Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¿Y la muerte de Lucena?
—Él jura y perjura que no lo mató. Tampoco acusa a Puig de ello. Dice que ambos dejaron de ver a Lucena hace un año. El propio Lucena se largó del negocio, convencido de que su cara ya era demasiado conocida y podía resultar peligroso. Pasó a hacer otra cosa.
—¿Qué cosa?
—No lo sabe.
—Naturalmente, no lo sabe.
—Yo creo que no está mintiendo, inspectora. Puede que sea verdad que perdieron de vista a Lucena, ya ha pasado anteriormente. El tipo tenía tanto pánico que me pareció sincero.
—¡Claro que era sincero!, total, con una fiera de sesenta kilos enseñándole las fauces ensangrentadas... ¡Seguro que hubiera confesado el asesinato de Kennedy con tal de quitársela de encima!
—¡Justamente!, y entonces ¿por qué se plantó en un punto no queriendo reconocer de ningún modo que había matado a Lucena?
—¿Quiere decir que siguió achuchándole a la perra aun después de haber confesado?
—¡No había confesado lo principal!
—Es usted como Nerón; como Nerón y Calígula juntos.
—Soy como quien usted quiera, pero gracias a mí vamos a poder desatascar el caso.
—Eso siempre que no le echen de la policía, lo cual empiezo a pensar que se tiene bien merecido.
Interrogué yo misma a Pavía. Su cara estaba aún pálida como la de un muerto. Reiteró punto por punto toda la confesión que le había hecho a mi compañero. Se negó en redondo a admitir que hubiera matado a Lucena, al cual Puig y él conocían exclusivamente con el sobrenombre de Retaco. Hacía un año que no le veían. Con respecto a Puig, su cómplice, dijo saber que andaba metido en un montón de asuntos fraudulentos con los que él nada tenía que ver. Tampoco sabía cuál podía haber sido la ocupación de Lucena en el que había resultado ser el último año de su vida.
La historia se repetía de un modo inquietante, porque si perdíamos el rastro de Lucena, ¿qué teníamos en realidad? ¡Nada!, un nuevo delito cutre de estafadores y robaperros. A no ser que la confesión de Pavía fuera incompleta y no estuviera dispuesto a declarar que había matado a Lucena ni con perro rabioso incluido. El caso no estaba tan desencallado como Garzón pensaba. Sólo existía un modo de comprobar más o menos fehacientemente que Pavía estaba diciendo la verdad, pero era complicado de ejecución y de resultado incierto. Aun así, se lo propuse al subinspector y estuvo de acuerdo. No teníamos muchas más opciones.
Dos días más tarde, le brindamos un pacto al abogado de Pavía. Era sencillo, si Pavía consentía en hacer una llamada a Puig (estábamos convencidos de que sabía dónde se encontraba), su defendido no sería acusado de nada hasta la captura del segundo sospechoso. Eso le permitiría no estar en la cárcel todos aquellos días. Si de verdad Pavía era inocente, la verdad se derivaría del testimonio de Puig, con lo que el primero no sería acusado de asesinato. La segunda parte del plan era obvia: Pavía le propondría a Puig saldar cuentas atrasadas, le daría una cita en algún lugar tranquilo y nosotros lo trincaríamos en ese momento. Después podríamos interrogarlo y comprobar que su versión no contradecía la de su cómplice. Suponíamos que Puig no dejaría de aceptar una cita semejante, puesto que el dinero era, en su condición de huido, demasiado valioso como para despreciarlo.
El abogado aceptó. Tampoco sus posibilidades eran excesivas y el hecho de que su cliente no fuera inculpado de asesinato, parecía importante para él. Faltaba confirmar si Pavía conocía el número en el que podía localizar a Puig. Por supuesto, lo sabía. El que en sus teléfonos intervenidos no hubiera quedado registrado ningún intento del estafador por ponerse en contacto con él lo demostraba. Claro que el hecho de haber podido hablar ambos en cualquier momento, restaba validez al posible testimonio de Puig. Quizás se habían puesto de acuerdo sobre una versión común de los hechos. En cualquier caso, el interrogatorio de Puig me parecía básico, y también a Garzón.
Pusimos el cebo. La pieza no podía tardar en caer. Le juré a mi compañero que si esta vez la pista de Lucena volvía a perderse entre las brumas, ingresaría en la orden de las Carmelitas Descalzas. Él se solidarizó y dijo que haría lo propio con los benedictinos. Confiábamos en que nuestros priores nos dejaran reunimos a tomar una copita de licor estomacal de tanto en tanto.
Pavía le dio cita a Puig en un bar de Castelldefels, a las diez de la mañana de un miércoles. Dos guardias se instalaron en el local con monos azules de currante. Como Puig nos conocía, Garzón y yo esperamos en el coche, a varias manzanas de distancia. A las diez veintitrés vimos llegar a nuestros dos hombres con Puig en el centro, esposado. No estaba nervioso ni colérico, hasta nos saludó como si nos hubiéramos encontrado casualmente. La presa había entrado en la trampa por su propio pie.
Lo interrogamos en comisaría durante más de tres horas. Para nuestra desgracia, corroboró palabra por palabra la versión de Pavía. Lucena había dejado de hacer negocios con ellos un año atrás, por motivos de seguridad y porque pensaba dedicarse a otro asunto. ¿Qué asunto? No tenía ni la menor idea, Retaco no hacía nunca demasiados comentarios. En ningún momento aquel curioso estafador sintió la tentación de inculpar a su compinche de la muerte del robaperros. Supuse que si en realidad hubieran estado pringados en eso, alguno de los dos hubiera lanzado las pelotas al tejado ajeno. Mucho más contando con los lógicos deseos de venganza que Puig debía de sentir en aquel instante, después de verse atrapado con la connivencia de Pavía. Pero no sucedió. Ahí acababa la información. Lo amenazamos con cargarle a él solo la muerte de Lucena. Estaba asustado pero no varió su declaración. Todo daba a entender que, en efecto, no estaba mintiendo. Descartamos un careo por el momento, aunque siempre quedaba la posibilidad de que se hubieran conchavado telefónicamente. Improbable; después de ver que Pavía lo había traicionado, cualquier acuerdo previo al que hubieran llegado hubiera caído por la desconfianza y el odio generados.
Con infinita paciencia seguí interrogándolo sobre el posible destino de Lucena después de haber abandonado el secuestro de perros. Garzón observaba mis esfuerzos con escepticismo; si por él hubiera sido, le hubiera lanzado al sospechoso una jauría entera de rotweilers en vez de ir dándole oportunidades de exculpación. Me di cuenta de que a Puig empezó a sorprenderle mi interés por conocer los pasos posteriores de Lucena. Se percató de que dejaríamos en paz su asunto. Aquello variaba su guión mental. Empezó a esforzarse realmente por recordar algo que pudiera darnos una pista. Por fin nos proporcionó un dato por si podía ser de utilidad.
—Cuando me despedí de Retaco... —dijo— le deseé suerte y buenas ganancias. Ni me dijo a qué iba a dedicarse ni a mí me importó saberlo, pero recuerdo que comentó: «Las ganancias nunca están aseguradas, aunque por lo menos ganaré en salud, voy a estar en el campo...».
—¿Eso es todo?
—¡Se lo aseguro!, no volví a verlo más. Ni siquiera me había enterado de que estaba muerto.
—¿Qué ha pasado con su secretaria? —preguntó Garzón.
—Cuando ustedes me localizaron la despedí, pero no sabe nada.
—¿Dónde vive?
—Ni lo sé.
—¿Y su número de teléfono?
—Nunca me lo dio.
Aquel asunto no iba a dar mucho más de sí. Lo pasamos al juez que haría las acusaciones legales pertinentes y continuaría la investigación del posible blanqueo de dinero. Garzón se subía por las paredes.
—¡No puede ser, inspectora, no puede ser que estemos de nuevo en el mismo punto! Es como una pesadilla, ¿no ha tenido usted nunca una de esas pesadillas en las que te persigue un toro y, por mucho que corras, siempre tienes los pies clavados en el mismo lugar?
Ahora me tocaba a mí tirar del carro del ánimo y los buenos propósitos, aunque malditas las ganas que tenía.
—No estamos en el mismo lugar, Garzón, hemos ido siguiendo la pista de las libretas.
—Pero ahora no hay más pistas, Petra, ni más libretas. Aclarada la libreta número uno, aclarada la libreta número dos, y ni idea acerca de dónde sacó Lucena tanto dinero. Se nos acabaron los hilos de los que tirar y seguimos sin tener idea de quién cojones se cargó a ese tipejo.
—Hemos reconstruido dos años de su vida, ahora sólo nos falta hacer lo mismo con el tercero y último.
—¡Como si fuera fácil! No han surgido nuevos caminos por los que caminar, inspectora. Si esos hijoputas dicen la verdad se acabó el caso. Ya podemos ir ingresando en el convento.
—Subinspector, ¿tiene aquí el teléfono de Valentina?
—¿Cómo?
—Debería llamarla y pedirle que venga a vernos. Creo que puede ayudarnos con sus conocimientos.
Le había pillado por sorpresa, pero la mención a una de sus enamoradas lo azaró lo suficiente como para no preguntar nada.
Valentina Cortés estaba como siempre: rozagante, hermosa y llena de vida. A ella no parecía pesarle demasiado el triángulo amoroso. Me escuchó con sus enormes ojos claros abiertos de par en par, apartándolos sólo para lanzarle a Garzón miradas cariñosas. En su pecho palpitaba el corazoncito de oro.
—¿Criadores de perros de defensa? Sí, están todos en el campo. ¡Por supuesto que los conozco!, al menos los del perímetro de Barcelona. A veces he hecho negocios con ellos, quiero decir que me han traído perros para que los adiestre. Hay algunos a quienes no conozco personalmente, pero tengo las direcciones y los teléfonos de todos los criaderos. Es algo relacionado con mi profesión.
—¿En qué crees que podría estar metido Lucena dentro del mundo de los criadores?
Se echó el pelo rubio hacia atrás con un cabezazo enérgico.
—La verdad, es raro que estuviera metido en algo. Un tipo sin importancia como ése, un simple ladrón de perros... Los criadores de defensa son gente que se gana bien la vida. Cualquiera de los perros que venden vale un buen dinero, y en cuanto un criadero cobra algo de fama, va gente de todas partes para comprarles. ¿Para qué querría ninguno de ellos a un ladronzuelo como Lucena?
El razonamiento era impecable.
—Quizás robaba perros en la ciudad y se los vendía a los criadores.
—¡Pero, Petra, los criadores sólo comercializan cachorros o perros muy jóvenes! No veo qué salida podrían darle a un perro robado del que no sabrían ni la edad.
—Te recuerdo que estamos haciendo la hipótesis sobre un criador que no tuviera muchos escrúpulos.
—No, no lo creo, todos son buenos profesionales. No se trata de gente que compra un par de perros y los aparea en el jardín de su casa. Los criadores profesionales consiguen lo que se llama un «afijo», algo así como una denominación de origen. Sólo después de muchos cruces, cuidados y purificaciones de la raza obtienen la calidad necesaria. El prestigio es básico para ellos. ¿Crees que se arriesgarían a perderlo vendiendo perros robados?
—Quizás lo que hacía era robarles a los criadores y vender él los perros en otra parte.
Se rascó su potente cabeza con cara de incredulidad.
—No lo veo claro. No se me ocurre qué puede tener que ver Lucena con criadores. ¿Por qué os ha dado por ir en esa dirección?
—Un testigo dice que Lucena estaba metido últimamente en algo que se hacía en el campo —contestó Garzón.
Se encogió de hombros como una niña.
—Valentina, ¿tú puedes facilitarnos una lista de todos los criadores de perros de defensa que haya en la provincia?
—Creo que sí.
Garzón me miró con desconfianza.
—No se le habrá pasado por la cabeza que los visitemos a todos, ¿verdad, inspectora?
—Eso es justo lo que pienso hacer.
—¿Sólo por la pista insegura de que Lucena tuviera algo en el campo?
—¿Le parece absurdo intentarlo?
—No lo sé.
—Ya estábamos encaminados por ahí antes de saber lo del campo, ahora continuaremos. Vamos a ver a cuántos criadores les han faltado perros, y a buscar pistas dejadas tras esos robos. ¿Cuándo puedes tener esa lista, Valentina?
—Mañana mismo. Pero ¿qué pasa si me olvido de alguno?
—No te preocupes, pediremos a la Sociedad Canina que verifiquen tu lista y la completen. Ellos deben de tener esos datos.
Bien, la resolución imposible del caso de Lucena nos había permitido aclarar otros problemas policiales de menor importancia. No era una mala marca. Habíamos salido a cazar jabalíes y volvíamos con el morral lleno de caracoles. De cualquier modo, no presentábamos nuestras manos vacías a la superioridad. Si nos encargaban un par de asesinatos más, podíamos dejar la ciudad limpia de delitos intrascendentes. ¿Nos ascenderían por aquella hazaña impensada, o quizás nos echarían de Homicidios? No sería exacto sentenciar que mi ánimo toleraba bien la frustración, posiblemente afinaría más diciendo que me había acostumbrado a caminar sin llegar nunca a la meta. Llevábamos tanto tiempo enfangados en aquel jodido caso, que seguirle la pista a Ignacio Lucena Pastor se había convertido en nuestro trabajo habitual, como quien se sienta cada mañana a su mesa en una agencia de seguros. Sin embargo, durante aquellos meses detectivescamente estériles Garzón había encontrado el amor por partida doble, yo había ligado con un veterinario y entrado en el club de los propietarios de perros. ¿Qué más podía pedirse? Funcionábamos como una gran familia, y Lucena era el abuelo muerto, siempre presente en el recuerdo uniendo desde el Más Allá a sus criaturas terrestres. Podíamos seguir así el resto de nuestras vidas, tanto más cuanto todo tenía un viso transitorio que liberaba de cualquier angustia: Garzón no se decidía por ninguna de las dos «chicas», mi ligue seguía sin ser concreto, el caso no se resolvía y
Espanto
estaba conmigo provisionalmente. No había lugar para la desesperación.
Al día siguiente, Valentina nos hizo llegar la lista que le pedimos. Contenía un nombre más que la de la Sociedad Canina. Garzón y yo nos sentamos para dilucidar esos datos. Él no tenía ninguna confianza en la línea de investigación que iniciábamos. Era inútil ponerle delante la concatenación de indicios que a mí me parecía una serie posible: estadísticas que señalan abundancia de perros de defensa robados, criadores de defensa que declaran robos, criaderos que se hallan en el campo, último asunto de Lucena que se desarrollaba en el campo. Dinero abundante que surge de pronto. Era un silogismo bien concatenado. Todos los hombres son mortales, Sócrates es un hombre, luego Sócrates es mortal. Claro que había variaciones sobre el tema. Todos los perros son mortales, Sócrates es mortal, luego, Sócrates es un perro. Me privaría de comunicarle a Garzón esos juegos de lógica. Él no hacía más que decir que la ilación era endeble. Yo le argumentaba la evolución «profesional» de Lucena. Había ido prosperando. Al principio robaba perros callejeros, después perros de raza. Era lógico pensar que más tarde viniera una especialización: perros de defensa. Nuestro hombrecillo encontró un contacto dentro de ese mundo, y había afrontado mayores riesgos a cambio de mayores dividendos. En ese punto el subinspector se iba por los cerros de Úbeda.