Déjame que te cuente... (4 page)

BOOK: Déjame que te cuente...
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Cualquiera puede darse cuenta con su propio sentido de realidad que esto no es cierto, y sin embargo, estructuramos nuestra vida como si fuera una verdad incuestionable.

Hace algunos años “describí” un síndrome clínico que aunque no está registrado en los tratados médicos ni psicológicos, ha sido padecido, o lo es todavía, por todos nosotros. Decidí llamarlo, ya vas a ver por qué: El síndrome del zapato dos números más chico.

El hombre entra en la zapatería, un vendedor amable se le acerca:

—¿En qué lo puedo servir, señor?

—Quisiera un par de zapatos negros como los de la vidriera.

—Cómo no, señor. A ver, a ver… el número que busca…

debe ser… 41, ¿verdad?

—No, quiero un 39, por favor.

—Disculpe, señor, hace veinte años que trabajo en esto y el número suyo debe ser 41, quizás 40, pero… ¿39?

—39 por favor.

—Disculpe, ¿me permite que le mida el pie?

—Mida lo que quiera, pero yo quiero un par de zapatos 39.

El vendedor saca de un cajón ese extraño aparato que usan los vendedores de zapatos para medir pies y con satisfacción, proclama:

—¿Vio? Como yo decía: ¡41!

—Dígame ¿quién va a pagar los zapatos usted o yo?

—Usted.

—Bien, entonces ¿me trae un 39?

El vendedor, entre resignado y sorprendido, va a buscar el par de zapatos número 39. En el camino se da cuenta de lo que pasa: los zapatos no son para él, seguramente son para hacer un regalo.

—Señor, aquí los tiene: 39 negros.

—¿Me da un calzador?

—¿Se los va a poner?

—Sí. Claro.

—Son… ¿para usted?

—¡Sí! ¿Me trae el calzador?

El calzador era imprescindible para conseguir hacer entrar ESE pie en ESE zapato. Después de varios intentos y de ridículas posiciones, el cliente consigue meter todo el pie dentro del zapato.

Entre ayes y gruñidos camina algunos pasos, con dificultad, sobre la alfombra.

—Está bien. Los llevo.

El vendedor siente dolor en sus propios pies de sólo imaginar los dedos aplastados dentro del 39.

—¿Se los envuelvo?

—No, gracias. Los llevo puestos.

El cliente sale del negocio y camina, como puede, las tres cuadras que lo separan de su trabajo.

El hombre trabaja de cajero (¡!) en un banco.

A las cuatro de la tarde, después de haber pasado más de seis horas parado dentro de esos zapatos, su cara está desencajada, tiene las conjuntivas inyectadas y lágrimas caen copiosamente de sus ojos.

Su compañero, de la caja de al lado, lo ha estado mirando toda la tarde y está preocupado por él: —¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal?

—No. Son los zapatos.

—¿Qué pasa con los zapatos?

—Me aprietan.

—¿Qué pasó? ¿Se mojaron?

—No, son dos números más chicos que mi pie…

—¿De quién son?

—Míos.

—No entiendo. ¿No te duelen los pies?

—Me matan, los pies.

—¿Y entonces?

—Te explico —dice, tragando saliva—. Yo no vivo una vida de grandes satisfacciones, en realidad, en los últimos tiempos tengo muy pocos momentos agradables.

—¿Y?

—Yo me mato con estos zapatos. Sufro como un hijo de puta, es verdad… Pero dentro de unas horas, cuando llegue a mi casa y me los saque… ¿Te imaginas el placer?… Qué placer, loco… ¡Qué placer!

—Parece una locura, ¿verdad? Lo es, Demián, LO ES.

Esta es en gran medida nuestra pauta educativa. Yo creo que mi postura es también un extremo. Sin embargo, vale la pena probarla como si fuera un saco, a ver cómo nos queda.

Yo creo que no hay nada verdaderamente valioso que se pueda obtener con el esfuerzo.

…Me fui pensando en su última frase, grosera y contundente: EL ESFUERZO, PARA EL ESTREÑIMIENTO.

CARPINTERÍA “EL SIETE”

—Es que además de obtusos hay tipos que no se dejan ayudar —me quejé.

El gordo se acomodó y contó: Era una pequeña casucha, casi un ranchito en las afueras de la ciudad. Un pequeño taller adelante con unas pocas máquinas y herramientas, dos piezas, una cocina y un rudimentario baño atrás…

Sin embargo, Joaquín no se quejaba, en estos dos años el taller de carpintería “El 7” se había hecho conocer en el pueblo y él ganaba suficiente dinero como para no tener que recurrir a sus magros ahorros.

Esa mañana, como todas, se levantó a las seis y media para ver salir el sol. No obstante, no llegó al lago. En el camino, a unos 200 metros de su casa, casi tropezó con el cuerpo herido y maltrecho de un joven.

Con rapidez, se arrodilló y apoyó su oído contra el pecho del joven… débilmente, allá en el fondo, un corazón luchaba por mantener lo que quedaba de vida en ese cuerpo sucio y hediente a sangre, a mugre y a alcohol.

Joaquín fue a buscar y trajo una carretilla, sobre la que cargó al joven. Al llegar a la casa tendió el cuerpo sobre su cama, cortó las raídas ropas y lo higienizó cuidadosamente con agua, jabón y alcohol.

El muchacho, además de su borrachera había sido golpeado con salvajismo. Tenía heridas cortantes en las manos y la espalda, y su pierna derecha estaba fracturada.

Durante los siguientes dos días, toda la vida de Joaquín se centró en la salud de su obligado huésped: curó y vendó las heridas, entablilló su pierna y alimentó al joven de a pequeñas cucharadas con caldo de pollo.

Cuando el joven despertó, Joaquín estaba a su lado mirándolo con ternura y ansiedad.

—¿Cómo estás? —preguntó Joaquín.

—Bien… creo —respondió el joven mientras se miraba su cuerpo aseado y curado —¿quién me curó?

—Yo.

—¿Por qué?

—Porque estabas herido.

—¿Sólo por eso?

—No, también porque necesito un ayudante.

Y ambos rieron con ganas.

Bien comido, bien dormido y sin beber alcohol, Manuel, que así se llamaba el joven, se fortaleció enseguida.

Joaquín intentaba enseñarle el oficio y Manuel intentaba rehuir del trabajo todo lo que podía. Una y otra vez Joaquín inculcaba en aquella cabeza deteriorada por la vida transcurrida, las ventajas del buen trabajo, del buen nombre y de la vida buena. Una y otra vez, Manuel parecía entender y dos horas o dos días después, volvía a quedarse dormido o se olvidaba de cumplir con la tarea que Joaquín le había encomendado.

Pasaron meses. Manuel estaba curado. Joaquín había destinado para Manuel la habitación principal, una participación en el negocio y el primer turno del baño, a cambio de la promesa del joven, de dedicación al trabajo.

Una noche, mientras Joaquín dormía, Manuel decidió que seis meses de abstinencia eran bastante y creyó que una copa en el pueblo no le haría daño. Por si Joaquín se despertaba en la noche, cerró la puerta de su habitación desde adentro y salió por la ventana dejando la vela encendida para dar la impresión de que se encontraba allí.

A la primera copa siguió la segunda, y a esta la tercera, y la cuarta, y otras muchas…

Cantaba con sus compañeros de trago, cuando pasaron los bomberos por la puerta del boliche haciendo sonar la sirena.

Manuel no asoció este hecho con lo ocurrido hasta que de madrugada, tambaleándose hasta su casa, vio la muchedumbre reunida en su cuadra…

Sólo alguna pared, las máquinas y unas pocas herramientas se salvaron del incendio. Todo lo demás quedó destruido por el fuego. De Joaquín sólo se encontraron cuatro o cinco huesos chamuscados, que enterraron en el cementerio bajo una lápida donde Manuel hizo escribir: “LO HARÉ, JOAQUÍN. ¡LO HARÉ!”

Con mucho trabajo, Manuel, reconstruyó la carpintería.

Él era vago, pero hábil y lo que aprendió de Joaquín alcanzó para llevar adelante el negocio.

Siempre sentía que, desde algún lugar, Joaquín lo miraba y alentaba. Manuel lo recordaba en cada logro: su casamiento, el nacimiento de su primer hijo, la compra de su primer auto…

…A quinientos kilómetros de allí Joaquín, vivito y coleando, se preguntaba si era lícito mentir, engañar y prenderle fuego a esa casa tan bonita sólo para salvar a un joven.

Se contestó que sí, y rió de sólo pensar en la policía de pueblo que confunde huesos humanos con huesos de cerdo…

Su nueva carpintería era un poco más modesta que la anterior, pero ya era conocida en el pueblo… se llamaba…

CARPINTERÍA “EL 8”

—A veces, Demián, la vida te hace difícil poder ayudar a un ser querido. No obstante, si hay alguna dificultad que vale la pena enfrentar, es la de estar para otro.

Esto no es un “deber moral” ni nada que se le parezca, esta es una elección de vida que cada uno puede hacer a su tiempo y en la dirección que desee.

Mi experiencia personal vivencial y observatoria me hace creer que el ser humano libre y encontrado consigo mismo es generoso, solidario, amable y capaz de disfrutar por igual del dar y del recibir. Por lo tanto, cada vez que te encuentres con aquellos que viven mirándose al ombligo, no los odies; ya bastante despelote deben tener con ellos mismos. Cada vez que te descubras en actitudes mezquinas, ruines o pequeñas, aprovecha para preguntarte qué te está pasando. Te garantizo que en algún lugar erraste el rumbo.

Alguna vez, escribí:

Un neurótico no necesita

un terapeuta que lo cure

ni un papito que lo cuide.

Todo lo que necesita

es un maestro que le muestre dónde perdió el camino.

POSESIVIDAD

No sé muy bien subido a qué historias, entré en un camino angustiante e inútil.

Todo empezó con un ataque de celos con mi novia. Ella había preferido encontrarse con sus amigas del colegio y postergar la salida conmigo, que lo contrario. Desde allí empezaron a desfilar por mi cabeza las situaciones de pérdida y el dolor que esto siempre me causaba.

Yo había hablado en terapia de la importancia de vivir las pérdidas como tales, pero ahora estaba francamente fastidiado.

—No entiendo por qué tengo que compartir mi pareja con sus amigas, ni mis amigos con sus parejas. Lo digo así para escucharme esta estupidez y que me ayudes. Cuando algo es Mío, aunque sea troglodítico como dices tú, siento que tengo derecho de cederlo o NO, y por el tiempo que quiera yo. Por eso es Mío.

Jorge dejó la pava y me contó: Caminaba distraídamente por la calle cuando la vio.

Era una enorme y hermosa montaña de oro.

El sol le daba de lleno y al rozar su superficie reflejaba tornasoles multicolores, que la hacían parecer un personaje galáctico salido de una película de Spielberg.

Se quedó un rato mirándola como hipnotizado.

—¿Tendrá dueño? —pensó.

Miró para todos lados, pero nadie estaba a la vista.

Al fin, se acercó y la tocó.

Estaba tibia.

Pasando los dedos por su superficie, le pareció que su suavidad era la correspondencia táctil perfecta de su luminosidad y de su belleza.

—La quiero para mí —pensó.

Muy suavemente la levantó y comenzó a caminar con ella en brazos, hacia las afueras de la ciudad.

Fascinado, entró lentamente en el bosque y se dirigió al claro.

Allí, bajo el sol de la tarde, la colocó con cuidado en el pasto y se sentó a contemplarla.

—Es la primera vez que tengo algo valioso que es mío.

¡Sólo mío! —pensaron los dos simultáneamente.

—Cuando poseemos algo y nos esclavizamos en dependencia de ese algo, quién tiene a quién, Demi…

¿Quién tiene a quién?

TORNEO DE CANTO

Me quedé pegado a algunas de las palabras de la sesión anterior.

Salí del consultorio y me resonaban: mezquino, ruin, egoísta, rumbo equivocado… tenía un lío en mi cabeza, indescifrable.

Llegué a sesión con la “clara intención”, como decía Jorge, de seguir sobre el tema.

—Jorge —dije— tú siempre defiendes el egoísmo como la clara expresión de la autoestima, del amor propio bien entendido… pero la vez pasada hablaste de mezquino, y yo que me contagié de ti esa estúpida costumbre de buscar en el diccionario las palabras que me resuenan, busqué por supuesto, mezquino.

—¿Y?

—Decía: “Avaro, miserable, desgraciado, pobre”. Y ¿qué quieres que te diga? A mí, de repente, me suena todo igual.

—Veamos —dijo el gordo que había agarrado el Diccionario de la Real Academia—. Aquí agrega: “Necesitado, escaso, diminuto” y dice que la palabra es de origen árabe (de miskin = pobre).

—Quizás ahora lo podamos definir mejor —siguió— “Mezquino” debe ser el que carece, o cree que carece, de lo más necesario.

Es el que necesita lo que no tiene para dejar de ser diminuto, es el que se niega a dar porque todo lo quiere para él, es el pobre desgraciado infeliz que no puede ver otros deseos que los suyos.

Jorge hizo un largo silencio buscando en su memoria… y yo me acomodé para escuchar lo que seguía.

Una vez llegó a la selva un búho que había estado en cautiverio, le contaba a todos acerca de las costumbres de los humanos.

Contaba, por ejemplo, que en las ciudades los hombres calificaban a los artistas en competencia, a fin de decidir quiénes eran los mejores en cada disciplina, pintura, dibujo, escultura, canto…

La idea de transplantar costumbres humanas prendió con fuerza entre los animales y quizás por ello se organizó de inmediato un concurso de canto, en el cual se anotaron rápidamente casi todos los presentes, desde el jilguero al rinoceronte.

Guiados por el búho, que había aprendido en la ciudad, se decretó que el concurso se definiría por el voto secreto y universal de todos los concursantes, que serían de esta manera su propio “jurado”.

Así fue. Todos los animales incluido el hombre pasaron al estrado y cantaron recibiendo el más o menos intenso aplauso de la audiencia. Luego anotaron su voto en un papelito y lo colocaron doblado en una gran urna que sostenía el búho.

Cuando llegó el momento del recuento, el búho se subió al improvisado escenario y flanqueado por dos ancianos monos, abrió la urna para leer y comenzar el recuento de los votos del “transparente acto eleccionario”, “gala del voto universal y secreto” y “ejemplo de vocación democrática” (como había escuchado decir a los políticos en las ciudades).

Uno de los ancianos sacó el primer voto y el búho, ante la emoción general, gritó:

—¡El primer voto, hermanos, es para nuestro amigo el burro!

Se produjo un silencio, seguido de algunos tímidos aplausos.

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