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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Día de perros (28 page)

BOOK: Día de perros
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—¿Podré publicar lo que digamos?

—Aún no, pero si colaboras te prometo avisarte antes que a nadie cuando resolvamos el caso.

—Es un principio. De todas maneras os prevengo que os vais a frustrar. En realidad nunca he estado en una de esas peleas, pero sé cómo funcionan, y que se hacen en Barcelona.

—¿Cómo lo sabes?

—Alguien me informó.

—¿Quién?

—¿Ya estamos con los nombres?

—¿Quién?

—¡Bah!, un hombrecillo, no creo que fuera muy importante en la organización.

Saqué la fotografía de Lucena, se la enseñé.

—¿Este hombrecillo?

—¡Coño, sí!, ¿qué le ha pasado?

—Lleva bastante tiempo muerto, se lo cargaron.

—Interesante, ¿quién se lo cargó?

—Eso es lo que intentamos averiguar. ¿Te pusiste en contacto con alguien más?

—No, sólo con él. Nos entrevistamos en un bar. Me cobró por la información y luego se largó sin decirme siquiera su nombre.

—¿Quién te habló de su existencia?

—No sé, uno de esos desgraciados que nos pasan datos sobre bajos fondos.

—¿Sabes cómo opera la organización?

—Está más o menos explicado en el reportaje. Parece ser que han copiado el funcionamiento de las mafias rusas. Hay muchas peleas de perros en Moscú.

—¿Y cómo es eso?

—Bueno, pues un tipo tiene varios perros entrenados para la lucha. Alguien que trabaja a sus órdenes se dedica a robar perros de razas agresivas. Unas veces los roban para usarlos como
sparring,
otras pasan casi directamente al enfrentamiento después de haberlos adiestrado un poco.

—Entiendo.

—Después buscan un sitio variable, que no pertenezca a nadie de la banda. Así ninguno de los asistentes puede testificar sobre lugares comprometidos. Entonces realizan varias peleas en una sesión y la gente cruza apuestas. Por lo visto las cantidades son fuertes, muy fuertes. A los tipos que van les gustan los espectáculos nuevos, excitantes.

—¡¿Cómo puede disfrutar alguien con algo tan horrible?! —exclamó Ángela rompiendo su silencio.

—Pues disfrutan. Y no creas, son gente normal, tíos de pasta que se aburren con las diversiones convencionales, ejecutivos, empresarios...

—Dudo que sean normales.

—Ahora estoy haciendo un reportaje sobre pedófilos; y te aseguro que comparándolos, éstos son boy scouts.

Los ojos de Ángela se agrandaron un poco. Proseguí.

—Y las fotos, ¿de dónde sacaste las fotos?

—Las compramos, son de agencia. Ni puta idea de dónde puedan estar tomadas; pero desde luego no en España, son de France-Press.

—Así no es difícil hacer un reportaje.

—También vosotros recurrís a la Interpol.

—Has visto muchas películas.

Me miró con aire pícaro.

—¿Queréis que os enseñe más fotos? Tengo varias que el director no consideró oportuno publicar, demasiado desagradables.

Se fue dejando un perfume difuso a tabaco rubio.

—Estoy impresionada de lo bien que sabes tratar con este tipo de jóvenes —comentó Ángela.

Sonreí.

—¿De qué tipo te parece este joven?

—No sé, es tan... desinhibido.

—Un pequeño cabroncete, nada más.

Volvió con un fajo de fotos en la mano. Me las tendió.

—Echadles una ojeada, os gustarán.

A medida que iba viéndolas se las pasaba a Ángela, en silencio. Eran espantosas. Colmillos que se hundían en carne, baba espesa, sangre fresca manando, coagulada sobre el pelaje... Ángela se tapó los ojos, las dejó caer sobre la mesa.

—Es terrible que dentro del hombre pueda existir tanta maldad.

El periodista la miró con suficiencia.

—Oye, no te escandalices demasiado, en el mundo hay cada día niños que mueren de hambre, y guerras, y tipos que pierden las tripas en reyertas. Al menos aquí sólo son perros.

Ángela se volvió hacia él, casi colérica:

—Pero la maldad que genera lo uno y lo otro es siempre la misma, ¿no te das cuenta?

El tipo me miró extrañado.

—Ella no es policía, ¿verdad?

—No, tienes razón, no lo es. Los policías, como los periodistas, hemos perdido cualquier sensibilidad.

Se encogió de hombros.

—Yo no he hecho el mundo.

Al salir, observé que Ángela estaba pálida.

—Creo que deberíamos tomarnos un copazo, te sentará bien.

Nos metimos en el primer bar que encontramos. Pedí dos coñacs. Ángela le dio un buen trago al suyo como si en realidad lo necesitara.

—Lamento haberte hecho venir, no ha sido muy buena idea.

—Pensarás que soy una vieja neurótica que se emociona por simples perros.

—No, a mí también me revuelve las tripas todo esto.

—Supongo que tampoco estoy en mi mejor momento emocional. —Me miró a los ojos, yo los desvié hacia el suelo—. Sabes lo de Fermín, ¿no, Petra?

—Sí, lo sé.

—¿Sabes también que piensa casarse con esa mujer?

—Sí, ¿cómo te has enterado tú?

—Me llamó por teléfono y me lo contó. Aunque ya hubiéramos roto no quería que la noticia me llegara por ningún otro conducto. En el fondo es un caballero.

—Mira, no sé si es un caballero o un hijo de puta, pero en cualquier caso es un imbécil; uno no se casa así, por las buenas.

—Teme la soledad. Es un hombre que se ha sentido muy solo toda la vida.

—Pero ese matrimonio será un desastre. A cierta edad la convivencia se vuelve más difícil.

—También a cierta edad se valora más la compañía.

Metí la mirada en mi copa, la hundí en el coñac, luego me lo bebí de un trago. Ángela tenía sus hermosos ojos llenos de lágrimas, pero logró recomponerse enseguida.

—¡Bueno, creo que voy a pedir una placa como ayudante del sheriff, me la merezco!

Rió con más ímpetu del que era normal, y también bromeó al despedirnos. Fantástico, pensé, viva el amor, la risa, la broma, la vida. Una mierda, en fin.

Volví a comisaría. Me senté. Preparé un informe. «Aparece testimonio de que Ignacio Lucena Pastor se hallaba implicado en la lucha clandestina de perros», escribí. Todo me parecía absurdo. Llamaron por teléfono, un hombre quería hablar conmigo. Muy bien.

—Inspectora Delicado, soy Arturo Castillo, ¿se acuerda de mí?

—Hola, doctor Castillo. Por supuesto que me acuerdo. ¿Qué se le ofrece?

—Me preguntaba si habían resuelto ya el caso de los perros. De vez en cuando siento curiosidad y como no veo nada en los periódicos...

—Doctor Castillo, ¿no se da cuenta de que con sus llamadas empieza a señalarse a sí mismo como sospechoso?

—¿Cómo?, ¡espero que esté bromeando!

—No bromeo, es algo que sucede a veces, culpables que se sienten atrincherados en su buena coartada, pero que no soportan la incertidumbre de saber si el brazo de la ley no estará quizás acercándose.

—¡Qué cosas dice, inspectora!

—¿Está seguro de no tener nada que ocultar? Quizás usted odiaba a Lucena por alguna razón.

—¡Inspectora, puedo ir a testificar cuando lo desee!

—Lo pensaré, doctor Castillo, lo pensaré.

Colgué. Mi estado de ataraxia se había convertido en un ataque rabioso. El mundo se debatía entre injusticias, perros azuzados por la avaricia se despedazaban entre sí, el amor siempre se resolvía dolorosamente pero, a pesar de todo, era imprescindible seguir siendo bien educado, ¿no es cierto? ¡Al carajo! Cerré los cajones de mi mesa haciendo un ruido infernal. Cogí mi americana y me largué sin saludar a ninguno de los compañeros que me encontraba por el pasillo. Iba a cenar sola, en algún restaurantucho de mala muerte, y escogería algo así como macarrones bien entomatados y una enorme morcilla en segundo lugar. Una risible rebelión contra lo correcto.

La mañana siguiente fue algo menos desastrosa. Nada más entrar en mi despacho, tan violentamente abandonado la víspera, hallé el informe del laboratorio sobre mi mesa. Leí con avidez y, al cabo de un segundo, con auténtico optimismo. Sí, no había ninguna duda, en la muestra de paja que habíamos enviado se hallaron restos de sangre canina y pelos de perro. La diana de Ángela había sido total. Dejé una nota explicativa a Garzón con las novedades y volé hasta el laboratorio. El jefe de servicio me ratificó todos los conceptos del hallazgo y me dio una minúscula bolsita donde se habían envasado al vacío varios pelos cortos, duros, de una coloración incierta que iba desde el beige hasta el blanco marfileño. Lo único que podía asegurarse era que la sangre y los pelos pertenecían a perros. Cualquier otra precisión debía hacerla un veterinario. No me atreví a preguntarle si existían veterinarios forenses en nuestro cuerpo; de modo que recurrí al que tenía más cerca.

Me presenté en la consulta de Juan Monturiol sin avisarle siquiera. Guardé turno entre señoras que sostenían a sus yorkshires sobre las rodillas, hombres que llevaban tiernos cachorros a vacunar. Comprobé una vez más que había una solidaridad especial entre los dueños de perros. Nadie se sentía incómodo si era olfateado imprevistamente, ni ofendido si resultaba objeto de algún ladrido poco amistoso.

La reacción de Juan al verme cuando salió acompañando a un cliente no fue halagadora, pero atribuí su gesto adusto a la seriedad ambiental. Aguardé con santa paciencia, leí revistas impensables sobre perros y gatos y cuando por fin el último paciente se había largado, el veterinario vino hacia mí y me dio la mano. Distanciamiento. No menos del que yo merecía, probablemente. Intenté ser natural y simpática en los prolegómenos personales; seria y ligeramente intrigante en los profesionales. Se enganchó enseguida a la historia. Me pidió ver los pelos. Yo los saqué del bolso con la unción del que maneja reliquias santas. Entramos en su laboratorio y colocó los pelos sobre una placa.

—Verlos al microscopio no nos daría pistas; de modo que vamos a someterlos simplemente a un fuerte aumento.

Los colocó bajo una lupa, pasó un buen rato mirándolos. Me había olvidado de su belleza. Las manos fuertes y largas, de dedos delicados. El cabello rubio, espeso. Los rasgos perfectos de nariz y pómulos. Levantó sus ojazos verdes hacia mí.

—¿Qué quieres saber?

—¿A qué raza de perro pertenecen?

Dudó un momento.

—Hay algunos que son casi dorados, otros blancuzcos. Pueden corresponder a dos o más perros; pero también pueden ser de un mismo perro que tenga colores diferentes en el manto y la panza, o de uno que sea manchado. En cualquier caso, vienen de ejemplares de pelo corto y, por la textura y lo poco deteriorados que están, yo diría que son jóvenes.

—¿No puede saberse por la sangre de qué raza son?

—No, en modo alguno.

—Sabemos que se trata de perros de defensa, y tenemos el color. ¿Crees que con esos pelos podríamos señalar o descartar alguna raza?

—Eso nos llevará una larga sesión.

—Puedo volver mañana.

—No, quédate. Iré a comprar algo para comer.

—Iré yo.

Salí a la calle y busqué un bar. Me descubrí pidiendo que uno de los bocadillos tuviera doble ración de queso. Estaba cuidando de Juan, una agradable sensación después de todo. Mi amante descontento había sido amable una vez más. Tras largas horas de trabajo en su consulta, aún encontraba tiempo para dedicármelo. Lo cierto era que yo no me había comportado bien con él. Había sido frívola. Quizás no era nada tan terrible depositar un poco de confianza en alguien. La valiosa compañía, según las palabras de Ángela.

La tarde fue larga e intensa. Después de haber consultado libros y fotografías, Monturiol estuvo en condiciones de dictaminar.

—Apunta, Petra, vamos a ver. Estos pelos pueden pertenecer a las siguientes razas: bóxer, stadforshire, pastor alemán de pelo corto, dogo alemán y perro de presa canario. Supongo que son demasiadas para que el dato sea útil, ¿me equivoco?

—Si estos cabrones funcionan como me contó un periodista, uno de los perros era robado y, por tanto, saber su raza no nos informa de nada en especial. Pero el otro era del propietario organizador, y sin duda estará entre esas razas. Por eso es determinante conocerla.

—¿Piensas en criadores?

—Es una posibilidad.

—No puedo ayudarte más.

—Me has ayudado muchísimo. ¿Qué puedo hacer yo por ti?

—Acércame a mi casa, no he traído el coche.

Y lo llevé. Quizás no era tan malo mostrarse cariñosa algunas veces.

A la mañana siguiente Garzón y yo celebramos una reunión de urgencia en mi despacho. El reportó sus avances en el
cherchez la femme,
que no escuché, y yo le expuse la situación. Nuestros esfuerzos debían ir dirigidos a los criadores de las razas que Monturiol había seleccionado.

—¡Pero si ya los hemos investigado! —arguyó mi compañero.

—Bueno, pues lo haremos otra vez.

—Sigo creyendo que nos dispersamos demasiado.

—Trabajamos con las únicas evidencias que tenemos. Ahora sabemos que Lucena estaba metido en el negocio de la lucha, y también sabemos que en ese nuevo trabajo «se pasaba la vida en el campo». ¿A qué piensa que iba al campo, a merendar?

—Pero el campo puede ser el jardín de cualquiera que tenga una casa lo suficientemente aislada.

—De acuerdo, pero ¿quién puede tener en su casa varios perros entrenados para luchar?, y ¿dónde puede realizar las pruebas con perros robados sin levantar sospechas? No, Garzón, es posible que el campo sea cualquier cosa, pero antes de buscar agujas en pajares vamos a registrar bien el acerico.

—Pues le advierto que la lista de Monturiol tiene tela.

—Podemos descartar una raza, no hay criaderos de perro canario de pelea cerca de Barcelona.

—Aun así...

—Nos los repartiremos. Usted visitará el criadero de stadforshire y el de dogo. Yo el de pastor alemán y bóxer. A usted va a corresponderle ir a buscar órdenes de registro. Esta vez vamos a abrir todas las dependencias que haya en las instalaciones, a revisarlo todo. La inspección tendrá que incluir a los propios animales, sería conveniente comprobar si alguno de ellos presenta escoriaciones o cicatrices, síntomas de haber peleado.

—En ese caso deberíamos ir acompañados de un experto. Le pediré a Valentina que me acompañe.

—Bien pensado, yo se lo pediré a Juan, o a Ángela.

—Inspectora, si Ángela tuviera que aparecer por aquí...

—No se preocupe, procuraré que no se produzcan encuentros molestos.

—Gracias. Veo que se hace cargo.

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