No le gustaba la manera como Leila miraba a Elena. Se sentó junto a ésta, doblando las piernas bajo su cuerpo, como una muchachita, y levantó la boca hacia ella mientras hablaba, de manera invitadora. Pero estas actitudes infantiles eran precisamente las que desagradaban a Elena en las mujeres. Se volvió hacia Leila, cuyos gestos resultaban maduros y sencillos.
—Vayámonos al estudio —propuso Leila—. Voy a vestirme.
Cuando saltó de la cama se desvaneció su languidez. Era alta. Empleaba el francés apache, como un hombre, pero con audacia aristocrática. En el club nocturno, no entretenía: mandaba. Era el centro magnético del mundo de las mujeres que se consideraban a sí mismas condenadas por su vicio. Ella las incitaba a que se mostraran orgullosas de sus desviaciones y a que no sucumbieran a la moralidad burguesa. Condenaba severamente los suicidios y la desintegración; gustaba de las mujeres orgullosas de ser lesbianas. Ella misma daba ejemplo. Pese a la prohibición de la policía, vestía ropa de hombre, y nunca era molestada, porque lo hacía con gracia e indolencia. Montaba a caballo en el
Bois
con atuendo masculino y era tan elegante, gentil y aristocrática, que las personas que no la conocían la saludaban de manera casi inconsciente y las mujeres le dirigían sus miradas. Era la única mujer masculina a la que los hombres trataban como a una camarada. El espíritu trágico que yacía bajo su apariencia cortés se reflejaba en sus canciones, que desgarraban a jirones la serenidad del público y sembraban ansiedad, remordimientos y nostalgia por doquier.
En el taxi, sentada junto a ella, Elena no sintió su fuerza, sino su secreta herida.
Aventuró un gesto de ternura: tomó su regia mano y la mantuvo entre las suyas.
Leila no la dejó allí quieta, sino que respondió a la presión con nerviosa energía.
Elena supo entonces que la energía de Leila podía obtenerlo todo, menos la plenitud. A buen seguro, la voz plañidera de Mary y sus obvias y pequeñas argucias no podían satisfacer a Leila. Las mujeres no eran tan tolerantes como los hombres hacia las mujeres que se empequeñecían y se mostraban débiles por cálculo, pensando inspirar así un amor activo. Leila debía de sufrir más que un hombre, porque era extraordinariamente lúcida con respecto a las mujeres, porque no admitía ser defraudada. Cuando llegaron al estudio, Elena percibió un curioso olor de cacao quemado o de trufa fresca. Penetraron en lo que parecía una mezquita árabe llena de humo. Se trataba de una amplia habitación rodeada por una galería con alcobas sin más mobiliario que esteras y lamparillas. Todo el mundo vestía quimono. A Elena le entregaron uno. Y entonces comprendió. Aquello era un fumadero de opio: luces veladas; gente yaciendo indiferente a los recién llegados; una gran paz; ninguna conversación, sólo algún suspiro de vez en cuando. Los pocos a los que el opio despertaba el deseo estaban acostados en los rincones más obscuros, arrullándose, como dormidos. De repente, rompiendo el silencio, la voz de una mujer inició lo que al principio parecía una canción, pero que pronto se convirtió en otra clase de sonido: el canto de un ave exótica en la estación del apareamiento. Dos hombres se abrazaban, susurrando.
De vez en cuando, Elena oía caer cojines al suelo y crujir seda y algodón. El canto que emitía aquella mujer se iba volviendo más claro, firme y armonioso a medida que aumentaba su placer, tan regular en el ritmo que incitaba a Elena a seguirlo con un movimiento de cabeza hasta que alcanzó el clímax. Elena advertía que esa cadencia irritaba a Leila, que Leila no quería oírla. Era demasiado explícita, demasiado femenina, revelaba demasiado a las claras que el cojín femenino estaba siendo atravesado por el macho: a cada arremetida correspondía un gritito de herido éxtasis. Hicieran lo que hiciesen las mujeres entre ellas, nunca alcanzaban a producir aquella creciente cadencia, aquella canción vaginal que sólo una sucesión de estocadas, el repetido asalto de un hombre, podía inspirar.
Las tres mujeres se dejaron caer sobre pequeñas esteras, una junto a otra. Mary quería acostarse al lado de Leila, pero ésta no se lo permitió. El anfitrión les ofreció pipas de opio, pero Elena rechazó la suya, pues ya estaba lo suficiente drogada por las lámparas veladas, la atmósfera cargada de humo, las exóticas colgaduras, los perfumes y los sonidos apagados de las caricias. Su rostro parecía en trance, al punto de que Leila llegó a creer que estaba bajo la influencia de alguna droga. Elena no se percató de que la presión de la mano de Leila en el taxi la había sumergido en un estado distinto a cualquiera de los que Pierre despertaba en ella. En lugar de alcanzar directamente el centro de su cuerpo, la voz y el tacto de Leila la envolvieron en un voluptuoso manto de nuevas sensaciones, en algo suspendido sobre ella que no buscaba la plenitud, sino la prolongación. Era como aquella habitación, que le afectaba a uno a causa de sus misteriosas luces, sus ricos perfumes, sus sombrías hornacinas, sus formas entrevistas y sus misteriosos goces Un sueño. El opio no hubiera podido ensanchar o dilatar sus sentidos más de lo que estaban; no hubiera podido comunicarle una mayor sensación de placer.
La mano de Elena buscó la de Leila. Mary estaba ya fumando, con los ojos cerrados.
Leila permanecía acostada con los ojos abiertos, mirando a Elena. Tomó su mano, la sostuvo un momento y luego la deslizó bajo su quimono. La colocó sobre sus pechos. Elena empezó a acariciarla. Leila había abierto el traje sastre de Elena, que no llevaba blusa. Pero el resto del cuerpo iba enfundado en una ceñida falda. Elena sintió después la mano de Leila recorriendo delicadamente su cuerpo bajo el vestido, buscando una abertura entre la parte superior de sus medias y su ropa interior. Se volvió lentamente sobre el costado izquierdo, a fin de colocar la cabeza sobre el seno de Leila y besarlo.
Temía que Mary abriera los ojos y se enfadara. De vez en cuando la miraba, y Leila, se volvía y susurraba a Elena:
—Debemos encontrarnos alguna vez y estar juntas. ¿Quieres? ¿Vendrás a mi casa mañana? Mary no estará.
Elena sonrió, asintió con un gesto, robó un beso más y se recostó. Pero Leila no retiraba su mano. Miró a Mary y continuó acariciando a Elena, que se estaba derritiendo bajo sus dedos.
Elena tenía la sensación de que había estado allí acostada sólo un momento, pero se dio cuenta de que el estudio iba enfriándose y que amanecía. Se incorporó sorprendida. Los demás parecían dormir. Incluso Leila se había derrumbado y descansaba. Se puso el abrigo y salió. El alba la hizo revivir.
Quería hablar con alguien. Se dio cuenta de que se encontraba muy cerca del estudio de Miguel. Miguel estaba durmiendo con Donald. Lo despertó y se sentó a los pies de la cama. Empezó a hablar; Miguel apenas podía comprenderla y pensó que estaba bebida.
—¿Por qué mi amor hacia Pierre no es lo bastante fuerte como para apartarme de esto? —repetía—. ¿Por qué me empuja a otros amores? ¿Y amores por una mujer? ¿Por qué?
Miguel sonrió.
—¿Por qué te asusta tanto un pequeño desliz? No es nada; pasará. El amor de Pierre ha despertado en ti tu verdadera naturaleza. Estás henchida de amor: amarás a muchas personas.
—No quiero, Miguel. Quiero permanecer entera.
—Esa no es una infidelidad grave, Elena. Lo único que haces es buscarte a ti misma en otra mujer.
De la casa de Miguel se dirigió a la suya, se bañó, descansó y se fue a ver a Pierre.
Este se sentía especialmente tierno, tan tierno que disipó sus dudas y su secreta angustia. Elena se quedó dormida en sus brazos.
Leila la esperó en vano. Durante dos o tres días, Elena la apartó de sus pensamientos, saliendo victoriosa de las mayores pruebas de amor que le exigía Pierre, tratando de quedar rodeada y protegida, para no poder escapar de él.
No tardó Pierre en darse cuenta de su zozobra. Casi por instinto, la hacía quedarse cuando pretendía marchar más temprano, impidiéndole físicamente ir a cualquier parte. Un día, yendo con Kay, Elena conoció a un escultor, Jean. Aunque su rostro era suave, femenino y atractivo, le gustaban las mujeres. Elena se puso a la defensiva. El escultor le pidió su dirección y, cuando fue a verla, ella habló volublemente en contra de la intimidad.
—Me gustaría algo más amoroso y cálido —dijo Jean.
Elena se asustó. Se volvió cada vez más impersonal. Ambos estaban incómodos.
«Ahora todo se ha echado a perder —pensó Elena—. No volverá.»
Y lo lamentó, pues sentía hacia él una obscura atracción que no podía definir.
Jean le escribió una carta: «Cuando te dejé fue como si volviera a nacer, quedé limpio de toda falsedad. ¿Cómo diste nacimiento a un nuevo yo sin pretenderlo siquiera? Te explicaré lo que me ocurrió una vez. Me hallaba en la esquina de una calle, en Londres, mirando la luna. La miraba de manera tan persistente que me hipnotizó. No recuerdo cómo volví a casa, muchas horas después. Siempre he creído que durante ese tiempo perdí mi alma en la luna. Eso mismo me ocurrió contigo cuando te visité.»
Mientras leía estas líneas Elena evocaba de forma vivida su voz cantarína y su encanto. Le envió otras cartas con fragmentos de cristal de roca y con un escarabajo egipcio. Elena no las contestó.
Sentía su atractivo, pero la noche que había pasado con Leila le había producido un extraño miedo. Aquel día, al volver a casa de Pierre, se había sentido como si regresara de un largo viaje y hubiera estado apartada de él. Había que renovar todos los vínculos. Era esta separación lo que la asustaba; la distancia que creaba entre su profundo amor y ella misma.
Un día Jean la esperó en la puerta de su casa, y la alcanzó cuando se marchaba, temblando, pálida de la excitación que no la dejaba dormir. Elena odiaba su poder de acobardarla.
Por una coincidencia, según observó él, ambos iban vestidos de blanco. El verano los envolvía. El rostro de Jean era suave y el trastorno emocional que reflejaban sus ojos la atrapó como en una red. Tenía la sonrisa de un niño, llena de candor. Elena sintió a Pierre en su interior, agarrado a ella, reprimiéndola. Cerró los ojos para no ver los de Jean. Pensó que podría sufrir por simple contagio; por el contagio de su fervor.
Se sentaron en una humilde mesa de café. La camarera derramó el aperitivo; disgustado, Jean pidió que secara la mesa, como si Elena fuese una princesa.
—Me siento —dijo Elena— un poco como la luna que se apoderó de ti por un momento y luego te devolvió el alma. No deberías amarme. No se debe amar la luna. Si te acercas demasiado a mí, te haré daño.
Pero vio en sus ojos que ya se lo había hecho. Jean caminó obstinadamente junto a ella, casi hasta la misma puerta de la casa de Pierre.
Encontró a Pierre con la cara descompuesta. Los había visto por la calle, los había seguido desde el café. Había vigilado todos sus gestos y expresiones.
—Hicisteis no pocos gestos emotivos —observó.
Era como un animal salvaje: el cabello le caía sobre la frente, y tenía ojeras. Durante una hora permaneció sombrío junto a ella, presa de la ira y la duda. Ella se excusó; se excusó amorosamente y le tomó una mano. Totalmente exhausto, cayó dormido.
Entonces, Elena se deslizó fuera de la cama y permaneció junto a la ventana. El encanto del escultor se había marchitado, y con él todo lo demás, salvo los profundos celos de Pierre. Pensó en la carne de Pierre, en su sabor, en el amor que les unía y, al mismo tiempo, escuchaba la risa adolescente de Jean; una risa que emanaba confianza y sensibilidad; evocó también el poderoso encanto de Leila.
Estaba asustada porque ya no se sentía vinculada con seguridad a Pierre, sino a una mujer desconocida que yacía dispuesta, abierta y relajada.
Pierre despertó. Extendió los brazos y dijo:
—Ya ha pasado.
Elena se echó a llorar. Quería rogarle que la mantuviera presa, que no permitiera a nadie que la atrajera. Se besaron apasionadamente. El respondió a su deseo encerrándola en sus brazos con tanta fuerza que sus huesos crujieron. Elena se echó a reír y dijo:
—Me estás sofocando.
Entonces se acostó, poseída de un sentimiento maternal que la inducía a proteger a Pierre de todo mal. El, por su parte, parecía creer que podría poseerla de una vez para siempre. Sus celos le inspiraban una especie de furia. La savia ascendió en él con tal vigor, que no aguardó a que Elena experimentara placer. Y ella no deseaba ese placer; se sentía como una madre recibiendo a un niño en su interior, atrayéndolo para arrullarlo y protegerlo. No sentía urgencia sexual alguna; sólo la urgencia de abrirse, recibir, envolver.
Los días en que hallaba a Pierre alicaído, pasivo, inseguro, con el cuerpo laxo, que eludía incluso el esfuerzo de vestirse y salir a la calle, Elena se sentía incisiva y activa. Experimentaba extrañas sensaciones cuando dormían juntos. Durante el sueño, Pierre parecía vulnerable; ella notaba entonces que su fuerza aumentaba.
Deseaba penetrarlo, como si fuera un hombre, y tomar posesión de él. Y sentía que querer penetrarlo era como querer apuñalarlo. Permanecía entre el sueño y la vigilia, identificada con la virilidad de Pierre e imaginándose a sí misma tomándolo como él la tomaba.
Otras veces se derrumbaba y volvía a ser ella misma: mar, arena y humedad; entonces ningún abrazo le parecía lo bastante violento, brutal y bestial.
Pero si era cierto que después de los celos de Pierre su amor era más violento, también la atmósfera se enrarecía; sus sentimientos se volvían tumultuosos: había hostilidad, confusión y dolor. Elena no sabía si su amor había echado raíces o bien había absorbido un veneno que aceleraría su decadencia.
¿Había algún obscuro goce en lo que ella echaba de menos, como echaba de menos los placeres mórbidos y masoquistas que otras personas sentían en la derrota, la miseria, la pobreza, la humillación, las complicaciones y los fracasos? Pierre había dicho una vez:
—Lo que más recuerdo son los grandes dolores de mi vida. Los momentos agradables los he olvidado.
Un día Kay fue a ver a Elena; una Kay recién nacida y rozagante. Su aspecto de estar viviendo entre muchos amantes era por fin una realidad. Quería contarle a Elena cómo había equilibrado su vida entre su inconsiderado amante y una mujer.
Sentadas sobre la cama, fumaban y conversaban. Kay dijo:
—Tú conoces a la mujer. Se trata de Leila.
Elena no pudo dejar de pensar: «Así pues, Leila ama otra vez a una mujercita.
¿Amará alguna vez a una igual a ella, a alguien tan fuerte como ella misma?» La herían los celos. Hubiera querido hallarse en el lugar de Kay y ser amada por Leila.