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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Día de perros (32 page)

BOOK: Día de perros
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—Quizás el sistema de traerlo hasta aquí ha sido un poco brusco, pero es cosa de los guardias, siempre lo hacen así.

—Pues ya es hora de que cambien, inspectora.

—Estoy de acuerdo, con el tiempo lo harán.

Seguía causándome la misma impresión que cuando nos salvó de sus temibles perros. Era un individuo arrogante, seguro de sí mismo, populista y cordial. Dotando a mi voz de un sello de serenidad pregunté:

—¿Dónde estaba usted cuando mataron a Valentina Cortés?

—Yo casi no conocía a Valentina, sólo nos habíamos visto alguna vez por cuestiones de trabajo. Me he enterado de su muerte por la sección de sucesos del periódico, de modo que no recuerdo cuándo murió, normal, ¿no le parece?

Garzón casi saltó sobre él.

—Nosotros diremos lo que es normal, ¿me oye?

Ribas me miró escandalizado.

—Oiga, pero ¿qué es esto?, ¿por qué me habla así? Dígale que se comporte, inspectora; usted sabe perfectamente que puedo no contestar nada si no hay delante un abogado; de modo que si sigue ese tono me iré. Sólo estoy intentando colaborar con ustedes.

Le pegué una mirada asesina a Garzón.

—De acuerdo, señor Ribas, disculpe. Yo le diré lo que quiere saber. Valentina murió el martes pasado, a las dos de la mañana.

—¿A las dos de la mañana de un martes? Pues supongo que estaría durmiendo en mi casa, como siempre.

—¿Hay alguien que pueda corroborarlo?

—¡Por supuesto, mi esposa!

—¿Me deja que lo confirme? ¿Está su esposa en casa?

—Sí, llámela, por favor, y procure tranquilizarla un poco, cuando llegaron sus hombres esta mañana se llevó un susto de muerte.

Hablé con ella brevemente, luego me volví hacia Ribas y sonreí.

—Dice que esa noche ella volvió tarde a casa, señor Ribas, por lo visto los martes cena con sus amigas.

—Es verdad, se me había olvidado. Pero le habrá dicho a qué hora volvió, y que me encontró en la cama durmiendo, ¿no es cierto?

—Me lo ha dicho, sí.

—Oiga, ¿puedo preguntarle si tiene pruebas contra mí, por qué parece que soy sospechoso de la muerte de una mujer a la que he visto un par de veces en mi vida?

Garzón se disponía a abalanzarse sobre él, lo cogí firmemente del brazo.

—Ninguna en realidad, señor Ribas; todo ha sido una confusión, pero debíamos estar completamente seguros de dónde estaba usted esa noche. Ahora lo estamos. Puede marcharse ya.

Puso cara de no entender gran cosa, se despidió cortésmente y salió de la oficina con paso tranquilo. Antes de que su olor a buen perfume masculino se hubiera disipado, el subinspector se encaró conmigo.

—¿Puede decirme a qué estamos jugando, inspectora? ¿Por qué le ha dejado marchar?

—Porque no tenemos pruebas suficientes.

—Y así nunca las tendremos, ¿por qué no le ha preguntado por la lucha de perros?, ¿por qué no le ha hecho ni una mínima presión?

—¿Qué quería que hiciera, darle de hostias?

—¡Sí!

Acerqué mi cara a la suya, apreté los puños, escupí las palabras entre dientes:

—Cuidado, Garzón, cuidado; no voy a dejar que mezcle sus problemas personales aquí. Aunque tengamos al culpable confeso entre las manos usted no le tocará ni un pelo de la ropa, ¿entendido?

Aflojó la tensión, bajó los ojos.

—Está bien —masculló—, y ¿qué hacemos ahora?

—Esperar.

—¿Esperar a qué?

—No lo sé, subinspector, pero algo tiene que ocurrir, y si no ocurre intentaremos tomar otra línea, lo que no vamos a hacer es caer a estas alturas en la desesperación y el acto alocado.

—Para usted es fácil decirlo.

—Quizás.

Y esperamos, haciendo acopio de serenidad. Aproveché para ordenar los papeles, para ocuparme de asuntos sueltos que me impidieran pensar obsesivamente en el caso. Al atardecer de cada día, Garzón y yo nos reuníamos en mi oficina, comentábamos cosas varias, intentando no hacer mención expresa de lo que en realidad ocupaba nuestras mentes. Yo le preguntaba por su hijo. Me contó que había decidido quedarse unos días en Barcelona, haciendo turismo. Ya lo había acompañado a la Sagrada Familia, a Montjuïc. Al chico le gustaba recordar su pasado en la ciudad. Un día quedamos los tres para comer. La cita era en Los Caracoles, y padre e hijo llegaron con más de media hora de retraso.

—Es por culpa de este tráfico enloquecido —comentó Alfonso Garzón—. ¿Cómo consiguen trabajar así?, supongo que nadie será puntual.

—¿Es diferente en América? —pregunté.

—¡Por supuesto que sí! Allí todo está más... organizado. Resultaría inconcebible estar a merced de los atascos; y si se prevé alguno, entonces se toma el
subway.

—Entiendo. ¿Qué quieren comer? He visto que hay cosas muy apetitosas en la carta.

Empezamos a escoger. Yo no podía librarme de la fascinación de ver al subinspector junto a su vástago. Observaba subrepticiamente sus gestos y rasgos, buscando cualquier similitud.

—¿Qué tal unos callos? —propuso Garzón.

—¡Papá, eso es puro colesterol!

—Total, por un día... —se excusó.

El hijo se dirigió a mí:

—¡Un día! No se puede usted figurar, ayer comió paella, anteayer espalda de cordero. Y por las noches suele cenar huevos y café. ¡Ah!, y no crea que desayuna fruta o yogur; nada de eso, perritos calientes o bacon. ¿Cuántos años cree que puede resistir alguien con ese régimen sin sufrir un ataque al corazón?

—¡Bueno, su padre ha resistido unos cuantos!

—Justamente, y ya es hora de que empiece a cuidarse.

—Lleva usted razón.

—Mi hijo siempre lleva razón —soltó Garzón dándole el primer tiento a un buen rioja.

—Cuando vivía mamá la cosa era distinta. Una mujer muy sobria, concienzuda. Comíamos mucha verdura, potajes de legumbres...

—Y los viernes, bacalao —concluyó el subinspector con cierta rechifla.

—Era una mujer muy religiosa, sí. Pero como es bien sabido, las religiones tienen unos preceptos que no son en absoluto casuales. Se ha demostrado que todos tienden a mantener una higiene de vida. Están en contra de los alimentos nocivos, de la promiscuidad...

—Sí, ya sabemos, ya —dijo Garzón hincándole el diente a sus callos. Yo me había atrevido a pedir un revuelto de espárragos, confiando en que no estuvieran prohibidos en ninguna religión.

—¿Usted no está casado, Alfonso?

—No, no he tenido tiempo aún.

Me eché a reír.

—¿No ha encontrado un rato libre?

—No se ría, inspectora, hablo de verdad. En América la vida es muy dura, hay mucha competencia y uno se ve obligado a intentar ser el mejor. He tenido que reciclarme en los estudios de Medicina, que allí son mucho más fuertes. Hice la especialización, conseguí la plaza en el hospital. Ahora soy cirujano jefe, ¿cree que eso me ha sido fácil, especialmente no habiendo nacido allí?

—Estoy segura de que no.

—Afortunadamente es un mundo lleno de posibilidades para el que está dispuesto a trabajar.

—¿Un mundo en el que cualquiera puede llegar a presidente?

—Es posible que desde aquí eso se vea como un tópico, pero así es.

—Voy a intentarlo yo a ver qué pasa —dijo Garzón entre ocurrente y cabreado.

—Tú no lo lograrías, papá, y ¿sabes por qué? Porque no crees realmente en las potencialidades del hombre. Eres demasiado fatalista, como todos los españoles.

—La fatalidad existe, hijo mío, por si no te has enterado aún, y la falta de suerte, y el fracaso, y la desigualdad de oportunidades y los condicionamientos desde que naces, a ver qué coño vas a contarme a mí de llegar a presidente.

—Pero, papá...

Levanté mi copa para evitar que la cosa pasara a mayores.

—Brindemos por la fatalidad, o por lo que sea que hoy nos ha reunido aquí.

No fue mi último brindis en esa comida, en parte porque varias veces tuve que terciar en discusiones paternofiliales que subían de tono, y en parte también porque necesitaba animarme ante la poco confortable reunión. A la hora de tomar café, Garzón y yo habíamos bebido bastante, más que su hijo, cuya prudencia médica le llevó a pararse en la tercera copa.

Nos despedimos de Alfonso Garzón en la puerta del restaurante. Quería visitar el Museo Nacional de Cataluña y opinaba que el horario de comidas, tan tardío en España, era ridículamente poco práctico. Garzón y yo volvimos a comisaría. Lo invité a tomar un último café en mi despacho antes de marcharse al suyo.

—¿Un poco más de azúcar? —le ofrecí.

—¿Cree que es conveniente para un viejo caduco como yo? ¿Lo aprobaría mi hijo?

—¡Vamos, subinspector, debería estar contento!, su hijo se preocupa por usted.

—Mi hijo es gilipollas, inspectora.

—¡Fermín!

—Sé perfectamente lo que me digo. ¡Un perfecto capullo! Estoy hasta los cojones de aguantarlo. Han sido dos semanas de consejitos, de alabanzas a las perfecciones de Estados Unidos, de recuerdos a la prudencia de su madre, a su bondad. Estoy hasta las pelotas de que se me diga que la vida es bella, que el hombre puede llegar hasta donde se proponga, que el trabajo es una redención y que cualquiera puede ser feliz si lo desea.

—Su hijo pretendía animarlo.

—¡Pues no lo ha conseguido! ¿Qué sabe él dé la vida, de la auténtica vida? Qué sabe de cómo su padre se ha roto el culo en un oficio tan duro como éste para que él estudiara. Qué sabe de lo absolutamente insoportable que fue su madre para mí. ¿Ha visto acaso una décima parte de las cosas que yo he visto: drogadictos, putas envilecidas, escorias humanas, cadáveres anónimos? ¡Presidente...!

—Lo que dice no es razonable, Garzón, justamente usted ha luchado para que él tuviera otras perspectivas.

—¡Bueno, pero que se entere de que hay cosas distintas en el mundo, gente puteada, jodida, tíos que nunca han podido salir de donde estaban! ¡Y sobre todo que me deje en paz, comeré todos los callos que quiera, y morcillas, y huevos fritos con mucho aceite!

Estallé en una carcajada estridente. Él me miró sorprendido.

—¿Qué le pasa?

Pero yo no podía dejar de reír. Por fin logré decirle con esfuerzo:

—¿Y doble ración de chorizo en viernes?

—Joder, Petra, cómo es usted, todo se lo toma a coña —dijo refunfuñando, pero me fijé muy bien en que había sonreído, en que, de hecho, bajo su bigote sénior, flotaba aún un rictus alegre mal estrangulado. Y eso me tranquilizó.

En el momento en que el subinspector salía por la puerta, se dio de bruces con el guardia gallego que entraba corriendo. Si Julio Domínguez se daba tanta prisa, debía de ser algo grave.

—Inspectora, deprisa, inspectora, descuelgue el teléfono, hay una llamada que puede ser importante.

Garzón volvió atrás. Yo me lancé sobre el auricular. La conversación estaba iniciada. El guardia de la entrada hablaba con una extraña voz antinatural que imitaba un dibujo animado. Preguntaba por mí.

—Sí, la inspectora Delicado soy yo, ¿quién es usted?

La voz enmudeció. Temía haber cometido una imprudencia al hablar. Repetí mi pregunta. Por fin, y siempre con aquella ridícula entonación, oí:

—Vayan al 25 de la calle Portal Nou. Al segundo primera. Pregunten por Marzal. Él sabe.

Colgó. Había garabateado frenéticamente la dirección. Garzón y el guardia gallego me miraban hipnotizados.

—¿Qué ocurre?

—Vámonos, subinspector, a toda castaña. Disponga una patrulla inmediatamente.

Garzón obedeció sin preguntar más. Se precipitó fuera del despacho. Le seguí. En ese momento llegaba corriendo el guardia de recepción.

—¿Ha apuntado la dirección, inspectora?

—Sí.

—Yo también, por si acaso.

—¿Fue usted quien recogió el chivatazo de la Zona Franca?

—Sí, fui yo.

—¿Era la misma mujer?

—¿Se ha fijado en cómo hablaba? Así es imposible de saber. Pero yo también estoy seguro de que también se trataba de una mujer.

Volvió Garzón.

—Todo listo, inspectora. Hay un coche celular en la puerta. ¿Tres guardias serán suficientes?

—Espero que sí. Déles esta dirección. Nosotros los seguiremos en su coche.

Salimos a toda velocidad. El coche de la patrulla puso la luz de alarma y la sirena. Ordené que la pararan a una distancia prudente para no alertar a Marzal.

—¿Y quién coño es Marzal?

—No lo sé.

—¿Ha reconocido algo en la voz?

—Era una mujer, pero deformaba la entonación.

—¿Con un pañuelo?

—No, era algo así como el pato Donald o el Pájaro Loco, ya sabe a qué me refiero.

—La otra vez el chivatazo se dio con voz normal. Eso significa o que se trata de la misma mujer queriendo despistarnos o que es una mujer diferente de quien podríamos conocer la voz.

—Es inútil conjeturar de momento, vamos a ver qué sabe ese Marzal.

—Me late el corazón a toda hostia, inspectora.

—Bueno, pues serénese. Ya le dije que lo quiero tranquilo.

—¿Llamaremos a la puerta?

—A la mínima dilación irrumpiremos.

—¿Y si no está?

—Esperaremos dentro hasta que llegue.

—¿Y si no llega?

—Joder, Garzón, me está poniendo nerviosa! ¡Cállese de una vez!

—¡Petra, nos hemos olvidado de la orden judicial!

—¡Subinspector, o se calla inmediatamente o le hago bajar del coche!

Se calló, y yo me di a todos los demonios por no haber tenido el coraje de impedir que me acompañara. Aquélla sería una lección práctica digna de inscribirse en un libro de oro: un policía implicado personalmente en un caso no hace más que incordiar. Las cosas podían tomar mal cariz, debía marcar de cerca a Garzón.

El edificio correspondiente al número 25 no tenía nada especial, un viejo caserón en estado de total decrepitud. Los guardias bajaron del coche y tomaron la delantera. No había ascensor. Al llegar frente a la puerta, a una señal mía, Garzón pulsó el timbre. Hubo una larga pausa. Volvió a llamar. Entonces oímos ruido de pisadas acercándose y una voz soñolienta.

—¿Quién es?

—¡Abra, policía! —Mi propia entonación imperiosa me sobresaltó.

—Pero ¿qué coño...? Oigan, aquí no pasa nada, se han equivocado.

—¿Es usted Marzal?

Siguió un silencio prolongado.

—¡Abra de una vez!

Nadie hizo indicación de abrir. El subinspector tomó la iniciativa.

—¡Abre, cabrón, o echamos la puerta abajo! ¡Aquí hay un huevo de guardias, abre ya!

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