(Diciembre de 1941)
George Barker era terriblemente pobre. Quería escribir más relatos eróticos, y escribió ochenta y cinco páginas. El coleccionista consideró que los cuentos eran demasiado surrealistas. A mí me gustaron. Sus escenas de amor resultaban desmesuradas y fantásticas: amor entre trapecios.
Se bebió el primer dinero, y yo no le pude prestar nada, salvo más folios y más papel carbón. George Barker, el excelente poeta inglés, escribía erotismo para beber, como Utrillo pintaba cuadros a cambio de una botella de vino. Empecé a pensar en el viejo al que todos odiábamos. Decidí escribirle, dirigirme a él directamente, explicarle cuáles eran nuestros sentimientos.
«Querido coleccionista: le odiamos. El sexo pierde todo su poder y su magia cuando se hace explícito, mecánico, exagerado; cuando se convierte en una obsesión maquinal. Se vuelve aburrido. Usted nos ha enseñado, mejor que nadie que yo conozca, cuan equivocado resulta no mezclarlo con la emoción, la ansiedad, el deseo, la concupiscencia, las fantasías, los caprichos, los lazos personales y las relaciones más profundas, que cambian su color, sabor, ritmos e intensidades.
Usted no sabe lo que se está perdiendo a causa de su examen microscópico de la actividad sexual, que excluye los aspectos que constituyen el carburante que la inflama. Aspectos intelectuales, imaginativos, románticos y emocionales. Eso es lo que confiere al sexo sus sorprendentes texturas, sus sutiles transformaciones, sus elementos afrodisíacos. Usted está dejando que se marchite el mundo de sus sensaciones; está dejando que se seque, que se muera de inanición, que se desangre.
Si alimentara usted su vida sexual con todas las excitaciones y aventuras que el amor inyecta en la sensualidad, se convertiría en el hombre más potente del mundo.
La fuente del poder sexual es la curiosidad, la pasión. Está usted contemplando cómo su llama se extingue por asfixia. El sexo no prospera en medio de la monotonía. Sin sentimiento, sin invenciones, sin el estado de ánimo apropiado, no hay sorpresas en la cama. El sexo debe mezclarse con lágrimas, risas, palabras, promesas, escenas, celos, envidia, todas las variedades del miedo, viajes al extranjero, caras nuevas, novelas, relatos, sueños, fantasías, música, danza, opio y vino.
¿Cuánto pierde usted a través de ese periscopio que tiene en el extremo del sexo, cuando puede usted gozar de un harén de maravillas distintas y nunca repetidas? No existen dos cabellos iguales, pero usted no nos permite gastar palabras en la descripción del cabello. No hay tampoco dos olores iguales, pero si nos extendemos sobre eso, usted exclama: «Supriman la poesía.» No hay dos cutis con la misma textura, y jamás la misma luz, o temperatura o sombra ni el mismo gesto, pues un amante, cuando es movido por el verdadero amor, puede recorrer siglos y siglos de tradición amorosa. ¡Qué posibilidades, qué cambios de edad, qué variaciones de madurez e inocencia, perversidad y arte...!
Hemos estado hablando de usted durante horas, y nos hemos preguntado cómo es usted. Si ha cerrado sus sentidos a la seda, a la luz, el color, el olor, el carácter y el temperamento, debe usted estar ya completamente marchito. Existen multitud de sentidos menores, que discurren como afluentes de la corriente principal que es el sexo, y que la nutren. Sólo el palpito al unísono del sexo y el corazón puede producir el éxtasis.»
Post Scriptum
En la época en que nos dedicábamos a escribir relatos eróticos a dólar la página, me di cuenta de que durante siglos habíamos tenido un solo modelo para este género literario: los textos de autores masculinos. Yo era ya consciente de que existía una diferencia entre el tratamiento dado a la experiencia sexual por los hombres y por las mujeres. Me constaba la gran disparidad existente entre lo explícito de Henry Miller y mis ambigüedades, entre su visión humorística rabelaisiana del sexo y mis poéticas descripciones de relaciones sexuales contenidas en los fragmentos no publicados de mi Diario. Como escribí en el volumen tercero de aquél, experimentaba el sentimiento de que la caja de Pandora contenía los misterios de la sensualidad femenina, tan distinta de la masculina, que el lenguaje del hombre no resultaba adecuado para describirla.
Creía que las mujeres eran más aptas para fundir el sexo con la emoción y con el amor, y para escoger a un hombre antes que caer en la promiscuidad. Me di cuenta cuando escribí mis novelas y el Diario, y aún lo vi más claro cuando empecé a dar clases. Pero aunque la actitud de las mujeres hacia el sexo fuera por completo distinta de la masculina, aún no hemos aprendido a escribir sobre el tema.
Estos relatos eróticos los escribí para entretener, bajo la presión de un cliente que me pedía que «me dejara de poesía». Creí que mi estilo derivaba de una lectura de obras debidas a hombres, y por esta razón sentí durante mucho tiempo que había comprometido mi yo femenino. Olvidé estos relatos. Releyéndolos muchos años más tarde, me doy cuenta de que mi propia voz no quedó ahogada por completo. En numerosos pasajes estaba utilizando intuitivamente un lenguaje de mujer, viendo la experiencia sexual desde la perspectiva femenina. Al final, decidí autorizar la publicación de mis relatos eróticos porque muestran los esfuerzos iniciales de una mujer en un mundo que había sido dominio exclusivo de los hombres.
Si la versión sin expurgar del Diario se publica alguna vez, este punto de vista femenino quedará más claramente establecido. Mostrará que las mujeres (y yo en el Diario) nunca hemos separado el sexo del sentimiento, del amor al hombre como un todo.
Anaïs Nin
Los Ángeles, septiembre de 1976
Hubo una vez un aventurero húngaro de sorprendente apostura, infalible encanto y gracia, dotes de consumado actor, culto, conocedor de muchos idiomas y aristocrático de aspecto. En realidad, era un genio de la intriga, del arte de librarse de las dificultades, de la ciencia de entrar y salir discretamente de todos los países.
Viajaba como un gran señor, con quince baúles que contenían la ropa más distinguida, y con dos grandes perros daneses. La autoridad que de él irradiaba le había valido el sobrenombre del Barón. Al Barón se le veía en los hoteles más lujosos, en los balnearios y en las carreras de caballos, en viajes alrededor del mundo, en excursiones a Egipto y en expediciones al desierto y África.
En todas partes se convertía en el centro de atracción de las mujeres. Al igual que los actores más versátiles, pasaba de un papel a otro a fin de complacer el gusto de cada una de aquéllas. Era el bailarín más elegante, el compañero de mesa más vivaz y el más decadente de los conversadores en los
téte-á-tétes
; sabía tripular una embarcación, montar a caballo y conducir automóviles. Conocía todas las ciudades como si hubiera vivido en ellas toda su vida. Conocía también a todo el mundo en sociedad. Era indispensable.
Cuando necesitaba dinero, se casaba con una mujer rica, la saqueaba y se marchaba a otro país. Las más de las veces, las mujeres no se rebelaban ni daban parte a la policía. Las pocas semanas o meses que habían gozado de él como marido les dejaban una sensación que pesaba más en su ánimo que el golpe de la pérdida de su dinero. Por un momento, habían sabido lo que era vivir por todo lo alto, lo que era volar por encima de las cabezas de los mediocres.
Las levantaba tan alto, las sumía de tal manera en el vertiginoso torbellino de sus encantos, que su partida tenía algo de vuelo. Parecía casi natural: ninguna compañera podía seguir su elevado vuelo de águila.
El libre e inasible aventurero, brincando así de rama en rama dorada, a punto estuvo de caer en una trampa, una trampa de amor humano, cuando, una noche, conoció a la danzarina brasileña Anita en un teatro peruano. Sus ojos rasgados no se cerraban como los ojos de otras mujeres, sino que, al igual que en los de los tigres, pumas y leopardos, los párpados se encontraban perezosa y lentamente. Parecían cosidos ligeramente el uno al otro por la parte de la nariz, porque eran estrechos y dejaban caer una mirada lasciva y oblicua, de mujer que no quiere ver lo que le hacen a su cuerpo. Todo esto le confería un aspecto de estar hecha para el amor que excitó al Barón en cuanto la conoció.
Cuando se metió entre bastidores para verla, ella estaba vistiéndose, rodeada de gran profusión de flores, y, para deleite de sus admiradores, que se sentaban a su alrededor, se daba carmín en el sexo con su lápiz labial, sin permitir que ningún hombre hiciera el menor gesto en dirección a ella.
Cuando el Barón entró, la bailarina se limitó a levantar la cabeza y sonreírle. Tenía un pie sobre una mesita, su complicado vestido brasileño estaba subido, y con sus enjoyadas manos se dedicaba de nuevo a aplicar carmín a su sexo, riéndose a carcajadas de la excitación de los hombres en su derredor.
Su sexo era como una gigantesca flor de invernadero, más ancho que ninguno de cuantos había visto el Barón; con el vello abundante y rizado, negro y lustroso.
Estaba pintándose aquellos labios como si fueran los de una boca, tan minuciosamente que acabaron pareciendo camelias de color rojo sangre, abiertas a la fuerza y mostrando el cerrado capullo interior, el núcleo más pálido y de piel más suave de la flor.
El Barón no logró convencerla para que cenaran juntos. La aparición de la bailarina en el escenario no era más que el preludio de su actuación en el teatro. Seguía luego la representación que le había valido fama en toda Sudamérica: los palcos, profundos, obscuros y con la cortina medio corrida se llenaban de hombres de la alta sociedad de todo el mundo. A las mujeres no se las llevaba a presenciar aquel espectáculo.
Se había vestido de nuevo, con el traje de complicado
can-can
que llevaba en escena para sus canciones brasileñas, pero sin chal. El traje carecía de tirantes, y sus turgentes y abundantes senos, comprimidos por la estrechez del entallado, emergían ofreciéndose a la vista casi por entero.
Así ataviada, mientras el resto de la representación continuaba, hacía su ronda por los palcos. Allí, a petición, se arrodillaba ante un hombre, le desabrochaba los pantalones, tomaba su pene entre sus enjoyadas manos y, con una limpieza en el tacto, una pericia y una sutileza que pocas mujeres habían conseguido desarrollar, succionaba hasta que el hombre quedaba satisfecho. Sus dos manos se mostraban tan activas como su boca.
La excitación casi privaba de sentido a los hombres. La elasticidad de sus manos; la variedad de ritmos; del cambio de presión sobre el pene en toda su longitud, al contacto más ligero en el extremo; de las más firmes caricias en todas sus partes al más sutil enmarañamiento del vello, y todo ello a cargo de una mujer excepcionalmente bella y voluptuosa, mientras la atención del público se dirigía al escenario. La visión del miembro introduciéndose en su magnífica boca, entre sus dientes relampagueantes, mientras sus senos se levantaban, proporcionaba a los hombres un placer por el que pagaban con generosidad.
La presencia de Anita en el escenario les preparaba para su aparición en los palcos.
Les provocaba con la boca, los ojos y los pechos. Y para satisfacerlos junto a la música, las luces y el canto en la obscuridad, en el palco de cortina semicorrida por encima del público, se daba esta forma de entretenimiento excepcional.
El Barón estuvo a punto de enamorarse de Anita, y permaneció junto a ella más tiempo que con ninguna otra mujer. Ella se enamoró de él y le dio dos hijos.
Pero a los pocos años él se marchó. La costumbre estaba demasiado arraigada; la costumbre de la libertad y del cambio.
Viajó a Roma y tomó una suite en el Grand Hotel. Resultó que esa suite era contigua a la del embajador español, que se alojaba allí con su esposa y sus dos hijas. El Barón les encantó. La embajadora lo admiraba. Se hicieron tan amigos y se mostraba tan cariñoso con las niñas, que no sabían cómo entretenerse en aquel hotel, que pronto las dos adquirieron la costumbre de acudir, en cuanto se levantaban por la mañana, a visitar al Barón y despertarlo entre risas y bromas que no les estaban permitidas con sus padres, más severos.
Una de las niñas tenía alrededor de diez años, y la otra doce. Ambas eran hermosas, con grandes ojos negros aterciopelados, largas cabelleras sedosas y piel dorada. Llevaban vestidos cortos y calcetines blancos también cortos. Profiriendo chillidos, corrían al dormitorio del Barón y se echaban en la gran cama. El quería jugar con ellas, acariciarlas.
Como muchos hombres, el Barón se despertaba siempre con el pene particularmente sensible. En efecto, se hallaba muy vulnerable. No tuvo tiempo de levantarse y calmar su estado orinando. Antes de que pudiera hacerlo, las dos niñas echaron a correr por el brillante pavimento y se le lanzaron encima, encima de su prominente pene, oculto en cierta medida por la gran colcha azul.
Las chiquillas no se dieron cuenta de que se les habían subido las faldas, ni de que sus delgadas piernas de bailarinas se habían enredado entre sí y habían caído sobre el miembro del Barón, tieso bajo la colcha. Riéndose, se le subieron encima, se sentaron a horcajadas como si fuera un caballo, presionando hacia abajo, urgiéndole, con sus cuerpos, a que imprimiera movimientos a la cama. En medio de todo ello, quisieron besarle, tirarle del pelo y mantener con él conversaciones infantiles. La delicia del Barón al ser tratado así creció hasta convertirse en un agudísimo suspense.
Una de las chicas yacía boca abajo, y todo lo que el Barón tenía que hacer para procurarse placer era moverse un poco contra ella. Lo hizo como jugando, como si pretendiera empujarla fuera de la cama.
—Seguro que te caes si te empujo así. —No me caeré —replicó la niña, agarrándose a él a través de las cobijas, mientras él se movía como si fuera a hacerla rodar.
Riendo, la impulsó hacia arriba, pero ella permanecía apretada, frotando contra él sus piernecitas, sus braguitas y todo lo demás, en su esfuerzo por no deslizarse fuera. El seguía con sus movimientos mientras se reían. Entonces, la segunda niña, deseando culminar el juego, se sentó a horcajadas frente a su hermana, y el Barón pudo moverse con más fuerza, pretextando que tenía que soportar el peso de ambas. Su miembro, oculto bajo la gruesa colcha, se levantó más y más entre las piernecitas, y así fue como alcanzó el orgasmo, de una intensidad que raras veces había conocido, rindiéndose en la batalla que las chicas acababan de ganar de una forma que jamás sospecharían.