Déjame que te cuente... (6 page)

BOOK: Déjame que te cuente...
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Había una vez en la ciudad de Cracovia, un anciano piadoso y solidario que se llamaba Izy. Durante varias noches, Izy soñó que viajaba a Praga y llegaba hasta un puente sobre un río; soñó que a un costado del río y debajo del puente se hallaba un frondoso árbol. Soñó que él mismo cavaba un pozo al lado del árbol y que de ese pozo sacaba un tesoro que le traía bienestar y tranquilidad para toda su vida.

Al principio Izy no le dio importancia, pero después de repetirse el sueño durante varias semanas, interpretó que era un mensaje y decidió que él no podía desoír esta información que le llegaba de Dios o no se sabía de dónde, mientras dormía.

Así que, fiel a su intuición, cargó su mula para una larga travesía y partió hacia Praga.

Después de seis días de marcha, el anciano llegó a Praga y se dedicó a buscar, en las afueras de la ciudad, el puente sobre el río.

No había muchos ríos, ni muchos puentes. Así que rápidamente encontró el lugar que buscaba. Todo era igual que en su sueño: el río, el puente ya un costado del río, el árbol debajo del cual debía cavar.

Sólo había un detalle que en el sueño no había aparecido: el puente era custodiado día y noche por un soldado de la guardia imperial.

Izy no se animaba a cavar mientras estuviera allí el soldado, así que acampó cerca del puente y esperó. A la segunda noche el soldado empezó a sospechar de ese hombre cerca de SU puente, así que se aproximó para interrogarlo.

El viejo no encontró razón para mentirle. Por eso le contó que venía viajando desde una ciudad muy lejana, porque había soñado que en Praga debajo de un puente como éste, había un tesoro enterrado.

El guardia empezó a reírse a carcajadas: —Mira que has viajado mucho por una estupidez —le dijo el guardia—. Hace tres años que yo sueño todas las noches que en la ciudad de Cracovia, debajo de la cocina de la casa de un viejo loco, de nombre Izy, hay un tesoro enterrado. Ja… Ja… mira si yo debiera irme a Cracovia para buscar a este Izy y cavar debajo de su cocina… Ja… Ja… Ja…

Izy agradeció humildemente al guardia y regresó a su casa.

Al llegar, cavó un pozo debajo de su propia cocina y sacó el tesoro que siempre había estado allí enterrado…

Después del cuento, el gordo hizo un larguísimo silencio, hasta que sonó el timbre del próximo paciente. Jorge se acercó, me abrazó, me besó en la frente y me fui.

Repasé la sesión mentalmente. Al comienzo de la conversación ya el gordo me había dicho lo mismo que después, con el cuento: “la respuesta a tus preguntas no la tengo yo, sino tú”.

Las respuestas las encontraría en mí. No en Jorge, no en los libros, no en la terapia, no en mis amigos… en mí… sólo en mí…

En ningún otro lado… me repetía una y otra vez… en ningún otro lado…

Y entonces me di cuenta: Nadie podía decirme si la terapia “sirve” o no sirve. Solamente yo podía saber si “ME sirve”, y esta respuesta sería válida sólo para mí (y sólo por ahora). Yo había vivido gran parte de mi vida, ahora entendía, buscando a otro para que me dijera qué estaba bien y qué estaba mal. Buscando a otros que me miraran, para poder verme. Buscando afuera lo que en realidad siempre estuvo adentro (debajo de mi propia cocina).

Ahora estaba claro, la terapia es nada más que una herramienta para poder cavar en el lugar correcto y desenterrar el tesoro escondido. El terapeuta no es más que aquel soldado que, a su modo, dice una y otra vez dónde buscar y repite sin cansarse, que es estúpido buscar afuera…

La confusión había cesado y como Izy me sentí afortunado y tranquilo de saber, por fin, que el tesoro está conmigo, que siempre lo estuvo y que es imposible perderlo.

POR UNA JARRA DE VINO

Aquella fue una época en la que cada sesión parecía engancharse con la anterior, como si fueran los eslabones de una cadena. Yo estaba tan contento que casi no podía creer las cosas de las que solo, solito me iba dando cuenta.

Iba aprendiendo a vivir sin darme cuenta, alegre o triste, llorando o a carcajadas pero con la satisfacción de estar más cerca que antes de la paz interior, de la serenidad de espíritu, de la máxima confianza en mis propios recursos, de lo que hoy llamaría ser feliz.

Todo iba bien… pero de repente empecé a pensar que de nada servía esclarecerse, si el resto del mundo seguía viviendo en la ignorancia supina y decidido a permanecer allí. Me encontré montado en la impotencia y me empecé a enojar con ella. Y seguí.

Aun admitiendo que yo pudiera soportar esta sensación de marciano que me dejaba el hecho de sentirme diferente, de nada serviría a los otros que un tipo en el mundo… o diez… o cien tipos tuvieran algunas cosas un poco más claras…

Y ahí me acordé de mi tío Roberto. El también, alguna vez, había comenzado terapia. Le iba bien, por lo que contaba, muy bien. Pero algunos meses después de tratarse, le dijo a su terapeuta:

—Mira, digamos que he recorrido el 10% del camino. Bien, en el transcurso de estos meses y con el 10% del crecimiento, se alejó de mí el 50% de la gente que me frecuentaba. La proyección matemática aproximada dice que con el 30% del camino, 9 de cada 10 de mis amigos habrán huido. La verdad es que yo no creo que valga la pena estar más sano, para estar más solo en el mundo que Robinson Crusoe sin Viernes. Gracias por todo… ¡y Chau!

Así llegué a terapia aquel día. Cuestionaba el hecho terapéutico, pero más cuestionaba la tarea del terapeuta. Esta vez, no la del gordo (el gordo venía con las acciones en alza), sino la de todos los terapeutas.

—¿Cuánto tiempo lleva formar un terapeuta para que sea idóneo? Mira tú, dejemos el primario y el secundario: seis años de facultad de medicina, cinco años de especialización, tres años de cursos y aprendizaje psicoterapéutico, diez años de terapia personal, no sé cuántos años de terapia didáctica y según me contaste, no menos de diez años de labor profesional para completar tu formación teórica con la experiencia práctica… ¡Uf!, me cansé hasta de contarlo.

—No sé adónde vas, pero agrega que la formación no se termina. La formación continúa y así debe ser eternamente.

—Bueno, con más razón. Y todo eso es para atender durante toda tu vida profesional, a algunos cientos de tipos (…y esto porque trabajas en terapias cortas, si no, debería decir ayudar a una veintena de tipos…). No tiene sentido, gordo, desde el punto de vista social, tu profesión no tiene sentido.

—Algunos de estos “largos años de estudio y preparación”, como dices tú, los dediqué a leer cuentos que otros escribieron o a escuchar relatos que la tradición recogió de la sabiduría popular… y uno de estos cuentos es este, que me parece podría servir para algo ahora:

Había una vez… otro rey.

Este era el monarca de un pequeño país: el principado de Uvilandia. Su reino estaba lleno de viñedos y todos sus súbditos se dedicaban a la fabricación de vino. Con la exportación a otros países, las 15.000 familias que habitaban Uvilandia ganaban suficiente dinero como para vivir bastante bien, pagar los impuestos y darse algunos lujos.

Hacía ya varios años que el rey estudiaba las finanzas del reino. El monarca era justo y comprensivo, y no le gustaba la sensación de meterle la mano en los bolsillos a los habitantes de Uvilandia. Ponía gran énfasis, entonces, en estudiar alguna posibilidad de rebajar los impuestos.

Hasta que un día tuvo la gran idea. El rey decidió abolir los impuestos. Como única contribución para solventar los gastos del estado, el rey pediría a cada uno de sus súbditos que una vez por año, en la época en que se envasaran los vinos, se acercaran a los jardines del palacio con una jarra de un litro del mejor de su cosecha. Lo vaciarían en un gran tonel que se construiría para entonces, para ese fin y en esa fecha.

De la venta de esos 15.000 litros de vino se obtendría el dinero necesario para el presupuesto de la corona, los gastos de salud y de educación del pueblo.

La noticia fue desparramada por el reino en bandos y pegada en carteles en las principales calles de las ciudades. La alegría de la gente fue indescriptible. En todas las casas se alabó al rey y se cantaron canciones en su honor.

En cada taberna se levantaron las copas y se brindó por la salud y la prolongada vida del buen rey.

Y llegó el día de la contribución. Toda esa semana en los barrios y en los mercados, en las plazas y en las iglesias, los habitantes se recordaban y recomendaban unos a otros no faltar a la cita. La conciencia cívica era la justa retribución al gesto del soberano.

Desde temprano, empezaron a llegar de todo el reino las familias enteras de los viñateros con su jarra, en la mano del jefe de familia. Uno por uno subía la larga escalera hasta el tope del enorme tonel real, vaciaba su jarra y bajaba por otra escalera al pie de la cual, el tesorero del reino colocaba en la solapa de cada campesino, un escudo con el sello del rey.

A media tarde, cuando el último de los campesinos vació su jarra, se supo que nadie había faltado. El enorme barril de 15.000 litros estaba lleno. Del primero al último de los súbditos habían pasado a tiempo por los jardines y vaciado sus jarras en el tonel.

El rey estaba orgulloso y satisfecho; y al caer el sol, cuando el pueblo se reunió en la plaza frente al palacio, el monarca salió a su balcón aclamado por su gente. Todos estaban felices. En una hermosa copa de cristal, herencia de sus ancestros, el rey mandó a buscar una muestra del vino recogido. Con la copa en camino, el soberano les habló y les dijo:

—Maravilloso pueblo de Uvilandia: tal como lo imaginé, todos los habitantes del reino han estado hoy en el palacio.

Quiero compartir con ustedes la alegría de la corona, por confirmar que la lealtad del pueblo con su rey, es igual que la lealtad del rey con su pueblo. Y no se me ocurre mejor homenaje que brindar por ustedes con la primera copa de este vino, que será sin dudas un néctar de dioses, la suma de las mejores uvas del mundo, elaboradas por las mejores manos del mundo y regadas con el mayor bien del reino, el amor del pueblo.

Todos lloraban y vivaban al rey.

Uno de los sirvientes acercó la copa al rey y éste la levantó para brindar por el pueblo que aplaudía eufórico… pero la sorpresa detuvo su mano en el aire, el rey notó al levantar el vaso que el líquido era transparente e incoloro; lentamente lo acercó a su nariz, entrenada para oler los mejores vinos, y confirmó que no tenía olor ninguno. Catador como era, llevó la copa a su boca casi automáticamente y bebió un sorbo.

¡El vino no tenía gusto a vino, ni a ninguna otra cosa…!

El rey mandó a buscar una segunda copa del vino del tonel, y luego otra y por último a tomar una muestra desde el borde superior. Pero no hubo caso, todo era igual: inodoro, incoloro e insípido.

Fueron llamados con urgencia los alquimistas del reino para analizar la composición del vino. La conclusión fue unánime: el tonel estaba lleno de AGUA, purísima agua y cien por cien agua.

Enseguida el monarca mandó reunir a todos los sabios y magos del reino, para que buscaran con urgencia una explicación para este misterio. ¿Qué conjuro, reacción química o hechizo había sucedido para que esa mezcla de vinos se transformara en agua…?

El más anciano de sus ministros de gobierno se acercó y le dijo al oído:

—¿Milagro? ¿Conjuro? ¿Alquimia? Nada de eso, muchacho, nada de eso. Vuestros súbditos son humanos, majestad, eso es todo.

—No entiendo —dijo el rey.

—Tomemos por caso a Juan. Juan tiene un enorme viñedo que abarca desde el monte hasta el río. Las uvas que cosecha son de las mejores cepas del reino y su vino es el primero en venderse y al mejor precio.

Esta mañana, cuando se preparaba con su familia para bajar al pueblo, una idea le pasó por la cabeza… ¿Y si yo pusiera agua en lugar de vino, quién podría notar la diferencia…?

Una sola jarra de agua en 15.000 litros de vino… nadie notaría la diferencia… ¡Nadie!

…Y nadie lo hubiera notado, salvo por un detalle, muchacho, salvo por un detalle: ¡TODOS PENSARON LO MISMO!

SOLOS Y ACOMPAÑADOS

¿Cómo hacía Jorge para calcular el tiempo exacto de la sesión, para que terminara justo en el final de un cuento? ¿Cómo hacía para dejarme colgando de una idea toda la semana?

A veces esto me parecía maravilloso, yo tenía siete largos días para pensar acerca del relato, darle mi propia interpretación y bucear en la utilidad que yo podría obtener de ese cuento.

Otras veces me parecía odiosísimo no poder sacarle el jugo que yo intuía estaba en la historia, pero que yo no conseguía extraer.

También había veces donde me portaba estúpidamente.

Saliendo del consultorio trataba todo el tiempo de descubrir qué me había querido decir el gordo con ese relato… La secuencia posterior era inevitable: yo llegaba a la sesión para “chequear” con Jorge mi “adivinación”, y el gordo como era de prever… se ponía furioso.

—¿Qué mierda te importa lo que yo te quise decir? Lo importante es para qué te sirvió a ti, si es que te sirvió. Esto no es una clase en el colegio y yo no soy el que califica si descubriste o no, lo que quería decir tal o cual cosa. ¡Me cacho!

Lo que yo quise decir con lo que dije ES lo que dije: si hubiera querido decir otra cosa seguramente lo que hubiera dicho sería esa otra cosa.

Cuando haces esto, Demián, el relato sólo te sirve para poner a prueba tu ego, para alimentar tu vanidad. “Je, yo lo descubrí… Je, yo me di cuenta… Je, yo pude encontrar el mensaje del cuento… Je, yo soy un idiota”.

Con la historia del vino convertido en agua, me pasaron un montón de cosas. La primera fue darme cuenta, casi con alivio, que mi planteo estaba equivocado. Que en realidad la tarea terapéutica no terminaba en mí, ni en ningún otro paciente.

Para usar palabras, que mucho después le escuché decir al gordo, cada tipo que crece podría ser un repetidor, un pequeño maestro, el desencadenante de una relación en cadena que en sí misma es capaz de cambiar el mundo.

Y cuando estaba por ahí, apareció mi segundo darme cuenta: cuántas veces yo y otros como yo, no nos animamos a hacer algo pensando que es inútil, que nada se puede hacer, porque ¿quién notaría la diferencia si yo actuara así? (como en el cuento…)

Si yo actuara así… y quizás, aunque fuera uno más se animaría pensando como yo, a sumarse y a actuar así, o quizás más humildemente podría ser que alguien notara la actitud diferente y registrara, entonces que existe otra posibilidad. Si yo actuara así, distinto que todos los días, diferente de los demás, quizás, con el tiempo, todas las cosas cambiarían.

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