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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Día de perros (18 page)

BOOK: Día de perros
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Espanto
corrió a su encuentro y le dedicó varias carantoñas a las que Monturiol correspondió de modo experto.

—¿Cómo llevan ustedes el caso? —le preguntó a Garzón.

—Las cosas van adelantadas. Si todo marcha como pensamos, quizás dentro de poco tengamos que hacer otra celebración.

—¿También por partida doble?

—Le ruego que sea discreto delante de las chicas, amigo Monturiol.

Le echaba un par de pelotas, mi colega polizonte: ponía una cara angelical para pedir reserva sobre sus trapicheos amorosos. No me gustó que, frente a mis narices, estuviera gestándose un pacto de silencio entre varones. Sentí una corriente de solidaridad hacia «las chicas» que aún duraba cuando Valentina hizo su aparición. Para mi sorpresa y la consternación de
Espanto,
se presentó acompañada de su fiera
Morgana.
En el mismo instante en que mi perrillo la divisó, salió corriendo a toda velocidad para instalarse debajo de un mueble. La temible rotweiler lanzó un par de gruñidos sin decidirse a atacar. No tuvo tiempo de mucho más, su ama le dirigió una orden abrupta en alemán que ella obedeció al instante. Se quedó tumbada, quieta, observando con ganas de bronca mal disimuladas cómo el morro de
Espanto
asomaba temeroso a ras de suelo.

Valentina estaba rutilante, por primera vez desde que la conocía podía verla con un atuendo de pontifical femenino y no vestida de amazona. Llevaba un traje de gasa vaporosa, verde manzana, que dejaba su musculosa espalda casi al descubierto. Zapatos verdes de tacón. En el cuello, un camafeo con un corazoncito y, engarzados a las orejas, unos grandes pendientes de esmeraldas falsas que completaban su pinta clorofílica de diosa de los bosques. El subinspector se la comía con los ojos mientras la acompañaba a visitar el apartamento. Hice un aparte con él para preguntarle si el corazoncito de Valentina también se abría por la mitad. «Me temo que, para los regalos, no tengo mucha imaginación», respondió en voz muy baja. Hubiera podido matarlo. ¿Cómo se le había ocurrido duplicar aquella pretendida muestra de amor? La verdad es que no comprendía qué pintábamos Monturiol y yo en aquella noche almibarada. Luego, mientras cenábamos, pensé que la explicación estaba en que Garzón se sentía tan contento que necesitaba testigos de su felicidad.

El vino corría por nuestras copas como por un circuito atlético. Mientras, Garzón se dedicaba con un descaro inconmensurable a dar cuenta detallada de la preparación culinaria de los platos. El muy caradura hacía ostentación de sabiduría doméstica frente a su enamorada. A mí aquella estrategia me parecía equivocada, o al menos inútil, ya que a Valentina parecía importarle un pimiento tal hacendosidad. Se dedicaba a comer con apetito, escuchaba al subinspector de refilón y mostraba las maneras autosuficientes de la mujer madura acostumbrada a vivir sola y sacar del fuego sus propias castañas. Impepinablemente, conversó sobre perros con Juan, y nos hizo una glosa de las habilidades aprendidas por
Morgana.
Era capaz de un montón de cosas: caminaba al lado de su ama sin adelantarse ni rezagarse, la esperaba en la calle mientras Valentina compraba en una tienda, seguía un rastro olfativo por el campo en las peores condiciones atmosféricas y, por mandato explícito, atacaba. Mucho más que yo en lunes. Miré conmiserativamente a
Espanto,
el cual seguía bajo el sofá, quizás afrentado por tantas virtudes caninas. Incluso Garzón cantaba las excelencias de la perra. Esta no se daba por aludida y permanecía serena e hierática como galgo en tumba egipcia.

A los postres habían caído varias botellas de vino y el subinspector corrió a cambiar el tercio hacia el cava. Su nevera estaba bien pertrechada de alcoholes, para eso no había tenido necesidad de aleccionarlo. El resultado era que estábamos achispados, Garzón y yo más que eso. Juan Monturiol propuso un brindis: «Por la nueva vida que siempre comporta una nueva casa». Me percaté de la mirada húmeda y profunda con la que Garzón obsequió a Valentina. Hubiera jurado sin embargo que ella no se la devolvió. Aquella frase más bien la transportó hacia sus sueños personales. Levantó la copa hasta la altura de sus ojos festoneados de rímmel y dijo: «Brindemos». Luego salió por fin de algún abismo mental y añadió:

—Alguna vez yo también tendré una nueva casa. Estará en el campo, rodeada de árboles y de césped. El jardín contará con una parte trasera para los perros. Voy a dedicarme a la cría, seguramente de rotweilers. Pero no estoy hablando de un gran criadero tipo industrial donde se fabrican perros como churros. El mío sacará pocas camadas, será un «afijo» selecto, de los que conocen los que entienden. Haré un perfeccionamiento de la raza, vendrán de todas partes a intentar comprar uno de mis ejemplares.

Hubiera jurado que para ella era algo más que un simple proyecto.

—¿Y cuándo ocurrirán esas maravillas? —pregunté.

Salió de la ensoñación, agitó su cabellera rubia extendiendo efluvios de penetrante perfume a jazmín.

—¡Ah, por el momento sólo estoy ahorrando! Como no quiero que el terreno esté muy lejos de Barcelona, los precios son caros. Además, necesito una casa grande y unas buenas instalaciones.

—Para eso va a tener que entrenar muchos perros, Valentina.

Me miró tristemente. Luego, una sonrisa borró la preocupación de su rostro.

—¡El ahorro hace milagros!, y estar convencido de que vas a conseguir lo que te propones, eso también es básico.

—Yo creo que esta mujer conseguirá lo que quiera —soltó Garzón entusiasmado.

Ella protestó zalameramente.

—¡Oh bueno, Fermín, no seas halagador! ¿Es que ni siquiera tienes un poco de música en esta cueva? ¡Podríamos bailar!

Garzón no estaba lo suficientemente bien instalado como para haber previsto aquella petición, pero improvisó una solución de compromiso trayendo un transistor desde su dormitorio. Supuse que ya debía de tenerlo en la pensión, donde lo utilizaría para oír los partidos de fútbol en la soledad de sus tardes dominicales. El sonido de aquella vieja radio era criminal, pero eso no parecía importarles mucho ni a él ni a Valentina. Ambos se enlazaron y empezaron a trotar por la habitación como dos saltamontes locos. Monturiol asistía a la escena francamente divertido, jaleando el follón que los danzantes organizaban.
Espanto
sacó un poco más la cabeza de su escondite para no perderse nada. Sólo
Morgana
permanecía impertérrita demostrando que a su mente cuadriculada por las reglas teutónicas, aquello no le afectaba. Quizás yo tampoco supe reaccionar ante el jolgorio, y me limité a sonreír. Al final del baile Garzón estaba fuera de sí por causa del alcohol y el amor e improvisó un numerito. Fingiendo ser un gran perro furioso, empezó a rampar y rugir frente a Valentina. Ella, dispuesta inmediatamente a dar la réplica, se armó con una servilleta a modo de fusta y le propinó varios servilletazos mientras vociferaba confusas voces de mando:
«Augbf!, sine grumpen!».
El subinspector había perdido el oremus y ladraba como un poseso. Probablemente se trataba de un prejuicio mío, acostumbrada como estaba a su compostura de funcionario
demodé,
pero el caso es que toda aquella escena me pareció vulgar. Por si aquel jaleo fuera poco,
Morgana
se unió a la excitación general y empezó a ladrar. Supuse que en aquel momento los vecinos estarían encantados con la llegada del nuevo inquilino. Por fin Valentina hizo callar a su perra con energía.

—¡Dichoso bicho, no nos dejará en paz! ¿Por qué no la depositamos en mi casa y nos largamos a bailar por ahí?

Garzón no escuchó nada más. «¿Bailar, he oído bailar?», repetía compulsivamente mientras se ponía la americana.

—Yo creo que no iré.

—Ni yo —dijo Monturiol.

—¡Oh, vamos, anímense!

—Les alcanzaremos después, prometido.

Se preparaban para salir cuando Garzón cayó en la cuenta y volvió muy preocupado:

—Pero no podemos dejar la mesa en semejante desorden.

—Márchense, por una vez yo la recogeré, Garzón; pero recuerde que me deberá más cosas.

—Juro pagarlas todas.

—¡Estaremos en el Shutton, me encanta ese local! —soltó Valentina poniéndose un chal verde botella.

Salieron disparados, cogidos del brazo y diciéndose frases inconexas como un dúo de sainete. Juan se reía aún.

—¿Dices en serio lo de unirnos a ellos más tarde? —me preguntó.

—¡Naturalmente que no!, como tampoco digo en serio que piense ordenarle estos trastos. Creo que con haber hecho la cena ya ha sido suficiente. Si acaso retiraré los restos de comida de los platos.

—Te ayudaré.

—No, vete a dormir. Piensa que mañana hay que repetir esta hazaña.

—Espero que con Ángela sea más tranquilo.

Me siguió llevando platos sucios. La cocina estaba como si le hubiera caído una bomba encima. Ni siquiera quedaba espacio libre en los mostradores para soltar nuestra carga. Busqué un pequeño hueco y dejé allí los vasos. Al volverme le di un golpe involuntario a Juan.

—Perdona, todo está muy complicado.

No retrocedió. Se quedó allí, parado, impidiéndome el paso. Olí su colonia suave, el perfume imperceptible de su halo, pegado a la ropa. Respiraba pesadamente, yo también. Entornó los ojos y me besó en la nariz, luego en la boca. Aún sostenía varios platos sucios en cada mano, como un acróbata de circo.

—¡Dios, ¿qué haces con eso?!

Se agachó y los dejó en el suelo. Volvimos a besarnos.

—¿Adónde vamos? —dijo él en voz baja.

—Al dormitorio.

—¿Aquí?

—Es un terreno neutral.

—Pero pueden volver.

—No en mucho rato.

Espanto
estaba en la puerta, mirándonos. Le di un hueso de cordero para que royera y nos dejara en paz.

La cama de Garzón era de matrimonio y había sido hecha primorosamente, desde luego no para nosotros. Pero ¿qué importaba después de todo?, ¿acaso mi amistad con el subinspector era tan frágil que no pudiera soportar una pequeña suplantación? Al instante dejó de preocuparme lo que pudiera pensar Garzón. Noté el cuerpo desnudo de Juan junto a mí. Aquel cuerpo que había tenido tantas veces delante sin tocarlo, de repente se concretaba en un tacto, un calor, un volumen, una realidad. Me di cuenta de hasta qué punto había estado deseándolo, hasta qué punto anhelaba tener entre mis manos su torso desnudo, quizás el torso desnudo de cualquier hombre.

A la mañana siguiente desperté en mi habitación sola y tranquila, con sensaciones confusas en la mente y nítidas en la piel. Me sentía relajada, feliz de haber podido encontrar una pequeña Suiza donde Juan y yo fuéramos capaces de firmar un armisticio. Había sido fácil después de todo. Sólo esperaba no tener que recurrir a aquel apartamento cada vez que entre nosotros se despertara el deseo. De pronto se me presentó la situación desde otra perspectiva: recordé el estado lamentable en el que habíamos dejado el campo de batalla. Era pasable el desorden de la cocina, ¡pero la cama!, deshecha, mancillada, con los trazos del amor impresos en el abandono... aquello era demasiado. Garzón se quedaría patidifuso al entrar en su dormitorio, quizás incluso me perdiera el respeto como superior. Y ¿de qué modo podía explicarle las especiales circunstancias de diplomacia y acuerdo político que habían determinado el uso de su cama? Sería mucho peor. Había que dejar que concluyera lo más directamente deducible: que Juan y yo habíamos sufrido un arrebato de pasión que no admitía dilaciones. Pensé que me moriría de vergüenza al volver a verlo. Sólo tenía la esperanza de que su caballerosidad le impidiera hacer cualquier comentario, por más tangencial que fuera, o que al llegar a su casa de vuelta aquella noche, estuviera completamente borracho.

Desayuné y me fui a comisaría. Poca gente en domingo, tanto mejor. Sobre mi mesa había dos informes negativos de las sendas vigilancias a las que teníamos sometidas la peluquería y la oficina de Rescat Dog. Tenía también los trabajos que había encargado al departamento de informática sobre perros desaparecidos. Los observé con atención, eran impecables. Por un lado habían elaborado una lista ordenada y única con todas las que les proporcioné. Aparecía clara y fácilmente consultable. En una gran hoja adjunta estaba el plano, un sintético mapa de Barcelona en el que habían sido representados por un minúsculo fémur rojo todos los domicilios en los que constaba un perro desaparecido. Me cautivó la idea del hueso, demostraba un humor poco usual en las dependencias policiales. Visto el conjunto en una primera ojeada, los puntitos rojos se hallaban muy diseminados por toda la geografía de la ciudad. Había una mayor concentración en los barrios ricos, lo cual no era sorprendente tratándose de perros de raza. Me fijé con detenimiento en la zona de San Gervasio, en los aledaños de Bel Can. Sí, quizás existía una profusión de fémures, pero no resultaba especialmente significativa, había otros lugares con la misma densidad. La suposición más lógica me llevaba a pensar que aquel negocio estaba montado en cadena. El centro neurálgico era sin duda Rescat Dog, pero Bel Can no podía constituir el único seleccionador de perros; eso hubiera sido sospechoso y poco rentable. Si todos los perros desaparecidos fueran clientes de la peluquería, hasta los propios dueños hubieran podido atar cabos. Aquello debía de estar organizado a lo grande, un asunto lo suficientemente lucrativo como para llegar a matar a un hombre si algo se salía de los cauces previstos. Con toda probabilidad Lucena tampoco era el único ladrón de perros en plantilla, debía de haber más. Una estructura importante cuya cabeza visible estaba huida. Esperaba que la orden de busca y captura que habíamos lanzado contra Puig diera pronto resultados. Tenía razones para creer que no andaba muy lejos. Su montaje era demasiado próspero como para que no estuviera al acecho, esperando ver cómo se desarrollaban las cosas, o intentando pasar cuentas con sus socios de modo más pausado... Por muy saneados que hubieran sido sus ingresos hasta el momento, no podían darle como para instalarse de por vida en Brasil. Estaba aquí, cerca de nosotros, dejando pasar el tiempo escondido en algún sitio seguro. Teníamos que hacerlo aflorar por sí mismo, como un hongo tras la lluvia. Quizás él solo cometiera algún error, de lo contrario, habría que forzar la máquina para que así fuera. Pero todo aquello era necesario sacarlo a la luz con pruebas, hacer que las piezas encajaran en los espacios vacíos. Volví a mirar el gracioso símbolo. Barrios elegantes llenos de huesecillos rojos. Siempre sería así, ladrones, estafadores, timadores... todos aguardando los puntos débiles de los ricos: su gusto por las joyas de diseño, por los cuadros de firma, por los perros de raza. Sabían sin duda del gran apego que los pudientes toman a sus queridas mascotas. Con seguridad cualquiera de aquellos perros por los que se pagó rescate, había sido cuantitativamente más amado que Lucena. ¿Lo pensaría él alguna vez?, ¿tendría esa idea en la cabeza cuando guardó cuidadosamente todo aquel dinero en el zulo de la cocina?, ¿se sentía compensado de las miserias de su vida?, ¿acaso Lucena había pensado o sentido alguna vez? Sí, su perro lo demostraba.
Espanto
era un animal sensible, incluso reflexivo, y de tal perro tal amo. Sin duda Lucena, alguna vez, se había encontrado triste y solo, despojado de familia, de nombre, de documentos. Alguna vez se habría percibido a sí mismo como un residuo de la sociedad boyante que existía a su lado. Pero en fin, así era todo, siempre quedarían en el mundo materiales sobrantes, desechos, restos, como esos montones de cascote que se recogen, inservibles, al concluir una obra de albañilería. Yo no podía hacer nada para que eso cambiara, pero sí debía descubrir a su asesino, aunque sólo fuera para demostrar que un resto humano vale algo más que un poco de cal y arena. Tras aquellos pensamientos tan ponderables, decidí irme a casa y prepararme cualquier cosa ligera para comer.

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