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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Día de perros (36 page)

BOOK: Día de perros
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—¡Pero usted lo denunció! ¿Cómo pudo hacer ambas cosas a la vez?

—¡No lo sé, estaba loca, no lo sé!

—¿Puede describir mi casa?

Se limpió las lágrimas con la mano abierta. Ribas permanecía de pie a su lado, la acarició. Ella intentó concentrarse. Habló con la voz inocente propia de una niña.

—Sí, más o menos sí. Su casa está en Poble Nou. Tiene una entrada con un cuadro alargado, un jardín interior pequeño. En el salón hay un sofá claro, muchos libros en una estantería y en los cajones guarda mantelerías, todas de color verde.

Ese dato hubiera sido suficiente, las compré en una rebaja, todas iguales, una idea absurda por mi parte. Continuó sin embargo describiendo el dormitorio con sorprendente exactitud. Aparte de buscar la libreta debía de haber sentido curiosidad.

—¿Y el perro? —pregunté.

Me miró por primera vez durante su relato. Advertí miedo en sus ojos, horror. Empezó a temblarle el mentón al hablar.

—Al principio estuvo callado, hasta movía el rabo; pero de pronto se puso a ladrar. Ladraba y ladraba, cada vez más fuerte... tuve miedo de que alguien lo oyera. Le pegué, le pegué en la cabeza con la tabla de cortar carne que usted tenía en la cocina. Fue horrible, horrible, yo... saltaba sangre del cuerpo... yo no quería...

Se echó a llorar histéricamente, con hipidos, con convulsiones y espasmos nerviosos.

—Pero eso no debería conmoverla, Pilar, al fin y al cabo usted había matado a Valentina.

Levantó su cara deformada por el llanto.

—No tuve que tocarla siquiera,
Pompeyo
lo hizo, yo no tuve que mancharme las manos, fue como...

Interrumpió la frase en el aire. Yo la continué.

—Como un juego, ¿verdad? Como uno de los entrenamientos de su marido. Un figurante al que el perro da dentelladas. Sólo que esta vez el figurante era de verdad. Fue así, ¿no es cierto?, casi no tuvo conciencia de matar.

Dejó de hipar por un instante, me miró con un destello errático de lucidez.

—Sí, así fue.

—Eso es muy comprensible, Pilar; pero no se engañe, usted la asesinó con plena voluntad. Ella le abrió su casa probablemente porque usted le dijo que quería charlar y usted le azuzó a su perro y la mató. La mató con ensañamiento, la mató. Después borró cualquier huella y la arrastró hasta el jardín. Hay alevosía en todo eso, y premeditación. Es la obra de una asesina, no es ningún juego.

Se inclinó hacia delante en la silla, los sollozos contenidos la sacudieron violentamente. Ribas se acercó más a ella, la incorporó, rodeó con sus brazos la cabeza convulsa.

—Déjela, déjela ya. Ha confesado, ¿no puede dejar de torturarla?

No me pareció que estuviera actuando, intentaba de verdad protegerla. Componían un cuadro extraño. Él de pie, alto, fuerte, apoyando sobre su estómago el cuerpo sentado de aquella mujer frágil que era su esposa. La consolaba, se consolaban los dos. Salí sin decir palabra. No sabía si me sentía conmovida o asqueada.

Cuando entré en el despacho de Garzón él guardó la compostura justa como para dejarme empezar a hablar sin plantearme preguntas. Antes de hacerlo encendí un cigarrillo. Me temblaba la mano.

—Y bien, subinspector, ya tenemos culpable.

Interrogó al aire con ojos de loco.

—La mujer de Ribas mató a Valentina.

—¿Está segura?

—Sí, puede darlo como un hecho cierto.

Se levantó abruptamente, echó a correr. Lo seguí con el alma en un hilo.

—Subinspector, ¿adónde va?

Vi cómo se acercaba a Pilar. Hizo que los guardias que la acompañaban se detuvieran en el pasillo. Escuché lo que dijo.

—¿Fue justamente ese perro llamado
Pompeyo
el que se llevó?

—Sí, ya se lo he dicho.

—¿Él mató a Valentina?

—¡Sí! ¿Es que no van a dejarme en paz?

—¿Y dónde está ahora?

—En el criadero.

—¿En qué parte del criadero?

—Es el único suelto que hay en el jardín. Déjeme, por favor, déjeme ya.

Temí que la zarandeara o algo por el estilo, pero lo único que hizo fue dar media vuelta, coger su gabardina y alejarse. Fui tras él. En la puerta de la comisaría encontré a Ribas custodiado por dos guardias. Salía hacia el juzgado. Me miró, se echó a llorar, con las defensas relajadas por fin.

—Aunque le parezca mentira, inspectora, le ruego de rodillas que la traten bien. Pilar es débil, quizás yo me haya portado mal con ella, pero siempre será mi mujer. No sé si me comprende.

—Le comprendo —contesté, pero no comprendía nada en absoluto; sólo quería largarme, Garzón se había escabullido y podía escapárseme sin remedio. Lo alcancé justo cuando entraba en el coche.

—¿Adónde va, Fermín?

—A dar una vuelta.

—¿Puedo acompañarle?

—Usted verá —dijo encogiéndose de hombros con mal humor.

Salimos de la ciudad, ambos en silencio. Garzón había puesto la radio a buen volumen para evitar cualquier posibilidad de conversación. Atardecía. Era un programa de entrevistas. Peroraba uno de tantos psiquiatras que escriben libros. La depreciación del yo. «En un mundo cada vez más materialista, para el individuo ya sólo parece contar el éxito social.» ¿De qué demonios hablaba?: Lucena, las escorias, robaperros miserables y estafadores multiempleados, amantes añosos y solitarios, matrimonios que se aman y se destrozan. Ninguno se tendería jamás en el diván de un psiquiatra. El individuo, el ego, el éxito social, las basuras, los excedentes, los restos. Y el amor.

Paró el coche. Estábamos frente al criadero de Ribas. Se le veía oscuro y hermético como una fortaleza. Bajó y yo bajé tras él. Se acercó a la verja de entrada. Un inmenso coro de perros empezó a cantar e inmediatamente, suelto, fiero, desafiante, apareció
Pompeyo.
Sacaba el morro por entre las rejas, enseñaba los dientes. No emitía un ladrido ahuyentativo y escandaloso, más bien era un grave gruñido, un aliento caliente preñado de amenaza. Garzón se quedó mirándolo entre las sombras de modo absorto, sereno. No cambiaba de expresión ni los aullidos lo hacían parpadear. Sentí frío y, sin saber por qué, miedo.

—¿Qué hace, Fermín?

No contestó.

—¡Venga, vámonos!

Ni se movió. La noche, el grupo satánico de perros ladrando sin parar... ¿qué esperaba encontrar en aquel bicho, restos del alma de Valentina, su transmigración?

—Subinspector, vámonos de una vez, aquí no pintamos nada.

Entonces Garzón metió la mano bajo la americana y sacó su pistola reglamentaria. Apuntó.

—No lo haga, Fermín, déjelo. Sólo es un animal sin culpa. ¿No se da cuenta?

Siguió encañonando al perro, mirándolo fijamente. Respiraba despacio.

—Después se sentirá usted mal, ¿para qué matarlo? Es inocente. ¡Déjelo!

Estiró el brazo. El perro supo que iba a morir. Calló, levantó la cara como un reo valiente y Garzón disparó. Los ladridos generales cesaron por completo. El animal se desplomó convertido en un fardo pequeño y quedó tendido en el suelo. Entonces un perro aislado volvió a ladrar, y luego otro y después un tercero. Ladraron todos otra vez, locamente. Con el corazón encogido, me acerqué al subinspector. Lloraba en silencio. Las lágrimas y los mocos resbalaban por sus bigotes lánguidos. Le puse una mano en el brazo.

—Vámonos, Fermín, es muy tarde.

Y nos fuimos igual que a la llegada, furtivos. Me sentía como si hubiese asistido a la ejecución del zar, pero sólo era la muerte de un perro. Una muerte más. Un corazón que deja de latir. Una muerte más. Hombres y perros y mujeres y perros. Todos seres indefensos en la noche.

Epílogo

Invité a Ángela y a Juan Monturiol a comer. Se lo debía. Tenían derecho a saber. Preparé tres ensaladas distintas, un buen acopio de salmón y una inmensa tarta decorada con un perro de chocolate. Una gilipollez, nadie estaba para bromas a aquellas alturas. Mis invitados se mostraban impresionados por el modo en que se habían resuelto las cosas.

—¡Qué mujer tan taimada! —exclamó Ángela refiriéndose a Pilar—. Se movía muy bien desde la sombra.

—A mí me pareció una desgraciada.

—¿Crees que sufría algún desequilibrio?

—Si no lo sufría permanentemente, está claro que, llegado un momento, se desequilibró. No tiene el perfil de una asesina.

—¿Y quién tiene en realidad el perfil de un asesino? —dijo Juan entre la pregunta y la afirmación.

—Yo he estudiado que los hay.

—¡De nada sirven los estudios con respecto al ser humano! —exclamó, filosófico.

—Lo que me resulta sorprendente en que se revelaran tantas pasiones entre gente ya de cierta edad —soltó Ángela al desgaire.

—¿Y qué me dices de ese matrimonio? —completé—. Se amaban, se odiaban, se perjudicaban, se ayudaban...

—¿No es siempre así? —reincidió en las interrogaciones categóricas Monturiol.

—Espero que no —exclamé con demasiado ardor.

—¿Es que piensas casarte otra vez? —me cazó el veterinario.

—Hablaba en general.

—En cualquier caso, ha sido una tragedia —concluyó la librera.

—Lo que me extraña es que Ribas nunca pensara que su mujer podía delatarle —dijo Juan.

—Creía que la tenía bien dominada. La desdeñaba, por eso nunca tomó precauciones.

—Pero ella se cansó. Las mujeres a veces demostramos un poco de sentido común.

Después de hablar miramos ambas al pobre Juan Monturiol, que se encogió instintivamente en su asiento.

—Un asunto trágico en verdad —suspiró mi compañera de reivindicación.

—¡Y condenadamente complicado! Lucha de perros, ¡quién lo hubiera pensado!

—No hemos avanzado mucho desde los romanos —apuntó Monturiol.

—Por cierto, Petra, ¿qué ha pasado con la perra de Valentina?

—Una vez aclarado el caso, supongo que la sacrificarán.

—Pero eso es terrible, ¿no podría adoptarla yo? —preguntó Ángela.

—¿Serías capaz?

—Sólo es un pobre animal que ha perdido a su ama.

—No sé, si quieres puedo hacer alguna gestión.

—Me gustaría.

Juan miró su reloj.

—Señoras, me temo que tengo que abrir mi consulta. Os voy a dejar.

Besó a Ángela en ambas mejillas. Lo acompañé a la entrada. Le tendí la mano, me la apretó.

—Te agradezco mucho tu ayuda, señor veterinario.

—Ha sido un placer.

—Quisiera saber si de verdad ha sido un placer.

Me miró intensamente a los ojos. Sonrió.

—Puedes estar segura de que ha sido un placer.

Sonreí yo también. Dio media vuelta y se alejó camino de su camioneta. Observé tristemente cómo desaparecía por la esquina el perro que tenía pintado en la parte de atrás. Suspiré.

De vuelta al comedor, encontré a Ángela también melancólica.

—¿Más café? —le ofrecí.

Me alargó su taza vacía.

—Petra, ahora que estamos solas, hay algo que quiero preguntarte. ¿De verdad pensaba Valentina casarse con Fermín? Se me ocurre que quizás actuó por despecho. A lo mejor le anunció la boda al amante intentando que dejara a su esposa de una vez.

—Nunca podremos saberlo. Ese es un secreto que se ha llevado a la tumba.

—¿Crees que Fermín es consciente de esa duda?

—No me parece un hombre a quien guste engañarse.

—Entonces debe de haber sufrido por partida doble; es más, estará sufriendo aún.

—¿Te has planteado llamarle, hablar con él? Quizás pudierais...

Hizo un gesto negativo, se puso muy seria.

—No, Petra, ni hablar. Yo sé bien cuándo las cosas han acabado definitivamente.

Miré su rostro afable y bondadoso. Le di unos golpecitos en el dorso de la mano.

—Nunca sabrá la mujer que ha perdido.

Hizo un esfuerzo por sonreír.

—Quiero que me hagas un favor. Devuélvele esto. Sacó de su bolsillo el corazoncito de oro con la imagen oculta de Garzón. Lo dejó sobre la mesa.

—¿Piensas que es necesario?

—Me parece lo mejor. No se puede negar el pasado, pero tampoco es bueno tener recordatorios ni fetiches.

—Posiblemente llevas razón.

Se levantó con el ímpetu impuesto de una heroína. Le di su chaqueta. Nos abrazamos. Cerré la puerta detrás de mí. Había prometido ir a verla alguna vez, tomar un té juntas. Era improbable que volviera a necesitar algún consejo sobre perros, pero en su compañía siempre podría encontrar el reflejo tranquilizante que proporciona la verdadera amabilidad.

Una vez en comisaría me puse a reflexionar. Caso cerrado, fue la primera frase que me vino a la mente. Caso cerrado. Ignacio Lucena Pastor se me representó como algo lejano, perdido en las horas y los días, como un sueño o un reportaje olvidado de
magazine
dominical. Claro que, a causa de aquella sombra apenas localizable en el mundo, una mujer había muerto y mi compañero tenía roto el corazón. Gajes del oficio, concluí intentando alcanzar un estado más cotidiano a partir de la absoluta vulgaridad.

Acto seguido miré la agenda por pura rutina. En realidad recordaba perfectamente a quién debía llamar. Tomé el teléfono canturreando, marqué...

—¿Doctor Castillo, es usted?

El científico aficionado a los crímenes no salía de su asombro. En un primer momento incluso quedó mudo de estupor. No podía creer que fuera yo, ni comprender cuál era el motivo de mi llamada.

—Espero que haya leído la resolución del asesinato en los periódicos.

—Lo hice con muchísimo alivio.

—¿Alivio?

—Bueno, me libré de la silla eléctrica o algo así. El otro día volví a ver
Falso culpable
en la televisión y me caían gotas frías de sudor.

Solté una fuerte carcajada sin poderlo remediar.

—Sí, ríase, pero menudo susto que me dio.

—Supongo que le debo una disculpa, por eso lo llamo; pero compréndalo, me cogió usted en momentos de mucho estrés. Además, ¿por qué se interesaba tanto por el caso?

—¡Caray pues no sé!, siempre me ha gustado el género policial. Y no sólo eso sino que... yo... ¿es usted soltera, inspectora?

—Divorciada, ¿por qué?

—En fin, le parecerá una tontería, pero se me ocurrió... se me ocurrió invitarla a tomar una copa para que pudiéramos charlar. Yo no hace mucho tiempo que me divorcié también. Pero, claro, después de que estuviera a punto de acusarme de un crimen, cambié de opinión. Pensé que lo más prudente era mantenerme bien alejado de sus garras.

—No me sorprende. Sin embargo, se me ocurren soluciones para el malentendido.

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