Este sexo era móvil también y cambiaba como si fuera de goma, como si lo ensancharan unas manos invisibles, unas manos curiosas que pretendieran desmembrar el cuerpo para acceder a su interior. Entonces, el trasero se volvía completamente hacia él y empezaba a perder su forma, como si lo hubieran arrancado. A cada momento parecía que el cuerpo iba a abrirse del todo, hasta rasgarse. A Martínez le acometió la furia porque otras manos sujetaban ese cuerpo.
Trató de incorporarse y buscar el seno de Mathilde, y si encontraba allí otra mano o una boca chupándolo, buscaría el vientre, como si aún se tratara de la imagen que obsesionó su sueño causado por el opio, y entonces caería sobre la parte inferior de aquel cuerpo, de manera que pudiera besarlo entre las piernas abiertas.
El placer que experimentaba Mathilde acariciando a los hombres era inmenso, y las manos de éstos se deslizaban sobre su cuerpo y lo arrullaban de tal manera, tan regularmente, que raras veces la acometía un orgasmo. Sólo adquiría conciencia de ello una vez se habían marchado los hombres. Despertaba de sus sueños causados por el opio, con el cuerpo aún no descansado.
Permanecía acostada limándose las uñas y aplicándose laca en ellas, haciendo su refinada
toilette
para futuras ocasiones y cepillándose el rubio cabello. Sentada al sol, y utilizando algodón empapado en peróxido, se teñía el vello púbico del mismo color que el cabello.
Abandonada a sí misma, la obsesionaban los recuerdos de las manos sobre su cuerpo. Ahora, bajo su brazo, sentía una que se deslizaba hacia su cintura. Se acordó de Martínez, de su manera de abrirle el sexo como si fuera un capullo, de cómo los aleteos de su rápida lengua cubrían la distancia que mediaba entre el vello púbico y las nalgas, terminando en el hoyuelo al final de la espalda. ¡Cuánto amaba él ese hoyuelo que le impulsaba a seguir con sus dedos y su lengua la curva que se iniciaba más abajo y se desvanecía entre las dos turgentes montañas de carne!
Pensando en Martínez, Mathilde se sintió invadida por la pasión. Y no podía aguantar su regreso. Se miró las piernas. Por haber permanecido demasiado tiempo sin salir, se habían blanqueado de manera muy sugestiva, adquiriendo el tono blanco yeso del cutis de las mujeres chinas, esa mórbida palidez de invernadero que gustaba a los hombres de piel obscura, y en particular a los peruanos. Se miró el vientre, impecable, sin una sola línea fuera de lugar. El vello púbico relucía ahora al sol con reflejos rojos y dorados.
«¿Cómo me ve él?», se preguntó. Se levantó y colocó un largo espejo junto a la ventana. Lo puso de pie, apoyándolo en una silla. Luego, mirándolo, se sentó frente a él, sobre la alfombra, y abrió lentamente las piernas. La vista resultaba encantadora. El cutis era perfecto, y la vulva rosada y plana. Mathilde pensó que era como la hoja del árbol de la goma, con la secreta leche que la presión del dedo podía hacer brotar y la fragante humedad que evocaba la de las conchas marinas.
Así nació Venus del mar, con aquella pizca de miel salada en ella, que sólo las caricias pueden hacer manar de los escondidos recovecos de su cuerpo.
Mathilde se preguntaba si podría hacer salir aquello de su misterioso centro. Se abría con los dedos los dos pequeños labios de la vulva y empezaba a acariciarla con suavidad felina. Atrás y adelante, como hacía Martínez con sus morenos y más nerviosos dedos. Rememoró esos dedos sobre su piel, en contraste con ella, y cuya reciedumbre parecía que iba a lastimar el cutis antes que arrancar placer con su contacto. ¡Qué delicadamente la tocaba —pensó—, cómo sujetaba la vulva entre sus dedos, como si tocara terciopelo! Se la sujetó como Martínez lo hacía, con el índice y el pulgar. Con la mano que le quedaba libre continuó las caricias. Experimentó la misma sensación, como de derretirse, que le procuraban los dedos de Martínez. De alguna parte, empezaba a fluir un líquido salado que cubría las aletas del sexo, que ahora relucía entre ellas.
Mathilde quiso entonces conocer su aspecto cuando Martínez le pedía que se diera la vuelta. Se tendió sobre el costado izquierdo y expuso el trasero al espejo. Ahora podía ver su sexo desde otro lado. Se movió como se movía para Martínez. Vio cómo su propia mano aparecía sobre la pequeña colina formada por las nalgas, y empezaba a acariciarlas. Su otra mano se colocó entre las piernas y se mostró en el espejo por detrás. Esta mano acariciaba el sexo de atrás adelante Se introdujo el índice y empezó a frotarse contra él. Entonces la invadió el deseo de tomar por los dos lados, por lo que insertó el otro índice en el orificio trasero. Ahora, cuando se movía hacia adelante, se encontraba con un dedo, y cuando el vaivén la empujaba atrás, hallaba el otro dedo, como le ocurría cuando Martínez y un amigo suyo. La acariciaban a la vez. La proximidad del orgasmo la excitó, y la recorrieron las convulsiones, como si sacudiera el último fruto de una rama, sacudiendo, sacudiendo la rama para que cayera todo en un orgasmo salvaje, que se consumó mientras se miraba en el espejo, contemplando sus manos que se movían, la miel que brillaba y el sexo y el ano que resplandecían, húmedos, entre sus piernas.
Después de ver sus movimientos en el espejo, comprendió la historia que le relatara un marinero: los marineros de su barco habían hecho una mujer de goma para pasar el rato y satisfacer los deseos que sentían durante los seis o siete meses que permanecían en el mar. La mujer había sido hecha a conciencia, y les producía una ilusión perfecta. Los marineros la amaban y se la llevaban a la cama. Estaba construida de tal manera, que todas sus aberturas podían satisfacerles. Poseía la cualidad que una vez atribuyó a su joven esposa un anciano indio: al poco de su matrimonio, la mujer era la amante de todos los jóvenes de la hacienda. El amo llamó al viejo indio para informarle de la escandalosa conducta de su joven esposa, y le aconsejó que la vigilara mejor. El indio meneó escépticamente la cabeza y repuso:
—Bueno; no veo por qué tendría que preocuparme. Mi mujer no está hecha de jabón, así que no va a desgastarse.
Eso es lo que sucedía con la mujer de goma. Los marineros la encontraban incansable y diferente; en verdad, una maravillosa compañera. No había celos, no se peleaban entre ellos, no existía la posesión. La mujer de goma fue muy amada, pero pese a su inocencia, su naturaleza flexible y buena, su generosidad y su silencio, pese a su fidelidad hacia los marineros, les contagió a todos de sífilis.
Mathilde se rió al recordar al joven marinero peruano y su descripción, de cómo se acostaba sobre la muñeca, como si se tratara de un colchón de aire, y cómo, a veces, la muñeca le hacía botar sobre ella por su misma elasticidad. Mathilde se sentía exactamente como esa mujer de goma cuando tomaba opio. ¡Cuan placentera era la sensación de total abandono! Su única ocupación era contar el dinero que sus amigos le dejaban.
Uno de ellos, Antonio, no parecía contento con el lujo de la habitación. Siempre estaba rogando a Mathilde que fuera a visitarlo. Regateaba mucho y tenía el aspecto del hombre que sabe hacer trabajar a las mujeres para él. Poseía, ante todo, la elegancia necesaria para qué éstas se sintieran orgullosas de él; un cuidado aspecto de hombre acomodado y de suaves maneras que —se notaba— en el momento necesario podía llegar a la violencia. Sus ojos tenían la mirada del gato que hace desear acariciarlo, pero que no quiere a nadie, que nunca considera que deba responder a los impulsos que despierta.
Tenía una amante con la que se complementaba bien, pues le igualaba en fuerza y vigor, y era capaz de resistir todos los golpes; una mujer que llevaba su feminidad con honor y que no pedía compasión de los hombres; una mujer de verdad que sabía que una lucha vigorosa era un maravilloso estimulante para la sangre (la compasión sólo la diluye), y que las mejores reconciliaciones sólo pueden producirse después del combate. Sabía que cuando Antonio no estaba con ella se encontraba en casa de la francesa tomando opio, pero eso la preocupaba menos que no saber dónde estaba.
Aquel día acababa de cepillarse el bigote con satisfacción, y se preparaba para una fiesta de opio. Con objeto de aplacar a su amante, empezó a pellizcarle y acariciarle las nalgas. Se trataba de una mujer de aspecto poco habitual, con algo de sangre africana. Sus senos eran los más enhiestos que jamás hubiera visto, colocados casi paralelamente a la línea del hombro, de forma por completo redonda y de gran tamaño. Fueron esos pechos lo primero que le atrajo. Estaban dispuestos de manera tan provocativa, tan cerca de la boca, apuntando hacia arriba, que despertaban en él una respuesta directa. Era como si su sexo tuviera una peculiar afinidad con aquellos senos; en cuanto se mostraron en el burdel donde halló a la mujer, el sexo de Antonio se alzó para desafiarlos en términos de igualdad. Cada vez que fue al prostíbulo, experimentó el mismo fenómeno. Por fin sacó a la mujer de aquella casa y se fue a vivir con ella. Al principio, sólo podía hacer el amor a sus pechos. Le tenían embrujado, obsesionado. Cuando introducía el pene en su boca, los senos parecían apuntar hambrientos hacia aquel sexo, lo dejaba así, entre los pechos, sujetándolos con las manos contra el miembro. Los pezones eran anchos, y se endurecían en su boca como un hueso de fruta.
Excitada por las caricias de Antonio, se quedaba con la parte inferior del cuerpo completamente desatendida. Sus piernas se zarandeaban, pidiendo violencia, y el sexo se abría, pero él no le prestaba atención. Los senos llenaban su boca y entre ellos colocaba el pene; le gustaba ver el esperma rodándolos. El resto del cuerpo de la mujer se retorcía en el vacío, con las piernas y el sexo caracoleando como una hoja a cada caricia, batiendo el aire, hasta que ella misma llevaba allí sus manos y se masturbaba.
Aquella mañana, cuando estaba a punto de irse, repitió sus caricias. La mordió en los pechos. Ella le ofreció su sexo, pero no lo aceptó. La obligó a arrodillarse frente a él y a tomar el pene en su boca. Frotó los senos contra sí, lo cual, en ocasiones, provocaba el orgasmo en la mujer. Acto seguido, Antonio se marchó, caminando despreocupadamente en dirección a la casa de Mathilde. Halló la puerta entreabierta y penetró con pasos felinos, sin hacer el menor ruido sobre la alfombra. Halló a Mathilde a gatas en el suelo, frente a un espejo, mirándose la entrepierna.
—No te muevas, Mathilde —le dijo—. Me gusta esa postura.
Se agachó sobre ella como un gato gigantesco, y la penetró. Dio a Mathilde lo que no diera a su querida. El peso de Antonio la hizo al fin derrumbarse y tumbarse en la alfombra. Este levantó el trasero de Mathilde agarrándolo con ambas manos, y la poseyó una y otra vez. Su miembro parecía estar hecho de hierro candente; era largo y estrecho, se movía en todas direcciones y brincaba dentro de ella con una agilidad que la muchacha nunca había conocido. Antonio, cuyos gestos eran cada vez más rápidos, decía con voz ronca:
—¡Córrete ya, córrete ya, córrete te digo! Dámelo todo, ahora. Dámelo todo. Como nunca has hecho. ¡Entrégate!
Con estas palabras, ella empezó a brincar contra él furiosamente, y el orgasmo se consumó, llegó como un rayo que alcanzara a los dos al mismo tiempo.
Los otros les hallaron todavía abrazados sobre la alfombra. Se echaron a reír al ver el espejo, que había reflejado el encuentro. Comenzaron a preparar las pipas de opio. Mathilde estaba lánguida. Martínez comenzó su sueño de mujeres hinchadas y con el sexo abierto. Antonio conservaba la erección y pidió a Mathilde que se le sentara encima; ella lo hizo.
Cuando la fiesta del opio hubo terminado, y todos excepto Antonio se hubieron marchado, éste repitió la proposición de que le acompañara a su antro particular.
Las entrañas de Mathilde abrasaban todavía a causa de la penetración, y consintió, pues deseaba estar con él y repetir aquel abrazo.
Caminaron en silencio por las callejuelas del barrio chino. Mujeres de todas partes del Mundo les sonreían desde las ventanas abiertas y les invitaban, de pie en los umbrales. Algunas habitaciones estaban expuestas a la calle. Sólo una cortina ocultaba las camas, por lo que podían verse parejas abrazándose. Había mujeres sirias con su atavío nativo, árabes cubriendo con joyas sus cuerpos semidesnudos, japonesas y chinas haciendo señas picaras, y corpulentas africanas acuclilladas en círculo, charlando entre ellas. Había una casa llena de prostitutas francesas cubiertas con cortas camisas rosadas, tejiendo y cosiendo como si estuvieran en el hogar. Llamaban a los peatones prometiéndoles siempre especialidades.
Las casas eran pequeñas, pero iluminadas, polvorientas, llenas de humo y repletas de voces apagadas: murmullos de borrachos y de parejas haciendo el amor. Las chinas adornaban el escenario y lo hacían confuso, aún más con biombos y cortinas, linternas, incienso ardiendo y Budas de oro. Era un laberinto de joyas, flores de papel, colgaduras de seda y alfombras, con mujeres tan variadas como los diseños y los colores que invitaban a los hombres que pasaban a acostarse con ellas.
Antonio tenía una habitación en ese barrio. Condujo a Mathilde por la arruinada escalera, abrió una puerta casi inservible por el uso, y la empujó dentro. No había muebles. Sobre el suelo se extendía una estera china, en la que estaba acostado un hombre envuelto en harapos; un hombre tan flaco y de aspecto tan enfermizo, que Mathilde retrocedió.
—Ah, estás aquí —dijo Antonio en tono más bien irritado.
—No tenía donde ir.
—Pues aquí no puedes quedarte, ¿sabes? La policía anda tras de ti.
—Sí, ya lo sé.
—Supongo que fuiste tú el que robó la cocaína el otro día. Sabía que eras tú.
—Sí —confirmó el hombre, amodorrado e indiferente.
Entonces Mathilde vio que su cuerpo estaba cubierto de arañazos y pequeñas heridas. El hombre hizo un esfuerzo por sentarse. Sostenía una ampolla en una mano, y en la otra una pluma estilográfica y una navajita.
Mathilde lo miró con horror.
Rompió el extremo de la ampolla con el dedo, sacudiendo los fragmentos. Luego, en lugar de introducir una jeringa hipodérmica, metió la estilográfica y extrajo el líquido.
Con la navajita se practicó un corte en el brazo, ya cubierto de heridas antiguas y de otras más recientes, se insertó la pluma en el corte e introdujo la cocaína en su carne.
—Es demasiado pobre para comprarse una aguja —comentó Antonio—. No le di dinero porque pensé que así evitaría que robara, pero mira lo que ha encontrado.