Se abrió la puerta del cuarto de Magnus y éste apareció con una carta de Pokémon en la mano. Desde la habitación llegaba la voz chillona de la rana Boll:
—¡Nooo, oye, eh!
El niño le enseñó la carta.
—Papá, ¿Dark Golduck es dragón o agua?
—Agua. Cariño, tendremos que dejarlo...
—Pero es que ha recibido el ataque de un dragón.
—Sí, pero... Magnus, ahora no. Iré a tu cuarto cuando haya terminado, ¿de acuerdo?
El pequeño se fijó en el periódico que David tenía abierto delante de él.
—¿Qué hacen?
—Magnus, por favor. Estoy trabajando. Luego voy.
—Se vende vodka... sueco con porno. ¿Qué es vodka?
David cerró el periódico y cogió a su hijo de los hombros. El niño se resistió e intentó abrir de nuevo el periódico.
—¡Magnus! Va en serio. Si no me dejas trabajar ahora, no tendré tiempo para estar contigo luego. Vete a tu cuarto y cierra la puerta. Enseguida voy.
—Jo, ¿por qué tienes que estar trabajando siempre?
David lanzó un suspiro.
—Si tú supieras lo poco que trabajo en comparación con otros padres... Pero, por favor, ahora déjame trabajar un poco en paz.
—Sí, sí, sí.
Magnus se soltó y volvió a su habitación. La puerta se cerró de nuevo. David dio una vuelta por el cuarto, se secó las axilas con una toalla y volvió a sentarse frente al escritorio. Las ventanas con vistas a la orilla de Kungholmen estaban abiertas de par en par, pero apenas corría el aire y él sudaba aunque iba desnudo de cintura para arriba.
Abrió de nuevo el periódico. Algo divertido debía salir de aquello.
Se vende vodka sueco con porno.
Dos mujeres del Partido Centrista arrojaban vodka sobre un número de
Penthouse
para manifestar su oposición. «Están indignadas», rezaba el pie de foto. David observó sus caras. Le dio la impresión de que parecían más bien amenazadoras, como si quisieran fulminar al fotógrafo con la mirada. El vodka caía sobre la joven desnuda de la portada.
Aquello era tan grotesco que resultaba difícil hacer algo divertido de ello. David paseó la vista por el periódico abierto, trataba de encontrar un punto de inflexión.
Foto: Putte Merkert.
«Ahí estaba».
Putte. Merkert. David se recostó en la silla, miró al techo y empezó a formularlo. Al cabo de dos minutos tenía el esquema del texto y se puso a escribirlo a mano. Volvió a observar a las mujeres. Ahora sus miradas amenazantes se volvieron contra él.
—¿Piensas burlarte de nosotras y de nuestra actitud? —le dijeron—. ¿Y qué es lo que haces tú?
—Sí, sí —contestó David en voz alta al periódico—. Yo, a diferencia de vosotras, por lo menos soy consciente de ser un payaso.
Siguió escribiendo con el zumbido de un incipiente dolor de cabeza que él achacó a los remordimientos. Después de veinte minutos tenía un texto aceptable, incluso divertido, si le iba cogiendo las vueltas. Miró de reojo a la
Supermarket Lady,
pero no obtuvo orientación alguna. Quizá él estaba siguiendo su camino, iba en su carro.
Eran las 16:30. Quedaban cuatro horas y media hasta que tuviera que salir a escena, y los nervios empezaban a atenazarle el estómago.
Tomó una taza de café, fumó un cigarrillo y fue al cuarto de Magnus, dedicó media hora a hablar de los Pokémon, a ayudar a su hijo a clasificar las cartas y a traducir los textos de éstas.
—Papá —le preguntó el pequeño—, ¿en qué consiste realmente tu trabajo?
—Ya lo sabes. Estuviste una vez en Norra Brunn. Cuento cosas y la gente se ríe y... sí, me pagan por eso.
—¿Por qué se ríen?
David miró a Magnus a los ojos, los ojos serios de un niño de ocho años, y él mismo se echó a reír. Le acarició la cabeza con la mano y respondió:
—La verdad es que no lo sé. Ahora voy a por un poco de café.
—¡Ah!
Siempre
estás tomando café.
David se levantó del suelo cubierto de cartas esparcidas. Al llegar a la puerta se volvió y miró a su hijo, que estaba enfrascado en la lectura de una carta y movía los labios conforme deletreaba las palabras.
—Creo —aventuró David— que la gente se ríe porque
quiere
reírse. Han pagado para entrar y reírse, de modo que se ríen.
—No lo entiendo —contestó el niño, sacudiendo la cabeza.
—No —admitió David—. Yo tampoco.
Eva volvió del trabajo a las 17:30 y su esposo salió a recibirla a la entrada.
—Hola, querido —le saludó ella—. ¿Qué tal?
—La muerte, la muerte, la muerte —respondió David, llevándose la mano al estómago. La besó. Su labio superior sabía a sal por el sudor—. ¿Y tú?
—Bien. Me duele un poco la cabeza, pero por lo demás bien. ¿Has podido escribir algo?
—Bah, eso... —David hizo un gesto en dirección a la mesa del escritorio—. Sí, pero no es muy bueno.
Eva asintió.
—No, ya, ya. ¿Puedo escucharlo luego?
—Si quieres...
Ella fue al cuarto de Magnus y David entró en el aseo, dejó que fluyera de él una parte del nerviosismo. Permaneció un rato sentado en el retrete, observando el dibujo formado por los peces blancos de las cortinas de la ducha. Quería leerle el texto a Eva, sí, debía leérselo. Era divertido, pero se avergonzaba de él y temía que ella fuera a decir algo sobre... su contenido. O sobre la ausencia de él.
Tiró de la cadena y se refrescó la cara con agua fría. «Soy un cómico. Nada más». Sí. Claro.
* * *
Preparó una comida ligera —tortilla con champiñones en salsa—, mientras Magnus y Eva sacaban el Monopoli en la sala de estar. El sudor le caía a chorros por debajo de las axilas mientras permanecía junto al fuego friendo los champiñones.
«Este tiempo no es normal».
Se le cruzó por la cabeza una imagen: el efecto invernadero. Sí. La tierra como un invernadero gigante. Unos seres procedentes del espacio nos plantaron aquí hace millones de años. Pronto vendrían a recoger la cosecha.
Volcó las tortillas en los platos y anunció a voz en grito que la cena estaba lista. La idea era buena, pero ¿era divertida? No. Ahora bien, si se cogía a alguna persona lo bastante conocida, como por ejemplo el periodista Staffan Heimersson, y se decía que él era el jefe disfrazado de esos seres espaciales... Eso era como decir que Staffan Heimersson era el único responsable del efecto invernadero.
—¿En qué estás pensando?
—No, nada... En que Staffan Heimersson tiene la culpa de que haga tanto calor.
—¿Y eso...?
Eva se quedó expectante. Él se encogió los hombros.
—No, sólo eso. A grandes rasgos.
—Mamá... —El niño había terminado de retirar los trozos de tomate de su ensalada—. Robin dice que si empieza a hacer más calor los dinosaurios volverán a vivir en la tierra, ¿es eso verdad?
El dolor de cabeza se volvió más intenso mientras jugaban la partida de Monopoli, y todos se irritaban a lo tonto cuando perdían dinero. Después de media hora hicieron una pausa en el juego para ver
Bolibompa
en la tele, y Eva se fue a la cocina a preparar café. David se quedó sentado en el sofá, bostezando. Siempre que estaba nervioso se sentía cansado y sólo le apetecía dormir.
Magnus se acurrucó junto a él y juntos vieron un documental sobre el mundo del circo. David se levantó cuando estuvo listo el café, pese a las protestas de su hijo. Eva estaba delante de la cocina moviendo uno de los mandos.
—Qué raro. No se puede apagar.
La luz indicadora de que la cocina estaba encendida se resistía a apagarse. Él giró algunos mandos al azar, pero no pasó nada. La placa sobre la que había estado burbujeando la cafetera se había puesto al rojo vivo. No fueron capaces de hacer nada al respecto en aquel momento, así que David se puso a leer su texto mientras tomaban el café con mucho azúcar y fumaban un cigarrillo. A Eva le pareció divertido.
—¿Puedo hacerlo? —preguntó David.
—Ni lo dudes.
—¿No te parece que es...?
—¿Qué?
—Bueno... arrogante. Está claro que tienen razón.
—¿Y qué tiene eso que ver?
—No, nada. Gracias.
Ya llevaban casados diez años, y apenas pasaba un día sin que David mirara a Eva y pensara: «Joder, qué suerte he tenido». Por supuesto que había días malos, y también semanas sin espacio para la alegría, pero, incluso entonces, por debajo del fango, había una placa en la que estaba grabado: «Joder, qué suerte». Aunque él no pudiera verla justo entonces, acababa subiendo de nuevo a la superficie.
Ella trabajaba como redactora e ilustradora de libros divulgativos infantiles en Hippogriff, una pequeña editorial. Había escrito e ilustrado dos cuentos de
Bruno,
un castor dado a la filosofía y a la construcción de cosas. No habían sido grandes éxitos, pero como dijo Eva una vez haciendo una mueca: «Parece que agradan a la clase media-alta y a los arquitectos. Que les gusten a sus hijos ya es más discutible». David encontraba bastante más divertidos los libros de Eva que sus monólogos.
—¡Mamá! ¡Papá! No se apaga.
Magnus estaba delante del televisor moviendo el mando a distancia. Su padre apretó el botón de apagado del aparato, pero la pantalla siguió encendida. Lo mismo que con la cocina, pero aquí al menos había un enchufe a mano, así que David tiró de él mientras la presentadora anunciaba el espacio informativo
Rapport.
Por un instante fue como intentar separar un trozo de metal de un imán; la clavija tiraba del enchufe. Saltaron chispas y a través de sus dedos se propagó un ligero cosquilleo, tras el cual la presentadora desapareció en la oscuridad.
David levantó el enchufe.
—¿Lo habéis visto? Ha sido como un... cortocircuito. Ahora habrán saltado todos los fusibles.
Pulsó el interruptor de la lámpara del techo. Se encendió y ya no se pudo apagar.
El niño dio saltos en el sofá.
—¡Vamos! ¡La partida continúa!
* * *
Dejaron que Magnus ganara al Monopoli, y mientras él contaba su dinero, su padre cogió los zapatos, la camisa de salir a escena y el periódico. Cuando fue a ver a Eva, estaba moviendo la cocina hacia delante.
—No —pidió él—. Deja eso.
Eva se pilló un dedo y soltó un taco.
—¡Joder...! No podemos dejarla así. Voy a irme a casa de mi padre. Qué mierda... —Ella tiró de la cocina, pero se había quedado encajada entre los armarios.
—Oye —le dijo David—, ¿cuántas veces nos la hemos dejado encendida al ir a acostarnos sin que haya pasado nada?
—Sí, sí, pero salir de casa y dejarla... —Eva le dio una patada a la puerta del horno—. No hemos limpiado ahí atrás en varios años. Qué mierda de cocina. Joder, cómo me duele la cabeza.
—Eva, ¿es eso lo que quieres hacer justo ahora? ¿Limpiar detrás de la cocina?
Ella dejó caer las manos, meneó la cabeza y se echó a reír.
—No, pero se me ha metido entre ceja y ceja... Tendrá que quedarse así por el momento.
A pesar de todo, hizo un último intento, con la desesperación de un animal enjaulado, pero fue en vano. Entonces alzó las manos y se dio por vencida. Magnus entró en la cocina con su dinero.
—90.400 —anunció, apretando los ojos—. Me duele mucho la cabeza. Está tonta.
A modo de brindis antes de separarse, se tomaron cada uno un analgésico y un vaso de agua, brindaron y tragaron.
* * *
El pequeño iba a dormir en casa de la madre de David, Eva iba a Järfälla a visitar a su padre, pero pensaba volver a casa por la noche. Levantaron a Magnus entre los dos y se besaron los tres.
—No te pases con el Cartoon Network en casa de la abuela —le advirtió su padre.
—¿Eh? —replicó Magnus—. Ya no lo miro.
—Qué bien —exclamó Eva—. Será embus...
—Veo Disney Channel. Es mucho mejor.
David y Eva se besaron una vez más, haciéndose el uno al otro un guiño en alusión a lo que les esperaba después, por la noche, cuando estuvieran los dos solos. Luego, Eva cogió a su hijo de la mano y se fueron; alzaron la mano una vez más. David seguía en la acera viendo cómo se alejaban.
«Si no pudiera volver a verlos nunca más...».
Le abrumó su temor habitual. Dios había sido muy generoso con él, se había producido un error, había recibido más de lo que se merecía. Ahora le despojarían de todo. Eva y Magnus desaparecieron al doblar la esquina y un impulso le instó a correr tras ellos, detenerlos y decirles: «Venid, vamos a casa. Vamos a ver
Shrek,
a jugar al Monopoli, no debemos separarnos».
Era el temor de siempre, pero más intenso de lo normal. No obstante, se contuvo, dio media vuelta y caminó hacia la calle de Sankt Erik mientras iba repitiendo en voz baja el nuevo texto para memorizarlo.
«¿Cómo surge una imagen como ésta? Las dos mujeres están indignadas, ¿y qué hacen? Pues entran en la tienda de bebidas alcohólicas y compran una caja de vodka, y luego un montón de revistas porno. Cuando llevaban allí dos horas tirando vodka, acertó a pasar por allí Putte Merkert, fotógrafo del periódico vespertino
Aftonbladet.
»—Oye —les dice Putte Merkert—, ¿qué estáis haciendo?
»—Ya lo ves, estamos aquí echando vodka encima de esta revista porno —contestan ellas.
»"Vaya", piensa el fotógrafo. "Ahí tengo la oportunidad de una exclusiva".
No. El fotógrafo, no. Convenía más hablar todo el tiempo de Putte Merkert.
«Vaya», piensa Putte Merkert. «Ahí tengo la oportunidad de una exclusiva».
David advirtió algo extraño al llegar a la mitad del puente y se detuvo.
Había leído recientemente en la prensa que había millones de ratas en Estocolmo. Él no había visto ninguna, pero ahora había allí tres, en mitad del puente de Sankt Erik. Una grande y dos más pequeñas. Corrían en círculos por la acera, persiguiéndose unas a otras.
Las ratas chillaban enseñando los dientes y una de las pequeñas mordió a la grande en el lomo. David dio un paso atrás y alzó la vista. Había un señor mayor al otro lado, a dos pasos de los roedores, y seguía la pelea con la boca abierta.
Las pequeñas eran como gatillos y la grande, del tamaño de un conejo pigmeo. Golpeaban los rabos desnudos contra el asfalto y la rata mayor chilló cuando la otra rata pequeña también se aferró con los dientes a su lomo y la piel se le tiñó de sangre.
«¿Serán sus... crías las pequeñas?».
David se tapó la boca con la mano, repentinamente indispuesto. La rata grande se agitaba espasmódicamente de un lado a otro, intentando sacudirse a las pequeñas. David no había oído nunca chillar a las ratas, no sabía que podían chillar. Pero el sonido procedente de la grande era horrible, como el de un ave moribunda.