algo que me molesta en otra persona, sería bueno recordar que eso que veo, por lo menos (¡por lo menos!) también es mío.

Bueno, sigamos con lo tuyo… ¿qué me decías de los caprichos de Gabriela?…

¡NO MEZCLAR!

—Gabriela siempre se está quejando de que yo no le presento a mis amigos. Todo el tiempo quiere conocer a los chicos y las chicas de la facultad. ¡Me tiene harto!

—¿Y tú le presentas a la gente de la facultad?

—Yo no la oculto. Si nos cruzamos con alguien en la calle o en una fiesta yo la presento, pero lo que ella quisiera es entrar en mi mundo de relaciones.

—Que es, si yo entiendo bien, justo justo lo que tú no quieres.

—Y… depende…

—¿Depende de qué?

—Qué sé yo. Depende. Si la cosa se da naturalmente, está bien.

Pero forzar situaciones, no.

—¿Tú me estás cargando? ¿Qué es forzar situaciones? Que haya una fiesta de la gente de la facultad, que te inviten, y que vayas con tu novia, ¿eso es forzar?

—Sí, claro que es forzar. No tiene nada que ver. Si nadie la conoce.

—Esto parece joda, Demián. Yo tenía un primo que antes de almorzar y antes de cenar se comía un sándwich, porque decía que no podía comer nada con el estómago vacío.

—Yo no veo la relación entre el chiste y lo mío.

—No, hoy no le ves la relación a nada. Me dices que no le das lugar a Gabriela entre tus amigos, porque ni la conocen y no la conocen porque tú no le das lugar…

—…

—¿Para qué, Demián?

—Porque Gabriela…

—¿Para qué, Demián, para qué?

—¿Para qué?… Para no mezclar.

—¿Cómo es eso?

—Claro, yo no quiero mezclar estos dos grupos de relaciones… Y no creas que me resulta fácil. No sólo Gabriela se enoja, la verdad es que también discuto con mis compañeros de la facu, también ellos insisten para que traiga a Gaby. Nadie entiende que quiero tener las cosas en su lugar: una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.

—Pero dime, esta cosa y esta otra cosa y las otras cosas diferentes de estas cosas, ¿no están acaso anidando todas adentro de ti?

—¿Para qué quieres que no se mezclen?

—No sé, gordo, pero no quiero mezclarlas.

—No es la primera vez que haces esto, ¿verdad?

—¿Cómo que no es la primera vez?

—Claro, ya otras veces me has contado que te ocupas de no mezclar.

—Ah, sí, creo que te hablé alguna vez de no mezclar mi familia con mis amigos, la gente del club con la de la facultad, y no sé cuál otra.

—Yo siento que intentar preservar lugares privados que te pertenecen debe ser útil, es cierto. Pero también creo que encasillar los hechos y las personas de tu vida para que nunca se crucen, es demasiado fatigoso y a veces, yo diría peligroso.

—¿Por qué peligroso?

—Porque me parece que poniendo barreras y limitaciones, los otros empiezan a dudar de sus propios lugares y reclaman que les des la posibilidad de compartir contigo tus cosas, sobre todo las que se ve que son importantes.

—Ese es su problema, no el mío.

—No te pongas rígido. Será su problema, pero tú eres el que tiene que saber que el otro se queda resentido, se siente excluido y despreciado. Este es el riesgo. Quizás terminas hiriendo al otro “por no mezclar”, arruinas tu relación con ellos, por poner vallas.

—Creo que lo hago sólo con mis grupos de amigos, porque son totalmente separados…

—Demi, algunos meses después de empezar terapia conmigo, llegaste de la facultad, te habías quedado sin guita y no querías pedirle a tus viejos. ¿Te acuerdas? Yo, naturalmente, te ofrecí prestarte hasta el mes siguiente, o hasta cuando tuvieras. ¿Sí?

—Sí.

—¿Y te acuerdas qué pasó?

—Sí, no la quise aceptar.

—¿Te acuerdas de tus argumentos?

—No, no sé.

—Me dijiste que te sorprendía, que me agradecías pero que “no querías mezclar”. ¿No te suena esa frase?

—Bueno, pero tú no te sentiste ni despreciado, ni excluido, ni no sé qué…

—¿Estás seguro?

—…Casi.

—Mientes. No estás seguro ni un poquito.

—Mira, contigo, no estoy seguro ni de cómo me llamo.

—Te puedo asegurar, Demi, que a veces no importa cuán claro tengas las cosas. Cuando tú ofreces ayuda de corazón al otro y el otro la rechaza porque es estúpido, orgulloso o simplemente porque sí, no tienes ganas de festejar; la primera sensación es de mandarlo a la mierda.

—Es verdad, entiendo.

—Para variar te voy a contar un cuento.

Había una vez un señor que tenía un sirviente bastante tonto.

El señor no era tan mezquino como para echarlo, ni tan generoso como para mantenerlo sin que hiciera nada, (que es lo mejor que se puede hacer con un tonto!). El caso es que el señor trataba de darle tareas sencillas para que el tonto “sirviera para algo”. Un día lo llamó y le dijo: —Anda hasta el almacén y compra una medida de harina y una medida de azúcar. La harina es para pan y el azúcar para dulce, así que: Que no se mezclen. ¿Me escuchaste? ¡Que no se mezclen!

El sirviente hizo esfuerzos por retener la orden: una medida de harina, una medida de azúcar y que no se mezclen…

Que no se mezclen. Tomó una bandeja y partió al almacén.

Camino al almacén repetía para sus adentros “una medida de harina y una medida de azúcar pero que no se mezclen!”

Llegó al almacén:

—Una medida de harina, señor.

El almacenero metió el jarro de la medida en la harina y la sacó colmada. El sirviente acercó la bandeja y el almacenero vació el jarro sobre la bandeja.

—Y una medida de azúcar —dijo el comprador.

Otra vez el almacenero tomó una medida, la introdujo en el gran cajón y la sacó, esta vez llena de azúcar.

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