Déjame que te cuente... (3 page)

BOOK: Déjame que te cuente...
13.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Una de ellas dijo en voz alta: —No puedo más. Es imposible salir de aquí, esta materia no es para nadar. Ya que voy a morir, no veo para qué prolongar este dolor. No entiendo qué sentido tiene morir agotada por un esfuerzo estéril.

Y dicho esto, dejó de patalear y se hundió con rapidez siendo literalmente tragada por el espeso líquido blanco.

La otra rana, más persistente o quizás más tozuda, se dijo:

—¡No hay caso! Nada se puede hacer para avanzar en esta cosa. Sin embargo ya que la muerte me llega, prefiero luchar hasta mi último aliento. No quisiera morir un segundo antes de que llegue mi hora.

Y siguió pataleando y chapoteando siempre en el mismo lugar, sin avanzar un centímetro. ¡Horas y horas!

Y de pronto… de tanto patalear y agitar, agitar y patalear… La nata, se transformó en manteca.

La rana sorprendida dio un salto y patinando llegó hasta el borde del pote.

Desde allí, sólo le quedaba ir croando alegremente de regreso a casa.

EL HOMBRE QUE SE CREÍA MUERTO

Recuerdo que me había quedado pensando en el cuento de las dos ranitas.

—Es como aquella poesía de Almafuerte —comenté—. No te des por vencido ni aun vencido.

—Puede ser —dijo el gordo— aunque más me parece que en este caso es: “No te des por vencido antes de ser vencido” o si quieres: “No te declares perdedor antes de llegar al tiempo de la evaluación final”. Porque…

Y ya que estaba, me contó otro cuento.

Había un señor muy aprensivo respecto de sus propias enfermedades y sobre todo, muy temeroso del día en que le llegara la muerte.

Un día, entre tantas ideas locas, se le ocurrió que quizás él ya estaba muerto. Entonces le preguntó a su mujer: —Dime mujer, ¿no estaré muerto yo?

La mujer rió y le dijo que se tocara las manos y los pies.

—Ves, ¡están tibios! Bien, eso quiere decir que estás vivo.

Si estuvieras muerto, tus manos y tus pies estarían helados.

Al hombre le sonó muy razonable la respuesta y se tranquilizó.

Pocas semanas después, el hombre salió bajo la nieve a hachar algunos árboles. Cuando llegó al bosque se sacó los guantes y comenzó a hachar.

Sin pensarlo, se pasó la mano por la frente y notó que sus manos estaban frías. Acordándose de lo que le había dicho su esposa, se quitó los zapatos y las medias y confirmó con horror que sus pies también estaban helados.

En ese momento ya no le quedó ninguna duda, se “dio cuenta” de que estaba muerto.

—No es bueno que un muerto ande por ahí talando árboles —se dijo. Así que dejó el hacha al lado de su mula y se tendió quieto en el piso helado, las manos en cruz sobre el pecho y los ojos cerrados.

A poco de estar tirado en el piso, una jauría comenzó a acercarse a las alforjas donde estaban las provisiones. Al ver que nada los paraba, destrozaron las alforjas y devoraron todo lo que había de comestible. El hombre pensó: —Suerte que tienen que estoy muerto que si no, yo mismo los echaba a patadas.

La jauría siguió husmeando y descubrió el burro atado a un árbol. Fácil presa era de los filosos dientes de los perros. El burro chilló y coceó pero el hombre sólo pensó qué lindo sería defenderlo, si no fuera porque él estaba muerto.

En algunos minutos dieron cuenta del burro, sólo unos pocos perros seguían royendo algún hueso.

La jauría, insaciable, siguió rondando el lugar.

No pasó mucho tiempo hasta que uno de los perros olió el olor del hombre. Miró a su alrededor y vio al hachero tirado inmóvil en el piso. Se acercó lentamente (muy lentamente, porque el hombre era muy peligroso y engañador).

En pocos instantes, todos los perros babeando sus fauces rodearon al hombre.

—Ahora me van a comer —pensó—. Si no estuviera muerto, otra sería la historia.

Los perros se acercaron…

…y viendo su inacción se lo comieron.

EL PORTERO DEL PROSTÍBULO

Cursaba la mitad de la carrera y, como muchos, de repente empece a replantearme mi decisión de estudiar. Llevé el tema a mi terapia. Yo me daba cuenta de que me presionaba y me forzaba para seguir estudiando.

—Ése es el problema —dijo Jorge—. Mientras sigas creyendo que “tienes que” estudiar y recibirte, no hay posibilidades de que lo hagas con placer y mientras no haya por lo menos un poco de placer, algunas partes de tu personalidad te van a jugar malas pasadas.

Jorge repetía hasta aburrir que no creía en el esfuerzo. Decía que nada útil se puede conseguir esforzándose. Sin embargo… en este caso yo creo que se equivocaba. Por lo menos sería la excepción que confirma la regla.

—Pero Jorge, yo no puedo dejar de estudiar —dije— yo no creo que en el mundo en que me va a tocar vivir, yo pueda ser alguien si no tengo un título. Una carrera de alguna manera es una garantía.

—Puede ser —dijo el gordo— ¿Sabes lo que es el Talmud?

—Sí.

—Hay un cuento en el Talmud, trata sobre un hombre común.

Ese hombre era el portero de un prostíbulo.

No había en aquel pueblo un oficio peor conceptuado y peor pagado que el de portero del prostíbulo… Pero ¿qué otra cosa podría hacer aquel hombre?

De hecho, nunca había aprendido a leer ni a escribir, no tenía ninguna otra actividad ni oficio. En realidad, era su puesto porque su padre había sido el portero de ese prostíbulo y también antes, el padre de su padre.

Durante décadas, el prostíbulo se pasaba de padres a hijos y la portería se pasaba de padres a hijos.

Un día, el viejo propietario murió y se hizo cargo del prostíbulo un joven con inquietudes, creativo y emprendedor. El joven decidió modernizar el negocio.

Modificó las habitaciones y después citó al personal para darle nuevas instrucciones.

Al portero, le dijo:

—A partir de hoy, usted, además de estar en la puerta, me va a preparar una planilla semanal. Allí anotará usted la cantidad de parejas que entran día por día. A una de cada cinco, le preguntará cómo fueron atendidas y qué corregirían del lugar. Y una vez por semana, me presentará esa planilla con los comentarios que usted crea convenientes.

El hombre tembló, nunca le había faltado disposición al trabajo pero…

—Me encantaría satisfacerlo, señor —balbuceó— pero yo… yo no sé leer ni escribir.

—¡Ah! ¡Cuánto lo siento! Como usted comprenderá, yo no puedo pagar a otra persona para que haga esto y tampoco puedo esperar hasta que usted aprenda a escribir, por lo tanto…

—Pero señor, usted no me puede despedir, yo trabajé en esto toda mi vida, también mi padre y mi abuelo…

No lo dejó terminar.

—Mire, yo comprendo, pero no puedo hacer nada por usted. Lógicamente le vamos a dar una indemnización, esto es, una cantidad de dinero para que tenga hasta que encuentre otra cosa. Así que, lo siento. Que tenga suerte.

Y sin más, se dio vuelta y se fue.

El hombre sintió que el mundo se derrumbaba. Nunca había pensado que podría llegar a encontrarse en esa situación.

Llegó a su casa, por primera vez, desocupado. ¿Qué hacer?

Recordó que a veces en el prostíbulo cuando se rompía una cama o se arruinaba una pata de un ropero, él, con un martillo y clavos se las ingeniaba para hacer un arreglo sencillo y provisorio. Pensó que esta podría ser una ocupación transitoria hasta que alguien le ofreciera un empleo.

Buscó por toda la casa las herramientas que necesitaba, sólo tenía unos clavos oxidados y una tenaza mellada. Tenía que comprar una caja de herramientas completa. Para eso usaría una parte del dinero que había recibido.

En la esquina de su casa se enteró de que en su pueblo no había una ferretería, y que debería viajar dos días en mula para ir al pueblo más cercano a realizar la compra.
¿Qué más da?
Pensó, y emprendió la marcha.

A su regreso, traía una hermosa y completa caja de herramientas. No había terminado de quitarse las botas cuando llamaron a la puerta de su casa. Era su vecino.

—Vengo a preguntarle si no tiene un martillo para prestarme.

—Mire, sí, lo acabo de comprar pero lo necesito para trabajar… como me quedé sin empleo…

—Bueno, pero yo se lo devolvería mañana bien temprano.

—Está bien.

A la mañana siguiente, como había prometido, el vecino tocó la puerta.

—Mire, yo todavía necesito el martillo. ¿Por qué no me lo vende?

—No, yo lo necesito para trabajar y además, la ferretería está a dos días de mula.

—Hagamos un trato —dijo el vecino— Yo le pagaré a usted los dos días de ida y los dos días de vuelta, más el precio del martillo, total usted está sin trabajar. ¿Qué le parece?

Realmente, esto le daba un trabajo por cuatro días…

Aceptó.

Volvió a montar su mula.

Al regreso, otro vecino lo esperaba en la puerta de su casa.

—Hola, vecino. ¿Usted le vendió un martillo a nuestro amigo?

—Sí…

—Yo necesito unas herramientas, estoy dispuesto a pagarle sus cuatro días de viaje y una pequeña ganancia por cada herramienta. Usted sabe, no todos podemos disponer de cuatro días para nuestras compras.

El ex-portero abrió su caja de herramientas y su vecino eligió una pinza, un destornillador, un martillo y un cincel. Le pagó y se fue.


…No todos disponemos de cuatro días para hacer compras”
, recordaba.

Si esto era cierto, mucha gente podría necesitar que él viajara a traer herramientas.

En el siguiente viaje decidió que arriesgaría un poco del dinero de la indemnización, trayendo más herramientas que las que había vendido. De paso, podría ahorrar algún tiempo en viajes.

La voz empezó a correrse por el barrio y muchos quisieron evitarse el viaje.

Una vez por semana, el ahora corredor de herramientas viajaba y compraba lo que necesitaban sus clientes.

Pronto entendió que si pudiera encontrar un lugar donde almacenar las herramientas, podría ahorrar más viajes y ganar más dinero. Alquiló un galpón.

Luego le hizo una entrada más cómodo y algunas semanas después con una vidriera, el galpón se transformó en la primera ferretería del pueblo.

Todos estaban contentos y compraban en su negocio.

Ya no viajaba, de la ferretería del pueblo vecino le enviaban sus pedidos. Él era un buen cliente.

Con el tiempo, todos los compradores de pueblos pequeños más lejanos preferían comprar en su ferretería y ganar dos días de marcha.

Un día se le ocurrió que su amigo, el tornero, podría fabricar para él las cabezas de los martillos.

Y luego, ¿por qué no? las tenazas… y las pinzas… y los cinceles. Y luego fueron los clavos y los tornillos…

Para no hacer muy largo el cuento, sucedió que en diez años aquel hombre se transformó con honestidad y trabajo en un millonario fabricante de herramientas. El empresario más poderoso de la región.

Tan poderoso era, que un año para la fecha de comienzo de las clases, decidió donar a su pueblo una escuela. Allí se enseñarían además de lectoescritura, las artes y los oficios más prácticos de la época.

El intendente y el alcalde organizaron una gran fiesta de inauguración de la escuela y una importante cena de agasajo para su fundador.

A los postres, el alcalde le entregó las llaves de la ciudad y el intendente lo abrazó y le dijo: —Es con gran orgullo y gratitud que le pedimos nos conceda el honor de poner su firma en la primera hoja del libro de actas de la nueva escuela.

—El honor sería para mí —dijo el hombre—. Creo que nada me gustaría más que firmar allí, pero yo no sé leer ni escribir. Yo soy analfabeto.

—¿Usted? —dijo el intendente, que no alcanzaba a creerlo —¿Usted no sabe leer ni escribir? ¿Usted construyó un imperio industrial sin saber leer ni escribir? Estoy asombrado. Me pregunto ¿qué hubiera hecho si hubiera sabido leer y escribir?

—Yo se lo puedo contestar —respondió el hombre con calma—. ¡Si yo hubiera sabido leer y escribir… sería portero del prostíbulo!.

DOS NÚMEROS MENOS

Esa tarde venía con un tema preparado: quería seguir hablando sobre el esfuerzo.

Cuando lo hablamos en el consultorio me pareció bastante razonable; pero a la hora de poner en práctica lo aprendido, me resultaba imposible ser coherente con lo que en teoría sonaba tan deseable.

—Siento que definitivamente no puedo vivir sin hacer, de vez en cuando por lo menos, algunos esfuerzos. Es más, la verdad, me parece imposible que alguien, cualquiera, pueda hacerlo.

—En algo tienes razón —me dijo el gordo—. Yo me he pasado gran parte de mis últimos veinte años intentando ser fiel a mi ideología y no siempre con éxito. Creo que a todos les debe pasar lo mismo. La idea del “no-esfuerzo” es un desafío, una práctica, una disciplina. Y como tal, requiere de entrenamiento.

—Al principio a mí también me parecía imposible —siguió— ¿qué iban a pensar los demás de mí, si no iba a esa reunión?, ¿si no los escuchaba atentamente aunque me importara un bledo lo que tenían que decir?

¿Si no me mostraba agradecido con ese tipo al que yo consideraba una basura?

¿Si contestaba fácilmente que NO a un pedido al que simplemente no tenía ganas de acceder?

¿Si me daba el lujo de trabajar cuatro días por semana renunciando a ganar más dinero?

¿Si transitaba el mundo sin estar bien afeitado?

¿Si me negaba a dejar de fumar hasta que no pudiera hacerlo naturalmente?

Si…

Alguna vez escribí que esta idea del esfuerzo necesario es una creación social que parte de una ideología determinada, de una ideología de hecho bastante severa con la imagen del hombre social. Parece bastante claro que si el hombre es vago, malvado, egoísta y dejado, entonces, el hombre debe esforzarse para “mejorarse”. Pero, ¿será cierto que el hombre es así?

Yo escuchaba fascinado, no tanto por lo que Jorge me decía, sino por mi propia imagen de lo que sería vivir relajadamente, sin peleas conmigo mismo, tranquilo y sin prisas, sin preguntarme nunca más:
“¿Qué m… hago yo aquí?”.

Pero ¿por dónde empezar?

—Primero —siguió Jorge, como si adivinara mis pensamientos—antes que ninguna otra cosa es preciso desactivar una trampa que nos pusieron cuando éramos así de chiquititos. Esta trampa es una idea tan prendida en nosotros, que forma parte de esta cultura explícita e implícitamente: “Sólo se valora lo que se consigue con esfuerzo.”

Como dirían los americanos, esto es
bull-shit
(estiércol de toro).

BOOK: Déjame que te cuente...
13.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Calico by Raine Cantrell
All-Star Fever by Matt Christopher
When Fangirls Lie by Marian Tee
Akeelah and the Bee by James W. Ellison
Hot Secret by Woods, Sherryl
Devil's Touch by Tina Lindegaard
DUALITY: The World of Lies by Paul Barufaldi
Cadillac Couches by Sophie B. Watson
Assassin's Honor by Monica Burns