Delta de Venus (7 page)

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Authors: Anaïs Nin

Tags: #Eros

BOOK: Delta de Venus
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Al día siguiente, Millard me habló del artista Mafouka, el hombre-mujer de Montparnasse.

Nadie sabía exactamente qué era. Vestía como un hombre. Era pequeña, delgada, sin pecho. Su pelo era corto y lacio, y tenía cara de muchacho. Jugaba al billar como un hombre y bebía como un hombre, con un pie en la barra del bar. Contaba historias obscenas como un hombre. Su dibujo poseía un vigor insólito en la obra de una mujer. Pero su nombre sonaba a femenino, sus andares eran femeninos y se decía que no tenía pene. Los hombres no tenían ni idea de cómo tratarla. A veces les daba palmadas en la espalda, fraternalmente.

«Compartía su estudio con dos muchachas. Una de ellas era modelo, y la otra cantante en un club nocturno. Pero nadie sabía qué relaciones existían entre las tres. Las dos muchachas parecían comportarse como marido y mujer. Si así era, ¿qué significaba Mafouka para ellas? Jamás respondieron a ninguna pregunta. En Montparnasse siempre gustó saber esas cosas, y con detalle. Algunos homosexuales se sintieron atraídos por Mafouka, y le hicieron insinuaciones, pero los rechazó. Se peleó con ellos, los abofeteó con toda su fuerza.

Un día que estaba medio borracho me dejé caer por el estudio de Mafouka. La puerta estaba abierta. Al entrar, oí risitas. Evidentemente, las dos muchachas estaban haciendo el amor. Sus voces, suaves y tiernas al principio, se volvieron violentas e ininteligibles hasta convertirse en gemidos y suspiros. Luego, silencio.

Cuando llegó Mafouka me encontró escuchando.

—Me gustaría verlas —le dije.

—Está bien —dijo Mafouka—. Sígueme, despacio. Si creen que soy yo no se detendrán. Les gusta que las mire.

Subimos por la estrecha escalera.

—Soy yo —anunció Mafouka.

Los ruidos no se interrumpieron. Al llegar arriba me agaché para que no pudieran verme. Mafouka se dirigió a la cama, donde las dos chicas, desnudas, se abrazaban, restregándose la una contra la otra. La fricción les procuraba placer. Mafouka se inclinó sobre ellas y las acarició.

—Ven, Mafouka —la invitaron—, acuéstate con nosotras.

Pero ella las dejó y me condujo de nuevo escaleras abajo.

—¿Qué eres, Mafouka? —le pregunté—. ¿Hombre o mujer? ¿Por qué vives con dos mujeres? Si eres un hombre, ¿por qué no tienes una mujer para ti solo? Y si eres una mujer, ¿por qué, de vez en cuando, no tienes relación con un hombre?

Mafouka me sonrió.

—Todo el mundo quiere saberlo, todo el mundo piensa que no soy un hombre. Las mujeres lo sienten; los hombres no están seguros. Yo soy un artista.

—¿Qué quieres decir, Mafouka?

—Quiero decir que, como muchos artistas, soy bisexual.

—Sí, pero la bisexualidad de los artistas radica en su naturaleza. Hay hombres con naturaleza de mujer, pero no con un físico equívoco, como tú.

—Tengo cuerpo de hermafrodita.

—¡Oh, Mafouka, déjame verlo!

—¿No me harás el amor?

—Te prometo que no.

Se despojó en primer lugar de la camisa y mostró un torso de adolescente. No tenía pechos, y sus tetillas eran las de un muchacho. Luego se bajó los pantalones y dejó ver unas bragas de color carne, con encajes. Tenía piernas y muslos de mujer, redondeados y plenos. Llevaba medias y ligas.

—Déjame que te quite las ligas —le pedí—. Me gustan las ligas.

Me alargó la pierna con elegancia, con gesto de bailarina. Le bajé lentamente la liga.

Sostuve en mi mano su delicado pie. Miré sus piernas, que eran perfectas. Le enrollé la media y descubrí un cutis femenino, hermoso, suave. Sus pies eran elegantes; sus uñas estaban cubiertas de laca roja. Cada vez me sentía más intrigado. Acaricié su pierna.

—Me prometiste que no me harías el amor —advirtió.

Me puse en pie. Ella se bajó las bragas. Y vi que bajo el delicado y rizado vello púbico, de forma femenina, poseía un pequeño pene atrofiado, como el de un niño.

Me permitió que la mirase —o que lo mirase, como me parecía ahora que debía decir.

—¿Por qué utilizas un nombre de mujer, Mafouka? En realidad eres como un niño, salvo por la forma de tus piernas y tus brazos.

Mafouka se echó a reír, esta vez con una risa femenina, agradable y ligera.

—Ven y mira —me dijo.

Se tendió en el diván, abrió las piernas y me mostró la boca perfecta de una vulva, rosada y tierna, detrás del pene.

—¡Mafouka!

Se despertó mi deseo. El más extraño de los deseos. La sensación de querer poseer a un hombre y a una mujer en una misma persona. Advirtió mi agitación y se sentó.

Traté de vencerla con una caricia, pero me esquivó.

—¿No te gustan los hombres? —le pregunté—. ¿Nunca has estado con un hombre?

—Soy virgen. No me gustan los hombres. Sólo me inspiran deseo las mujeres, pero no puedo tomarlas como un hombre. Mi pene es como el de un niño; no consigo una erección.

—Eres un hermafrodita de verdad, Mafouka —reconocí—. Esto es lo que ha producido nuestra época, porque la tensión entre lo masculino y lo femenino se ha roto. La mayor parte de la gente es mitad y mitad. Pero yo nunca lo había visto así, quiero decir físicamente. Debe hacerte muy desdichada. ¿Eres feliz con las mujeres?

—Deseo a las mujeres, pero sufro, porque no puedo tomarlas como un hombre, y también porque si me toman como lo hacen las lesbianas, no quedo satisfecha. Los hombres no me atraen. Me enamoré de Matilda, la modelo, pero no la pude conservar. Encontró a una lesbiana de verdad, una a la que puede satisfacer. Este pene mío siempre le produce la sensación de que no soy una auténtica lesbiana. Y ella sabe que no tiene poder sobre mí, pese a que me atrae. Así que ya ves, las dos chicas se han unido. Yo permanezco entre ellas, perpetuamente insatisfecha.

Además no me gusta la compañía de mujeres. Son mezquinas y egoístas, se agarran a sus misterios y secretos, actúan y fingen. Prefiero el carácter de los hombres.

—Pobre Mafouka.

—Pobre Mafouka. Cuando nací, no supieron cómo llamarme. Vine al mundo en una aldea de Rusia. Creyeron que era un monstruo y que, tal vez, sería mejor destruirme, por mi propio bien. Cuando llegué a París sufrí menos, pues resultó que era un buen artista.»

Siempre que abandonaba el taller del escultor, me detenía en un café cercano y pensaba en todo lo que me había dicho Millard. Me preguntaba si algo así ocurría a mi alrededor, en Greenwich Village, por ejemplo. Comenzó a gustarme posar, por el aspecto aventurero de la profesión. Decidí acudir a una fiesta, un sábado por la noche, a la que un pintor llamado Brown me había invitado. Me sentía ansiosa y llena de curiosidad.

En el departamento de vestuario del Art Model Club, alquilé un traje de noche, una capa y unos zapatos apropiados. Dos modelos me acompañaron, una pelirroja llamada Mollie y Ethel, una mujer escultural, la favorita de los escultores.

Mi cabeza estaba llena de las historias de la vida en Montparnasse que me había contado el escultor, y ahora sentía que estaba penetrando en su reino. Mi primera decepción fue comprobar que el taller era muy pobre y desangelado: dos catres sin almohadones, iluminación cruda y ninguno de los adornos que yo imaginaba necesarios para una fiesta.

Las botellas estaban en el suelo, junto con vasos y copas desportillados. Una escalera de mano llevaba a la galería donde Brown tenía sus pinturas. Una delgada cortina ocultaba el lavabo y un pequeño hornillo de gas. De una pared colgaba una pintura erótica que representaba a una mujer poseída por dos hombres. Se la veía presa de convulsiones, con el cuerpo arqueado y los ojos en blanco. Los hombres la cubrían, uno con el pene dentro de ella y el otro con el miembro en su boca. Era una pintura de tamaño natural y muy primaria. Todo el mundo la miraba y la admiraba.

Yo estaba fascinada. Era la primera pintura de ese tipo que veía, y me produjo un tremendo choque de sentimientos confusos.

Al lado había otra de más impacto aún. Mostraba una habitación pobremente amueblada, ocupada por una gran cama de hierro. Sentado en ella había un hombre de unos cuarenta años, vestido con ropa vieja, el rostro sin afeitar, una boca babeante, pupilas extraviadas, mandíbula caída y expresión completamente degenerada. Tenía los pantalones medio bajados, y sobre sus desnudas rodillas estaba sentada una niña con una falda muy corta.

El hombre le estaba dando un dulce. Las desnudas piernecitas de la niña descansaban sobre las piernas desnudas y vellosas del individuo.

Lo que sentí al ver aquellas dos pinturas fue lo que se experimenta cuando se bebe: aturdimiento súbito, calor por todo el cuerpo, confusión de los sentidos. Algo nebuloso y obscuro se despierta en el cuerpo, una nueva sensación, una nueva clase de ansiedad y de inquietud.

Miré a las demás personas que había en la habitación, pero habían visto tantas cosas parecidas que no le daban ninguna importancia. Se reían y charlaban.

Una modelo hablaba de sus experiencias en una tienda de ropa interior:

«Contesté a un anuncio que solicitaba una modelo para posar en ropa interior para figurines. Anteriormente lo había hecho muchas veces, y se pagaba el precio normal de un dólar por hora. Por lo general varios artistas trabajaban al mismo tiempo, y había mucha gente alrededor: secretarias, taquígrafas, botones. Aquella vez el lugar estaba vacío. No era más que una oficina con una mesa, archivadores y material de dibujo. Un hombre me esperaba sentado frente a la mesa. Me entregó un montón de prendas interiores y me señaló un biombo tras el cual podía cambiarme. Empecé llevando una combinación. Posé quince minutos, y en ese tiempo el hombre hizo sus dibujos.

Trabajábamos tranquilos. Cuando él hacía una señal, yo me iba tras el biombo y me cambiaba. Se trataba de prendas de raso de diseño encantador, con puntillas y finos bordados. Me puse un sostén y unas bragas. El hombre fumaba y dibujaba. En el fondo del montón había unas bragas y un sostén hechos enteramente de encaje negro. Había posado muchas veces desnuda, y no me importó ponérmelos. Eran preciosos.

La mayor parte del tiempo miraba por la ventana, no al hombre que dibujaba. Al cabo de un rato dejé de oír el ruido del lápiz y me volví ligeramente hacia él, sin perder la pose. El hombre seguía sentado tras la mesa mirándome fijamente.

Entonces me di cuenta de que se había sacado el pene y se hallaba en una especie de trance.

Pensé que las cosas podían complicarse, puesto que estábamos solos en la oficina, y me dirigí hacia el biombo para vestirme.

—No se vaya —me dijo—. No la tocaré. Es que me gusta ver a las mujeres en ropa interior. No me moveré de aquí. Y si quiere usted que le pague más, todo lo que tiene que hacer es vestir mis prendas favoritas y posar durante quince minutos. Le daré cinco dólares más. Puede cogerlas usted misma; están a la derecha, encima de su cabeza, en el estante.

Bueno, pues alcancé el paquete. Era la ropa interior más bonita que he visto en mi vida, hecha de encaje negro finísimo, como una tela de araña. Las bragas estaban caladas por detrás y por delante, ribeteadas por una delicada puntilla. El sostén estaba cortado de tal manera que dejaba ver los pezones a través de unos triángulos. Me preguntaba si aquello no excitaría demasiado al hombre, y si no me atacaría.

—No se inquiete —me tranquilizó—. En realidad, no me gustan las mujeres. Nunca las toco. Me gusta sólo la ropa interior. Me gusta ver a las mujeres en ropa interior. Si la tocara a usted me volvería impotente en seguida. No me moveré de aquí.

Apartó la mesa y se sentó con el pene fuera. De vez en cuando se estremecía. Pero no se movió de la silla.

Decidí ponerme aquellas prendas. Los cinco dólares me tentaban. El no era muy fuerte, y llegado el caso, podría defenderme de él. Así que me puse las bragas caladas y di vueltas para que pudiera verme por todos los lados.

—Ya basta —decidió de pronto.

Parecía turbado, y su rostro estaba congestionado. Me pidió que me vistiera rápidamente y me fuera. Me entregó el dinero a toda prisa y me marché Tuve la sensación de que esperaba que me marchara para masturbarse.

He conocido a hombres así, que roban un zapato a alguien, a una mujer atractiva, y se masturban mirándolo.»

Todo el mundo rió con esta historia.

—Creo —dijo Brown— que de niños estamos mucho más inclinados a ser fetichistas de una forma o de otra. Recuerdo que me escondí en el guardarropa de mi madre y me extasiaba oliendo y tocando sus vestidos. Aún hoy no puedo resistir a una mujer que lleve un velo, un tul o unos adornos de plumas, porque despierta en mí las extrañas sensaciones que experimentaba en el guardarropa.

Mientras contaba aquello recordé que también yo, cuando contaba trece años, me escondí en el guardarropa de un joven, y por la misma razón. El tenía veinticinco años y me trataba como a una chiquilla, pero yo estaba enamorada de él. Sentada a su lado en el coche en el que nos llevaba a dar largos paseos, el simple contacto de su pierna con la mía me producía el éxtasis. Por la noche, me metía en la cama, apagaba la luz y sacaba una lata de leche condensada en la que había practicado un orificio. Me sentaba a obscuras chupando la leche dulce con una inexplicable sensación voluptuosa en todo el cuerpo. Pensé entonces que estar enamorada y sorber la leche dulce guardaban relación. Lo recordé mucho tiempo después cuando probé el esperma por primera vez.

Mollie contó que a la misma edad le gustaba comer jengibre mientras olía bolas de alcanfor. El jengibre le ponía el cuerpo cálido y lánguido, y las bolas de alcanfor la mareaban un poco. Se sumía de este modo en una especie de estado de embriaguez por drogas y permanecía echada durante horas.

Ethel se volvió hacia mí y me dijo:

—Espero que nunca te cases con un hombre al que no desees sexualmente. Eso es lo que yo he hecho. De él me gusta todo: cómo se comporta, su rostro, su cuerpo, su forma de trabajar, cómo me trata, sus pensamientos, su forma de reír y de hablar, todo excepto el hombre sexual que hay en él. Antes de casarnos pensaba que me gustaba. No es que tenga nada malo, al contrario. Es un amante perfecto. Es emotivo y romántico, y demuestra que tiene sentimientos y experimenta placer. Es sensible y me adora. La otra noche, mientras yo dormía, vino a mi cama. Me despertó a medias y no pude controlarme; suelo hacerlo porque no quiero herir sus sentimientos. Se echó a mi lado y me penetró, lentamente, con parsimonia. Por regla general todo termina en seguida, y por eso se puede aguantar. Si puedo ni siquiera le permito que me bese, porque odio su boca sobre la mía. Suelo volver la cara, y eso hice esa noche. Bueno, pues allí estaba él, ¿y qué crees que hice? De pronto, empecé a golpearle en el hombro con los puños cerrados, mientras él gozaba; le clavé las uñas y él lo interpretó como signo de que yo estaba disfrutando, de que me estaba volviendo salvaje a causa del placer. Entonces murmuré lo más bajo que pude: «Te odio.» Me pregunté si me habría oído. ¿Qué pensaría? ¿Se sentiría herido? Como él también estaba medio dormido, se limitó a darme un beso de buenas noches al terminar y se volvió a su cama. A la mañana siguiente esperé a ver qué decía. Aún creía que me había oído decirle: «Te odio.» Pero no; sin duda no llegué a pronunciar esas palabras. Se limitó a decirme: «Estabas muy salvaje anoche, ¿sabes?», y sonrió, como si le hubiese gustado.

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