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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Descansa en Paz (5 page)

BOOK: Descansa en Paz
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When in trouble, when in doubt

Run in circles, scream and shout
[2]
.

Miró por encima de la baranda, se vio a sí mismo caer y reventar contra el suelo como un melón demasiado maduro. Quizá el perro se acercaría y comería de él. Ese pensamiento hizo que el hecho le resultara tentador. Acabar sus días como comida para perros, pero el chucho probablemente no iba a notar nada: parecía histérico. Pronto llegaría alguien para pegarle un tiro.

Se apretó la cabeza con las manos. Parecía que iba a estallarle de un momento a otro si el dolor seguía aumentando de esa manera.

* * *

Eran poco más de las once cuando Mahler comprendió que, pese a todo, quería vivir.

Había sufrido el primer ataque al corazón ocho años antes, cuando fue a entrevistar a un pescador que había recogido un cadáver en las redes de arrastre. Al bajar del barco la intensidad de la luz disminuyó de repente, se redujo a un punto y no recordaba nada de lo acaecido después hasta que se despertó acostado sobre un montón de redes. Si no hubiera intervenido el marinero, que era un socorrista experto en temas de corazón y pulmón, el problema de Mahler habría terminado allí.

Un cardiólogo constató su miocarditis y la necesidad de llevar un marcapasos para asegurar los latidos de su corazón. Mahler pasó entonces un periodo tan depresivo que sopesó la idea de tentar a la suerte y dejar que la muerte siguiera su curso, sin embargo, se sometió a aquella operación.

Después nació Elias y Mahler tuvo, por primera vez en muchos años, una razón por la que valía la pena tener un corazón. El marcapasos había funcionado fielmente y le había permitido ejercer de abuelo tanto como quiso.

Pero ahora...

En la frente, se le perló de sudor la línea del cabello y se llevó la mano al corazón; latía cuando menos el doble de rápido de lo normal. No sabía cómo era posible, pero el pulso se avivaba por su cuenta e ignoraba el ritmo regular del marcapasos. Mahler sintió bajo su mano que el corazón se le aceleraba cada vez más.

Se puso los dedos en la muñeca, miró el despertador y contó los segundos. Su corazón latía ciento veinte veces por minuto, pero no estaba seguro de que fuera cierto. Hasta el segundero del reloj parecía moverse más deprisa de lo habitual.

«Tranquilo, tranquilo... Ya se pasará...».

Sabía que tales paroxismos cardiacos no eran peligrosos mientras no llegaran a niveles extremos. Eran la inquietud y la angustia las que perjudicaban a los pacientes. Intentó respirar tranquilo mientras el corazón le latía cada vez más deprisa.

Tuvo una ocurrencia y colocó los dedos encima del marcapasos, la caja metálica que llevaba justo debajo de la piel y que protegía su vida. Era imposible determinar si trabajaba más deprisa de lo normal, pero él sospechó que eso era lo que sucedía: lo mismo que con el reloj.

Se acurrucó en el sofá en posición fetal. La jaqueca amenazaba con reventarle la cabeza, el corazón latía desbocado y para su propio asombro comprobó que no quería morirse. No. Al menos no porque una máquina golpeara su corazón hasta machacarlo. Se sentó y entornó los ojos contra la luz procedente de la pantalla del ordenador. También había aumentado y todos los iconos se veían borrosos en medio de aquel resplandor blanco.

«¿Qué hago?».

Nada. No iba a hacer nada que pudiera angustiar su corazón aún más. Se volvió a tumbar en el sofá con la mano en el pecho. El corazón le latía entonces con tal fuerza que era imposible sentir cada palpitación aislada, aquello era un redoble de tambor del reino de los muertos cuyo tempo iba en aumento. Mahler cerró los ojos esperando el crescendo.

Todo acabó cuando ya creía que la piel del tambor iba a estallar y que su campo de visión se iba a reducir como aquella vez.

La fibrilación cardiaca cesó y volvió a su viejo ritmo absorbente. Él permaneció inmóvil con los ojos cerrados, luego respiró profundamente y se palpó el rostro como para comprobar que aún seguía allí. El semblante estaba en su sitio, bañado en sudor. Las ardientes gotas se deslizaban lentamente a través del pliegue del estómago, produciéndole un cosquilleo.

Abrió los ojos. Los iconos del ordenador brillaban como siempre contra el fondo azul oscuro, y después se apagó la pantalla. El perro del patio había dejado de ladrar.

«¿Qué ha pasado?».

El reloj marcaba los segundos a un ritmo normal, y en el mundo se había hecho un gran silencio. Sólo entonces fue consciente de la cacofonía de gritos y sonidos previos a esta gran calma, ahora, cuando ya no se oían. Se pasó la lengua por los labios con sabor a sal, se acurrucó y se quedó con la vista fija en el reloj.

«Segundos, minutos... En un segundo nacemos, en otro morimos».

Llevaba así unos veinte minutos cuando sonó el teléfono. Se deslizó del sofá y se arrastró hasta el escritorio. Tal vez las piernas aguantaran su peso, pero tuvo la impresión de que sería más seguro ir a gatas. Se sentó en la silla del escritorio y levantó el auricular.

—Sí, soy Mahler.

—Hola, soy Ludde. Desde Danderyd.

—Sí... Hola.

—Oye, tengo algo para ti.

Ludde había sido uno de sus innumerables contactos, le pasaba información cuando Mahler trabajaba en el periódico. Como celador del hospital de Danderyd, a veces oía o veía cosas que podían ser «de interés general», en palabras del propio Ludde.

—Yo ya no estoy en activo —le contestó Mahler—, tendrás que llamar a Benke... Bengt Jannsson, el redactor de noche en...

—Escucha esto: los muertos se han despertado.

—¿Qué estás diciendo?

—Los cadáveres. Los muertos del depósito de cadáveres se han despertado de nuevo.

—No.

—Lo que yo te diga. Los patólogos acaban de llamar aquí totalmente histéricos, querían que bajara más personal para ayudar.

Mahler vio cómo su mano se movía de forma instintiva por el escritorio en busca del bloc de notas, pero la retiró meneando la cabeza.

—Ludde, tranquilízate un poco. ¿Sabes lo que estás...?

—Sí, lo sé. Lo sé. Pero es verdad. La gente corre por aquí dando vueltas... allí abajo el caos es total. Se han despertado. Todos.

La verdad es que Mahler podía oír de fondo voces de personas que hablaban alteradas, pero no podía entender lo que decían. Algo estaba pasando, pero...

—Ludde. Cuéntamelo otra vez desde el principio.

Su interlocutor lanzó un suspiró. Al fondo se oyó gritar a alguien:

—¡Llama a urgencias!

Cuando Ludde volvió a hablar con la boca cerca y la mano delante del auricular, su voz resultaba casi erótica.

—Al principio esto ha sido un caos total por lo de la corriente. Todo estaba en marcha y nada funcionaba. ¿Lo sabes, no? Lo de la corriente.

—Sí, claro, lo sé.

—Bien. Luego, hace cinco minutos... los médicos forenses han llamado a recepción diciendo que querían un par de chicos de seguridad porque había un grupo de muertos a punto de... escaparse. Bien. Los vigilantes se echan a reír, menuda broma y tal, pero bajan de todos modos. Bien. Dos minutos después llaman los vigilantes diciendo que necesitan refuerzos porque ahora se han despertado todos. Más cachondeo. Bajan algunos más, tal vez haya alguna fiesta en marcha allá abajo. Bien. Luego ha llamado un médico diciendo lo mismo... y ahora han llamado hasta a los cirujanos de urgencias.

—Pero —preguntó Mahler— ¿cuántos muertos tenéis ahí?

—No sé. Cien. Por lo menos. ¿Vas a venir o qué?

El periodista miró el reloj: eran las 23:25.

—Sí, sí, voy para allá.

—Estupendo. ¿Traerás...?

—Sí, sí.

Se vistió, cogió la grabadora, el teléfono y la cámara digital que nunca se había decidido a devolver al periódico, por si acaso, y también un par de billetes de mil para Ludde. Luego, bajó las escaleras todo lo deprisa que se atrevió.

El corazón aún seguía acelerado cuando se apretujó en el interior de su Ford Fiesta, arrancó y se dirigió hacia el este. Al salir de la glorieta de Blackeberg telefoneó a Benke, le contó que sí, que lo había dejado, pero que acababa de recibir un soplo sobre un asunto en Danderyd y que iba a ver lo que había. Benke se alegró de su vuelta.

Las calles estaban vacías y Mahler aceleró hasta 120 después de cruzar la plaza de Islandstorget. El distrito oeste, Västerort, pasó volando delante de sus ojos y en algún punto a la altura del puente de Traneberg tuvo consciencia de sí mismo. Estaba más vivo de lo que había estado en un mes. Se sintió casi feliz.

Täby Kyrkby, 21:05

—Flora, cariño, tienes que apagar ya la tele. —Elvy apretó el dedo delante de la pantalla—. Esos gemidos me dan dolor de cabeza.

La muchacha asintió sin quitar los ojos de la pantalla.

—De acuerdo —dijo—. Espera a que guarde esto.

Elvy dejó el libro de Grimberg —de todos modos con la migraña que ya tenía no habría podido concentrarse en la lectura—, y se quedó mirando mientras Jill Valentine volvía a su cuarto seguro. Flora le había explicado de qué iba el videojuego y Elvy, a grandes rasgos, lo había entendido.

Había dos cosas que no comprendía: cómo podían crearse esos ambientes en los ordenadores, y cómo podía Flora controlar todo aquello. Sus dedos volaban sobre las teclas y textos, mapas y menús centelleantes en la pantalla, y se movían a tal velocidad que su abuela nunca entendía lo que pasaba.

Jill se movía a lo largo de un pasillo oscuro con la pistola en alto y el cuerpo en actitud de alerta. Flora apretaba los labios; llevaba los ojos tan maquillados que parecían dos elipses alargadas. La anciana recorrió con la mirada los brazos delgados y pálidos de su nieta, donde se apreciaban las marcas de viejos cortes, de heridas cicatrizadas. La cabeza, con el pelo rojo y alborotado, parecía demasiado grande para aquel cuerpo tan menudo. Durante un tiempo se lo había teñido de negro, pero desde hacía un año lo llevaba de su color natural.

—¿Va bien? —le preguntó Elvy.

—Mm. He conseguido una cosa que necesitaba. Es sólo que debo... guardarla.

El mapa apareció y desapareció. Se abrió una puerta sobre un fondo oscuro y en el descansillo de la escalera estaba Jill. Flora se pasó la lengua por los labios y dirigió a Jill hacia las escaleras.

Margareta, la madre de Flora e hija de Elvy, seguro que se habría opuesto si hubiera sabido con qué tipo de juegos se entretenía su hija, y lo habría tachado de perjudicial para las dos, por diferentes motivos.

La consola Nintendo GameCube había llegado a casa de Elvy tres meses antes, tras un pacto. Después de que Flora se pasara pegada a la maquinita tres, cuatro y hasta cinco horas diarias durante medio año, sus padres le dieron un ultimátum: o vendía la consola o la dejaba en casa de la abuela, si ésta accedía a ello.

La abuela accedió. Estaba muy encariñada con su nieta, y viceversa. La chica venía dos o tres tardes a la semana para jugar y normalmente no lo hacía más que un par de horas. Solían tomar té, charlar, echar unas partidas al
plump
[3]
, y a veces Flora se quedaba a dormir allí.

—Uuuhh...


¡Mierdamierdamierda!

Elvy levantó la vista. Flora estaba encogida, tensa.

A la vuelta de una esquina había aparecido un zombi de paso inseguro, Jill levantó la pistola y tuvo tiempo de hacer un disparo antes de que él se lanzara sobre ella. El mando crujía en la mano de la jugadora mientras ella lo giraba tratando de evitarlo, pero la sangre fluyó en sacudidas rojas. Y poco después Jill yacía a los pies del monstruo.

YOU ARE DEAD.

—¡Idiota! —Flora se dio un golpe en la frente—. ¡No! Se me olvidó quemarlo. ¡No!

La abuela se inclinó hacia delante en el sillón.

—¿Has... perdido ahora?

—No. Ahora sé dónde está la cosa esa.

—Mmm.

Flora era una persona autodestructiva, a juicio del asistente social de su escuela. Elvy no sabía si ése era mejor o peor que el diagnóstico que le dieron a ella a la misma edad: histeria. No estaba bien visto ser una histérica en los años cincuenta, en pleno auge de la Casa del Pueblo y tras el triunfo en la lucha final. También Elvy se había cortado en los brazos y las piernas, movida por el sufrimiento interno y la presión exterior. El problema ni siquiera existía en aquel tiempo. Nadie tenía derecho a sentirse desgraciado en aquel entonces.

Desde que Flora era muy pequeña, Elvy había sentido una poderosa afinidad con aquella niña seria y soñadora, ya había adivinado que iba a pasarlo mal. Aquella sensibilidad, que era la maldición de ambas, se había saltado una generación, pues Margareta, quizá como reacción contra su atolondrada madre, había estudiado derecho y se había convertido en una mujer disciplinada, educada y triunfadora. Se había casado con Göran, otro estudiante de derecho con sus mismas cualidades.

—¿A ti también te duele la cabeza? —preguntó Elvy al ver que Flora se apretaba la frente al tiempo que se echaba hacia adelante y apagaba el juego.

—Sí. Pero... —Flora apretaba el botón—. ¡Pero bueno! No puedo apagarlo.

—Entonces quita la tele.

Tampoco eso fue posible. El juego se puso en marcha solo, mostrando algunas escenas. Jill lanzaba descargas eléctricas a dos zombis, y otro fue alcanzado en el pasillo. Las detonaciones resonaron dentro de su cabeza y Elvy hizo una mueca. Y resultaba imposible bajar el volumen.

Cuando la muchacha intentó tirar del enchufe salieron chispas, y se echó hacia atrás entre gritos. Elvy se levantó del sillón.

—¿Qué ha pasado, hija?

La joven tenía los ojos fijos en la mano con la que había tirado del enchufe.

—Me ha dado una descarga. No muy fuerte, pero... —Sacudió la mano como para enfriarla y señaló hacia la pantalla, donde Jill seguía electrocutando a los zombis.

—No. Así no —dijo, echándose a reír.

Elvy le tendió la mano, la ayudó a levantarse.

—Vamos a la cocina.

Todas las cuestiones eléctricas y mecánicas habían sido cosa de Tore. Cuando él enfermó de Alzheimer, Elvy se vio obligada a llamar a un electricista cuando se fundió un fusible. Nunca se había propuesto aprender porque, como pensaban que era incapaz, nunca le dejaron instruirse en esas cosas. Sin embargo, el electricista, desconocedor de su incapacidad, le había enseñado cómo se hacía y después pudo arreglárselas ella sola. Un televisor en rebeldía superaba con mucho sus conocimientos. Aquello tendría que esperar hasta el día siguiente.

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