«Todo esto significa algo».
PRIMER INFORME
23:10-23:20.
Los muertos se despiertan en todos los depósitos de cadáveres de Estocolmo y alrededores.
23:18.
Se observa la presencia en la calle de un hombre de avanzada edad, completamente desnudo, junto a la residencia de ancianos Solkatten. No responde cuando se le habla. Se da aviso a la policía para que devuelva al anciano a su casa.
23:20.
Una furgoneta arrolla a un joven a unos cien metros del Instituto Anatómico Forense de Solna. Cuando la policía llega al lugar de los hechos, el atropellado ha desaparecido. El conductor de la furgoneta, que se encuentra en estado de shock, asegura que el hombre al que ha arrollado tenía una cicatriz a lo largo de todo el abdomen. Tras la colisión, el hombre salió despedido unos diez metros y se le abrió la cicatriz, a pesar de lo cual el accidentado se levantó y se marchó.
23:24.
Llega la primera llamada a la Central de Emergencias. Una señora mayor ha recibido la visita de su hermana, fallecida dos semanas antes, y con la cual había convivido durante los últimos cinco años.
23:25.
El personal del hospital de Danderyd es el primero en llamar a las residencias de ancianos y a las iglesias con depósitos de cadáveres propios para informarles de la situación.
23:25-23:45.
Se reciben unos veinte avisos de ancianos vagando perdidos por las calles.
23:26.
Nils Lundström, fotógrafo jubilado, toma la instantánea que ilustrará al día siguiente la portada del periódico
Expressen.
Desde el depósito de cadáveres del cementerio, junto a la iglesia de Täby, siete ancianos caminan hacia la salida envueltos en los sudarios. La imagen los capta entre las lápidas funerarias.
23:30-23.50.
La comunicación por radio con los coches patrulla de la policía enviados para hacerse cargo de los desorientados ancianos indica que se trata de personas fallecidas en las últimas semanas. La información ha sido transmitida al Ministerio de Salud y Asuntos Sociales.
23:30
en adelante. Se multiplican las llamadas a la Central de Emergencias. Personas conmocionadas, a veces histéricas, avisan de que sus familiares muertos han regresado. Se hace un llamamiento urgente al personal de ambulancias, personal médico y sacerdotes para poder enviar unidades para atender a los afectados.
23:40.
La sección de Infecciosos del hospital de Danderyd se habilita provisionalmente como lugar de recepción. Se pide urgentemente personal de refuerzo.
23:50.
Desde el hospital de Danderyd se comunica que dos personas no se han despertado. Sus historiales médicos revelan que una de ellas lleva muerta diez semanas, la otra doce. Ambas han sido tratadas con formol varias veces a la espera de que se solucionen las diligencias para proceder a su enterramiento.
Se suceden más informes de difuntos que no han despertado. Todo parece apuntar a que sólo se han levantado los que llevan muertos dos meses o menos.
23:55.
Un cruce de bases de datos considerando las variables (fallecido hace dos meses o menos, insepulto, Estocolmo y sus alrededores) indica que se trata de 1.042 personas exactamente.
23:57.
Se toma la decisión de investigar lo inconcebible. Se envía un equipo con herramientas de excavación y micrófonos al cementerio de Skogskyrkogården para escuchar dentro de las tumbas, y abrirlas si es necesario.
23:59
en adelante. A los servicios de urgencias de varios centros psiquiátricos empiezan a acudir familiares trastornados por la aparición de sus muertos.
¿Dónde está mi amada?
«Ésta es la tumba de Ninni.
¿Dónde está mi amada?».
William Shakespeare,
El sueño de una noche de verano.
Råcksta, 00:12
Ängbyplan, Islandstorget, Blackeberg...
El volante se le resbalaba entre las manos a causa del sudor cuando salió de aquella glorieta futurista y giró hacia la derecha siguiendo la señal que indicaba: «Crematorio y cementerio de Råcksta».
Sonó el móvil. Mahler redujo la velocidad, sacó el teléfono de la bolsa y miró el número de la llamada entrante. El de la redacción. Benke querría saber dónde estaban las fotos y qué pasaba con los comentarios. No tenía tiempo. Volvió a guardar el móvil en la bolsa y dejó que siguiera sonando mientras giraba para entrar en el pequeño aparcamiento, luego paró el motor, abrió la puerta, cogió la bolsa como era su costumbre, se dobló para salir del coche y...
Alto.
Se detuvo junto al vehículo, apoyado contra la puerta, y se subió los pantalones.
No se veía a nadie por allí.
El silencio entre las altas paredes de ladrillo era total. La luna de aquella noche estival derramaba una luz suave sobre las formas angulosas del crematorio.
No se movía un alma.
¿Qué esperaba? ¿Que los muertos estuvieran allí, sacudiendo la verja y...?
Sí. Algo por el estilo.
Se acercó a la verja y miró dentro. El amplio espacio abierto alrededor de la capilla, donde él había estado hacía sólo un mes sudando dentro del traje negro, con el corazón destrozado, permanecía abandonado a la oscuridad. La luna extendía su manto áureo sobre las piedras, arrancándoles algún reflejo a las escamas de sílice.
Miró hacia el Jardín del Recuerdo. Un par de luces mortecinas iluminaban desde abajo las copas de los pinos. Eran velas conmemorativas colocadas allí por los allegados. Examinó las verjas. Estaban cerradas. Miró hacia arriba y vio las puntas afiladas. Imposible pasar por encima.
Pero a estas alturas Gustav conocía bien el cementerio; entrar en él era fácil. Más difícil le resultaba comprender por qué cerraban a cal y canto. Caminó a lo largo del muro hasta donde éste daba paso a una zona de césped muy pendiente y donde, gracias al riego artificial, las siemprevivas ofrecían un espectáculo magnífico, aunque a su alrededor todo estaba seco.
«¿Fácil?».
A veces actuaba como si creyera que su cuerpo tenía aún treinta años. Entonces sí que habría sido fácil. Ahora no. Echó una ojeada a su alrededor. El reflejo azul de la luz del televisor era visible en un par de ventanas en las casas de tres pisos de la calle de Silversmedsgränd. No se veía a nadie por allí. Se pasó la lengua por los labios y miró hacia lo alto de la cuesta.
Eran tres metros con unos cuarenta y cinco grados de inclinación.
Se echó hacia delante, se agarró a dos matas de hierba y empezó a subir. Las raíces de los matojos cedieron y tuvo que hincar los dedos de los pies en la tierra para no caerse hacia atrás. Avanzaba con el rostro casi pegado al suelo; se interponía la barriga, que actuaba como un freno mientras él se arrastraba por el repecho centímetro a centímetro, como si fuera un perezoso, y en mitad de la desgracia Mahler se echó a reír, pero paró en seco, ya que las vibraciones de la barriga amenazaban con hacerle perder el equilibrio.
«Vaya pinta debo de tener».
Se quedó un rato tumbado en el suelo cuando llegó a la cima, tratando de recuperar el aliento. Observó el cementerio: lápidas y cruces bien alineadas emergían de sus propias sombras a la luz de la luna.
La mayoría de los allí sepultados habían sido incinerados, pero Anna quiso enterrar el cuerpo de Elias. Mahler sólo había sentido pavor al imaginarse aquel cuerpecillo introducido en la fría tierra, pero su hija había hallado consuelo. Ella se negó rotundamente a abandonarlo y esto era lo más cerca que podía estar de él.
A Gustav le había parecido una motivación conmovedora pero desatinada, algo que en el futuro sólo iba a provocar angustia, pero evidentemente se había equivocado. Anna iba todos los días a visitar la tumba y decía que se sentía más animada al saber que él realmente estaba ahí abajo. No sólo como ceniza, sino las manos, los pies, la cabeza. Él aún no se había acostumbrado, al contrario, en medio de la pena sentía una especie de contrariedad cada vez que visitaba la tumba.
«Los gusanos. La putrefacción».
Sí. Ahora se le vino a la mente con toda su crudeza, y dudó antes de bajar la ladera.
Y si... y
si
realmente era así... ¿Qué aspecto tendría Elias?
El periodista había estado presente en innumerables lugares donde se había cometido un delito, había visto exhumar cadáveres enteros y descuartizados enterrados en sacos de plástico, había visto el levantamiento de restos humanos que llevaban dos semanas dentro de su apartamento con la compañía del perro, cuerpos de ahogados que habían sido encontrados entre redes de las esclusas. No habían sido espectáculos agradables.
La imagen del pequeño ataúd blanco de su nieto permanecía en su retina. Recordaba el último adiós, una hora antes de la ceremonia. Mahler había ido a comprar una caja de Lego por la mañana, y Anna y él estuvieron juntos al lado del ataúd abierto, mirando a Elias. Llevaba puesto su pijama favorito, el de los pingüinos, y sostenía su osito en la mano; todo resultaba terriblemente
absurdo.
Anna se acercó entonces al ataúd y mientras le acariciaba la mejilla le dijo:
—Vamos, despierta ya, Elias. Venga, cariño. No sigas. Despierta, mi niño. Ya es de día, tienes que ir al cole...
Mahler abrazó entonces a su hija sin decir nada, porque no había palabras, pues él sentía lo mismo. Cuando colocó junto al osito la caja de Lego de Harry Potter que Elias tanto había deseado tener, creyó por un instante que eso le haría despertar, haría que dejara de estar allí tumbado de esa manera, y como se le veía tan guapo y tan bien, sólo tendría que levantarse y entonces terminaría aquella pesadilla.
Se arrastró como pudo cuesta abajo y se adentró en la zona de enterramientos con cuidado, como si no quisiera molestar. La tumba de Elias estaba bastante alejada de allí, y de camino hacia ella, Mahler pasó junto a la lápida de una relativamente reciente:
DAGNY BOMAN
14 de septiembre de 1918 - 20 de mayo de 2002
Se detuvo a escuchar y siguió al no oír nada.
La lápida de su nieto apareció ante sus ojos, a la derecha, al fondo de una hilera. Las azucenas blancas que Anna había colocado en un jarrón resplandecían ligeramente a la luz de la luna. Qué extraño que un cementerio pudiera estar tan poblado y resultase, no obstante, el lugar más solitario de la tierra.
A Mahler le temblaban las manos y tenía la boca seca cuando se puso de rodillas junto a la tumba. Los trozos rectangulares de césped colocados encima de la tierra removida aún no habían tenido tiempo de igualarse con el resto. Los bordes se veían como sombras negras.
ELIAS MAHLER
19 de abril de 1996 - 25 de junio de 2002
Siempre te llevaremos
en nuestro corazón
No se oía ni se veía nada. Todo estaba como siempre. La tierra no se abultaba por ningún sitio, ninguna...
«Sí, eso era lo que él se había imaginado».
... mano asomaba hacia arriba pidiendo ayuda.
Gustav se tumbó sobre el terreno, abrazó la tierra bajo la cual estaba el ataúd y pegó el oído contra la hierba. Esto era una locura. Estaba aguzando el oído hacia abajo, tapándose con la mano la oreja no apoyada contra el suelo.
Y oyó algo.
«Arañazos».
Mahler se mordió el labio con tanta fuerza que llegó a hacerse sangre, apretó la cabeza aún más fuerte contra la hierba, sintiendo cómo ésta cedía.
Sí. Se escuchaban arañazos ahí abajo.
Elias se movía, intentaba... salir.
Se estremeció, se levantó, se puso a los pies de la tumba y se abrazó a sí mismo, como tratando de evitar su propio estallido. Tenía la cabeza vacía. Pese a que era precisamente por eso por lo que había ido allí, hasta el último momento había sido incapaz de creer que fuera cierto. No tenía ni idea de cómo actuar, carecía de herramientas, no había ninguna posibilidad de...
—¡Elias!
Cayó de rodillas, retiró los trozos de césped superpuestos y empezó a apartar la tierra con las manos. Cavó como un poseso: se le partieron las uñas, se le metió tierra en la boca y en los ojos. De vez en cuando pegaba el oído al suelo y oía los arañazos cada vez más claros.
La tierra estaba seca y suelta, sin entramado alguno de raíces, y las primeras gotas de humedad que recibía en varias semanas eran los chorros de sudor que caían de la frente a Mahler. La cosa iba bien, pero la tumba era más profunda de lo que él creía. Después de excavar durante veinte minutos llegó a un punto en el que los brazos ya no llegaban más abajo, y aún no se veía el ataúd.
Había estado mucho tiempo trabajando con la cabeza hundida por debajo del borde, y la sangre le latía contra las paredes del cráneo como un badajo contra el hierro fundido. Se le nublaron los ojos. Tuvo que hacer una pausa para no desmayarse.
Su espalda lanzó un quejido cuando se dejó caer hacia atrás y se tendió suavemente sobre la tierra excavada. Seguían oyéndose los arañazos, amplificados ahora por el agujero abierto. Contuvo la respiración cuando le pareció oír un gemido. El lamento cesó. Empezó a respirar otra vez y de nuevo se oyó el gimoteo. Lanzó un bufido; por la nariz le salieron tierra y mocos. Se oía algo, pero sólo era el resuello de sus bronquios. Los dejó que siguieran silbando.
«Tierra seca».
«Gracias, Señor: tierra seca».
Momificación en lugar de descomposición.
Se quedó tumbado un rato para recobrar el aliento, intentando no pensar en nada. Tenía la boca seca y la lengua pegada al paladar. Esto no podía suceder. Sin embargo, estaba ocurriendo. ¿Qué hacía uno en una situación semejante? O tumbarse y hacer como si nada o bien aceptarlo y continuar.
Gustav hizo ademán de levantarse, pero su espalda no respondió. Parecía un escarabajo, agitando las manos e intentando flexionar articulaciones que se resistían a ello. Imposible. En vez de eso, se dio la vuelta hacia abajo y se arrastró hasta el agujero.
—¡Elias! —gritó, y una flecha de dolor le recorrió la columna vertebral.
No hubo respuesta, sólo arañazos.
¿Cuánto faltaría hasta el ataúd? No lo sabía, y sin herramientas no podía sacar más tierra. Se llevó los dedos al collar de perlas que llevaba al cuello y agachó la cabeza como un penitente pidiendo perdón. Abajo, dentro del agujero, dijo:
—No puedo. Perdóname, hijo. No puedo. Está demasiado profundo. Tengo que ir a buscar a alguien, tengo...