Déjame que te cuente... (10 page)

BOOK: Déjame que te cuente...
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A la mañana se levantó antes que nadie y se fue al bosque.

A pesar de todo el empeño, no consiguió cortar más que quince árboles.

—Me debo haber cansado —pensó y decidió acostarse con la puesta del sol.

Al amanecer, se levantó decidido a batir su marca de dieciocho árboles. Sin embargo, ese día no llegó ni a la mitad.

Al día siguiente fueron siete, luego cinco y el último día estuvo toda la tarde tratando de voltear su segundo árbol.

Inquieto por el pensamiento del capataz, el hachero se acercó a contarle lo que le estaba pasando y a jurarle y perjurarle que se esforzaba al límite de desfallecer.

El capataz le preguntó:

—¿Cuándo afilaste tu hacha la última vez?

—¿Afilar? No tuve tiempo de afilar, estuve muy ocupado cortando árboles.

—¿De qué sirve, Demián, empezar con un enorme esfuerzo, que pronto se volverá insuficiente? Cuando me esfuerzo, el tiempo de recuperación nunca alcanza para optimizar mi rendimiento.

Descansar, cambiar de temas, hacer otras cosas, es muchas veces una manera de afilar nuestras herramientas. Seguir en un punto forzadamente, en cambio, es un vano intento de reemplazar con voluntad, la incapacidad de un individuo en un momento determinado.

LA GALLINA Y LOS PATITOS

Venía discutiendo mucho con mis viejos. Yo me sentía totalmente incomprendido.

Me parecía imposible no poder entenderme con ellos. Sobre todo, con mi viejo.

Siempre creí que mi papá era un tipo fantástico, y en aquel tiempo lo seguía creyendo. Pero él se portaba como si pensara que yo era un idiota. Todo lo que yo hacía le parecía mal, o inútil, o peligroso o inadecuado. Y cuando yo intentaba explicarlo era peor, no había dos ideas que pudiéramos compartir.

—…Y me resisto a creer que mi viejo se volvió estúpido.

—Bueno, no creo que se haya vuelto estúpido.

—Pero te aseguro, gordo, que se porta como si fuera tarado.

Como si se encaprichara en posturas obtusas y pasadas de moda. Mi viejo no es un tipo tan mayor como para no entender a los jóvenes… decididamente es muy extraño.

—¿Cuento?

—Cuento.

Había una vez una pata que había puesto cuatro huevos…

Mientras los empollaba, un zorro atacó el nido y la mató.

Por alguna razón no llegó a comerse los huevos antes de huir, pero estos quedaron abandonados en el nido.

Una gallina clueca que pasó por allí, encontró el nido sin cuidados y su instinto la hizo sentarse sobre los huevos para empollarlos.

Poco después nacieron los patitos y, como era lógico, tomaron a la gallina como su madre y caminaron en fila tras ella.

La gallina contenta con su nueva cría, los llevó hasta la granja.

Todas las mañanas después del canto del gallo, mamá gallina rascaba el piso y los patos se esforzaban por imitarla.

Cuando los patitos no conseguían arrancar de la tierra un mísero gusano, la mamá sacaba para todos sus polluelos, partía cada lombriz en pedazos y alimentaba a sus hijos en sus propios picos.

Un día, como otros, la gallina salió a pasear con su nidada por los alrededores de la granja. Sus pollitos, disciplinadamente, la seguían en fila.

Pero de pronto, al llegar al lago, los patitos de un salto se zambulleron con naturalidad en la laguna, mientras la gallina cacareaba desesperada pidiéndoles que salieran del agua.

Los patitos nadaban alegres chapoteando y su mamá saltaba y lloraba temiendo que se ahogaran.

El gallo apareció por los gritos de la madre y se percató de la situación.

—No se puede confiar en los jóvenes —fue su sentencia—son unos imprudentes.

Uno de los patitos que escuchó al gallo, se acercó a la orilla y les dijo:

—No nos culpen a nosotros por sus propias limitaciones.

—No pienses, Demián, que la gallina estaba equivocada.

No juzgues tampoco al gallo.

No creas a los patos prepotentes y desafiantes.

Ninguno de estos personajes está equivocado, lo que sucede es que ven la realidad desde miradores distintos.

El único error, casi siempre, es creer que el mirado en que estoy, es el único desde el cual se divisa la verdad.

El sordo siempre cree que los que danzan están locos.

POBRES OVEJAS

Me quedé boyando en el tema de las relaciones entre padres e hijos.

¡El gordo tenía razón! Cada generación ve las cosas desde su propio y único punto de vista. Nosotros y ellos como en otro tiempo, ellos y los abuelos, peleamos porque no podemos siquiera acordar una misma realidad.

—Hablé con mis viejos, ¿sabes?

—¿Ahá?

—Le conté el cuento de la gallina.

—¿Y?

—Al principio, reaccionaron exactamente como yo pensé que iban a hacer. Mi vieja diciendo que no entendía la relación y mi viejo, diciendo que no estaba de acuerdo. Pero después nos quedamos callados un largo rato, y al final ya no estábamos tan en desacuerdo.

—Pudiste, por fin, acordar desacuerdos.

—Sí, es como tú decías, ponerse de acuerdo cuando nos ponemos de acuerdo es fácil, lo difícil es ponerse de acuerdo en que no estamos de acuerdo. Pero esto es lo que pasó.

—¡Qué bueno!

—A pesar de todo, al final mi viejo aclaró que él cree que tiene prioridad de opinión por su edad, por su experiencia y porque hay peligros en la vida que todavía no estamos en condiciones de enfrentar sin ellos, y toda la bola.

—¿Y tú qué crees?

—Que no es cierto, que yo podría enfrentarme con casi todas las cosas.

—¿Y con otras?

—Y con otras, creo que no.

—Entonces, el viejo tiene razón. Hay “peligros” para los cuales todavía los necesitas.

—Y, sí.

—Te deja en desventaja ese planteo, ¿eh?

—Sí, pero es verdad.

—¡Es verdad! Ahora falta saber si es toda la verdad…

—¿Cómo?

—Escucha…

Había una vez una familia de pastores. Tenían todas las ovejas juntas en un solo corral. Las alimentaban, las cuidaban y las paseaban.

De vez en cuando, las ovejas trataban de escapar.

Aparecía entonces el más viejo de los pastores y les decía: —Ustedes, ovejas inconscientes y soberbias. No saben que afuera el valle está lleno de peligros. Solamente aquí podrán tener agua, alimentos y sobre todo, protección contra los lobos.

En general, esto bastaba para frenar los “aires de libertad” de las ovejas.

Un día nació una oveja diferente, digamos una oveja negra. Tenía espíritu rebelde y animaba a sus compañeras a huir hacia la libertad de la pradera.

Las visitas del viejo pastor para convencer a las ovejas de los peligros exteriores, debieron hacerse cada vez más frecuentes. No obstante, las ovejas estaban inquietas y cada vez que se las sacaba del corral, daba más trabajo reunirlas.

Hasta que una noche, la oveja negra las convenció y huyeron.

Los pastores no notaron nada hasta el amanecer, allí vieron el corral roto y vacío.

Todos juntos fueron a llorar a lo del anciano jefe de familia.

—Se han ido, se han ido.

—Pobrecitas…

—¿Y el hambre?

—¿Y la sed?

—¿Y el lobo?

—¿Qué será de ellas sin nosotros?

El anciano tosió, dio una pitada de la pipa y dijo: —Es verdad, ¿qué será de ellas sin nosotros? Y lo que es casi peor…

¡¿Qué será de nosotros sin ellas?!

LA OLLA EMBARAZADA

—¿Cómo anda todo con tus viejos? —preguntó el gordo.

—Tiene altibajos —contesté—. Hay momentos en que nos entendemos bárbaro, y cada uno puede pararse en el lugar del otro, pero hay otros en que no hay caso. Nada que hacer.

—Bueno, Demi, supongo que eso te va a pasar con toda la gente por el resto de tu vida.

—Sí, pero con los viejos, de alguna manera es diferente. Ellos son mis padres…

—Sí, son tus padres. Pero ¿en qué sentido dices que esto es diferente?

—Ellos tienen un determinado poder por ser mis viejos.

—¿Qué poder?

—Poder sobre mí.

—Tú ya eres un adulto, Demián. Y como tal, nadie tiene poder sobre ti. Nadie. Por lo menos, nadie tiene más poder que el que tú le dés.

—Yo no les doy nada.

—Debe ser que sí.

—Pero la casa es de ellos, ellos me dan de comer, me compran algunas pilchas, pagan algo de la facultad, mi vieja lava mi ropa, hace mi cama, eso algún derecho les da…

—¿Tú no trabajas?

—Sí, claro que trabajo.

—¿Y entonces? Yo puedo entender que vivas en esa casa, si no te puedes bancar económicamente un departamento para ti; pero todo lo demás, yo creo que si de verdad quieres pelear por tu independencia, hay cosas que podrías hacer solo.

—¿Qué es esto, el folklore materno telúrico: “Aprende a limpiarte el culo antes de hacer otras cosas”?

—No, supongo que no, pero tú eres el que reclama libertad e independencia.

—Yo no quiero libertad e independencia para cocinarme mi comida, hacerme la cama o lavarme la ropa. La quiero para no tener que pedir permisos, para sentirme con derecho a contar lo que quiero y callarme el resto.

—Quizás, Demi, estos dos grupos de “libertades” sean interdependientes.

—Yo no quiero dejar de ver a los viejos.

—No, claro que no, pero tú reclamas algunos derechos recortados de tu situación actual, y renuncias a una parte de las responsabilidades que devienen de esos derechos.

—Pero yo puedo elegir en qué áreas voy a independizarme antes y en qué áreas prefiero esperar un poco.

—A ver si esto aclara:

Un señor le pidió una tarde a su vecino una olla prestada. El dueño de la olla no era demasiado solidario, pero se sintió obligado a prestarla.

A los cuatro días, la olla no había sido devuelta, así que, con la excusa de necesitarla fue a pedirle a su vecino que se la devolviera.

—Casualmente, iba para su casa a devolverla… ¡el parto fue tan difícil!

—¿Qué parto?

—El de la olla.

—¿Qué?!

—Ah, ¿usted no sabía? La olla estaba embarazada.

—¿Embarazada?

—Sí, y esa misma noche tuvo familia, así que debió hacer reposo pero ya está recuperada.

—¿Reposo?

—Sí. Un segundo por favor —y entrando en su casa trajo la olla, un jarrito y una sartén.

—Esto no es mío, sólo la olla.

—No, es suyo, esta es la cría de la olla. Si la olla es suya, la cría también es suya.

“Este está realmente loco”, pensó, “pero mejor que le siga la corriente”.

—Bueno, gracias.

—De nada, adiós.

—Adiós, adiós.

Y el hombre marchó a su casa con el jarrito, la sartén y la olla.

Esa tarde, el vecino otra vez le tocó el timbre.

—Vecino, ¿no me prestaría el destornillador y la pinza?

…Ahora se sentía más obligado que antes.

—Sí, claro.

Fue hasta adentro y volvió con la pinza y el destornillador.

Pasó casi una semana y cuando ya planeaba ir a recuperar sus cosas, el vecino le tocó la puerta.

—Ay, vecino ¿usted sabía?

—¿Sabía qué cosa?

—Que su destornillador y la pinza son pareja.

—¡No! —dijo el otro con ojos desorbitados— no sabía.

—Mire, fue un descuido mío, por un ratito los dejé solos, y ya la embarazó.

—¿A la pinza?

—¡A la pinza!… Le traje la cría —y abriendo una canastita entregó algunos tornillos, tuercas y clavos que dijo había parido la pinza.

“Totalmente loco”, pensó. Pero los clavos y los tornillos siempre venían bien.

Pasaron dos días. El vecino pedigüeño apareció de nuevo.

—He notado —le dijo— el otro día, cuando le traje la pinza, que usted tiene sobre su mesa una hermosa ánfora de oro. ¿No sería tan gentil de prestármela por una noche?

Al dueño del ánfora le tintinearon los ojitos.

—Cómo no —dijo, en generosa actitud, y entró a su casa volviendo con el ánfora perdida.

—Gracias, vecino.

—Adiós.

—Adiós.

Pasó esa noche y la siguiente y el dueño del ánfora no se animaba a golpearle al vecino para pedírsela. Sin embargo, a la semana, su ansiedad no aguantó y fue a reclamarle el ánfora a su vecino.

—¿El ánfora? —dijo el vecino — Ah, ¿no se enteró?

—¿De qué?

—Murió en el parto.

—¿Cómo que murió en el parto?

—Sí, el ánfora estaba embarazada y durante el parto, murió.

—Dígame ¿usted se cree que soy estúpido? ¿Cómo va a estar embarazada un ánfora de oro?

—Mire, vecino, si usted aceptó el embarazo y el parto de la olla. El casamiento y la cría del destornillador y la pinza, ¿por qué no habría de aceptar el embarazo y la muerte del ánfora?

—Tú, Demi, puedes elegir lo que quieras, pero no puedes ser independiente para lo que es más fácil y agradable, y no serlo en lo que es más costoso.

Tu criterio, tu libertad, tu independencia y el aumento de tu responsabilidad vienen juntos con tu proceso de crecimiento.

Tú decides ser adulto o permanecer pequeño.

LA MIRADA DEL AMOR

—A mí me parece que mis viejos se volvieron chochos y ya no son tan piolas.

—Y a mí me parece que tú los mirás desde un lugar diferente.

—¿Y eso qué tiene que ver? “Lo que es, es” como dices tú.

—Cuento:

El rey estaba enamorado de Sabrina: una mujer de baja condición a la que el rey había hecho su última esposa.

Una tarde, mientras el rey estaba de cacería, llegó un mensajero para avisar que la madre de Sabrina estaba enferma.

Pese a que existía la prohibición de usar el carruaje personal del rey (falta que era pagada con la cabeza), Sabrina subió al carruaje y corrió junto a su madre.

A su regreso, el rey fue informado de la situación.

—¿No es maravillosa? —dijo—. Esto es verdaderamente amor filial. ¡No le importó su vida para cuidar a su madre! ¡Es maravillosa!

Otro día, mientras Sabrina estaba sentada en el jardín del palacio comiendo fruta, llegó el rey. La princesa lo saludó y luego le dio un mordisco al último durazno que quedaba en la canasta.

—¡Parecen ricos! —dijo el rey.

—Lo son —dijo la princesa y alargando la mano le cedió a su amado el último durazno.

—¡Cuánto me ama! —comentó después el rey—. Renunció a su propio placer, para darme el último durazno de la canasta, ¿no es fantástica?

Pasaron algunos años y vaya a saber por qué, el amor y la pasión desaparecieron del corazón del rey.

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