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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Día de perros (37 page)

BOOK: Día de perros
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—¿Por ejemplo?

—Que tomemos esa copa por fin.

—¡Por mí encantado!; es más, después de la copa estaría bien cenar en algún restaurante. Me refiero a esta misma noche.

—Cuente conmigo.

—¡Bien!, la recogeré a las ocho en su despacho.

—No. Voy a tomarme la tarde libre, yo iré a buscarlo a la Facultad.

—Si no se acuerda de mí, me reconocerá por mi cara de asesino.

Reí de nuevo. Bien, jamás hubiera pasado por mi mente que el catedrático quisiera salir conmigo. Perfecto, tenía sentido del humor, podía ser una velada memorable. Ambos poseíamos puntos en común, de hecho nos dedicábamos a la investigación en frentes distintos. El intentaba paliar el sufrimiento humano y yo ahondaba en el mismo. Pequeña diferencia sin embargo sustancial. ¡Qué tarea estéril la de un policía!, cavilé, escarbando en el pasado reciente sólo para sacar los hechos a la luz. Ninguna posibilidad de variar el futuro, de evitar lo ya consumado. Recordé a mi fugaz compañero
Espanto,
su oreja mordida sin duda por alguno de los perros consagrados a la lucha. ¡Qué ceguera la mía, no darme cuenta! Ni siquiera serví para darle protección, para librarlo de su calamitoso destino. Sentí una pena profunda, una melancolía desgarradora. Me levanté y fui al despacho de Garzón.

El subinspector estaba sentado en su mesa, átono, frío. Me miró sin demasiado interés.

—¿Qué tal, inspectora?

Observé que se encontraba dibujando garabatos sobre un papel cualquiera. Me derrumbé en una silla sin pedirle permiso.

—¿Qué coño está haciendo?

—Ya ve, no gran cosa.

—Tendríamos que ponernos a redactar el informe del caso.

—No me apetece nada.

—A mí tampoco.

—Hay tiempo.

—Sí.

Crucé las piernas. Fijé la vista en las paredes desnudas.

—¿Por qué no cuelga algún cuadro? Su guarida está de lo más impersonal.

—¡Bah!

Sabía que no era un buen momento para llevar a cabo el recado, pero si lo dejaba para más tarde sería peor; incluso cabía la posibilidad de que no volviera a atreverme. Saqué el corazoncito de Ángela del bolsillo, se lo tendí a Garzón.

—Fermín, me han pedido que le entregue esto.

Lo observó con cansancio. Lo cogió. Removió en su propio bolsillo e hizo aparecer el otro idéntico corazón, recuperado del cadáver de Valentina. Me los mostró ambos en su palma, algo cuarteada por el tiempo y el uso.

—La vida me devuelve los regalos —dijo.

—La vida nunca devuelve nada.

—Entonces es que estoy castigado por mi absoluta gilipollez.

—Tampoco existe el castigo.

—¿Y qué existe entonces?

—No sé, poca cosa, la música, el sol, la amistad...

—Y la fidelidad de los perros.

—Eso, también.

Intercambiamos una mirada llena de resignada tristeza. Tuve que acopiar un buen soplo de aire en mi pecho para seguir.

—Y existe el alcohol. ¿Qué le parece si cruzamos la calle y nos arreamos un pelotazo?

—No sé si tengo ganas.

—¡Vamos, Fermín, deje de hacerse la Dama de las Camelias! ¡Estoy proponiéndole una medicina espiritual!

—Bueno, está bien, cualquier cosa antes que seguir soportando sus insultos.

Salimos de comisaría. El guardia de la puerta nos saludó. Entramos en La Jarra de Oro. Pedimos un par de whiskys.

—¿A que no sabe con quién ceno esta noche?

—Con Juan Monturiol.

—¡Ni hablar!, eso es agua pasada. He quedado con el doctor Castillo, ¿se acuerda de él?

—¿En serio tienen una cita?

—Naturalmente, y a poco que se descuide me lo voy a cepillar. En mis archivos de mujer fatal falta un científico loco.

Se le escapó una risa escandalizada como siempre le ocurría frente a mis arrebatos de procacidad.

—¡Es usted increíble, Petra!

—¿A que sí?

—Ciertamente.

Y en eso llegaron los whiskys. El camarero puso los vasos sobre la barra con gesto servicial. Los hicimos entrechocar discretamente y brindamos por nosotros mismos. En aquellas circunstancias no se nos ocurrieron destinatarios que hubieran podido agradecerlo más.

Barcelona, 4 de diciembre de 1996.

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