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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Día de perros (10 page)

BOOK: Día de perros
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Lo invité a comer en mi casa, pero se escabulló proponiendo el restaurante de la esquina. Contraataqué arguyendo que llevábamos a
Espanto,
pero aseguró que solía comer con su perro en ese lugar. ¿Seguiríamos mucho tiempo con aquel juego? Quizás hubiera debido darle la opción de que propusiera su casa, pero mía había sido la idea de llegar hasta allí.

—¿Por qué no traes a tu perro contigo?

—Lo atropello un coche hace un año. No he comprado ninguno más, me apeno demasiado cuando mueren.

—¿Tienes miedo a sufrir?

—Me cansa sufrir.

—Sí, entiendo lo que dices. Supongo que lo cansado es poner ilusiones en algo que después desaparece.

—¿Estás hablando de perros?

Esperaba una contestación con sus ojazos verdes llenos de ironía.

—De perros y de amores.

Aguanté su mirada. De pronto la desvió con un gesto suficiente.

—Me temo que soy un experto en eso. Me he divorciado dos veces.

—Y yo me temo que no eres el único. Yo también me he divorciado dos veces.

Nos echamos a reír suavemente. Bien, muchacho, por fin habíamos llegado a un punto de encuentro equilibrado. Empatados a divorcios y a cansancios. Quedaba claro que ninguno de los dos buscaría innecesarias complicaciones sentimentales. Aquello representaba un paso adelante en las negociaciones encubiertas, o al menos así lo interpreté. No debí de equivocarme mucho porque a la salida del restaurante me pidió una cita.

—¿Cenamos un día?

—Cenamos.

—Te llamaré.

Todo era cuestión de paciencia. Al parecer Monturiol se negaba a las precipitaciones, no creía en el sexo a primera vista. ¿Quería disfrutar de aquella satisfacción tan masculina de llevar la voz cantante? Pues de acuerdo, lo mejor sería no dejarme arrastrar por míseros orgullos, y ceder. Estaba a punto para ser seducida. De todos modos, no me encontraba tan absorbida por el caso de los perros como para convertirlo en obstáculo para mi vida personal.

Garzón apareció por comisaría pasadas las cinco, mucho más tarde de lo habitual. Había estado comiendo con Valentina Cortés. El hecho de que lo confesara sin ningún empacho se debía quizás a lo que añadió después: «por estrictas razones de trabajo». Eso no coincidía con su anuncio de una cita privada, pero decidí no preguntar. Lo importante era que la entrenadora había confirmado la hipótesis de Ángela Chamorro, el día de nuestra visita al campo de entrenamiento sí había una perra en celo en el lugar:
Morgana,
la propia perra de Valentina Cortés. Garzón se mostraba satisfecho: eso simplificaba mucho la investigación, nos habíamos evitado tener que interrogar a todos los clientes que aquel día habían acudido a la sesión de defensa.

—¿No se sorprendió Valentina por su pregunta?

—No, la hice con inteligencia. De todas maneras, ahora que hemos confirmado que ese dichoso sitio no tiene nada que ver con el caso, supongo que podré decirle que soy policía.

—¿Para qué?, quizás no vuelva a verla nunca más.

—Pero quizás sí.

Metió las narices en un archivo y se puso a revolver papelotes. ¿Había ligado, había ligado mi ilustre compañero Garzón? ¿Y por qué no? Seguramente le había llegado el momento después de tantos años de viudedad. Valentina Cortés era bien plantada, llamativa y enérgica, justo el tipo de mujer que podía gustarle al subinspector. Era de desear que nuestro caso le dejara el suficiente tiempo libre como para llegar a coronar aquella explosiva montaña rubia, ya que no podría seguir frecuentándola en el ejercicio del deber. La evidencia nos alejaba del campo de entrenamiento. La memoria de
Espanto
no había funcionado. El pobre había sido víctima de una atracción pasional, algo comprensible a la vista de las circunstancias.

No nos quedaba pues otro remedio que seguir avanzando por el camino que la deducción nos fijaba: la investigación farmacéutica. Para obtener datos previos de las empresas privadas tuvimos que recurrir al Colegio de Médicos. Hubo suerte: únicamente seis firmas contaban con investigación propia en Barcelona. Las demás, o eran grandes multinacionales que actuaban en España sólo con patentes, o tan pequeñas que no podían permitirse el lujo de poseer su propio laboratorio. Seis parecía un número razonable, abarcable sin necesidad de ayudas externas.

En cuanto nos pusimos manos a la obra empezamos a comprender que la industria farmacéutica era algo muy serio. Ni un solo laboratorio nos dejó entrar en sus instalaciones sin exhibir una orden judicial. Seis órdenes judiciales con el único propósito de echar un vistazo nos pareció demasiado, de modo que acudimos de nuevo al doctor Castillo por si podía hacerse algún descarte.

El médico estaba encantado de vernos. Se frotaba las manos, era patente que se divertía haciendo de detective. Miró la lista de empresas que le pasamos. Sonrió maliciosamente.

—¿Recuerdan aquello de «con la Iglesia hemos topado...»?, pues bien, ustedes han topado con una de las industrias más poderosas del país. Les pondrán todas las dificultades que puedan. No esperen llegar y pasearse a las bravas por su sanctasanctórum.

—Ningún policía haría espionaje industrial.

—Da lo mismo, no les gusta ver gente husmeando.

Cogió un bolígrafo.

—Veamos... sí, creo que podré descartarles alguna firma. Por ejemplo, estos dos han hecho una fusión, investiguen sólo la primera empresa...

Tamborileó en la mesa mientras Garzón y yo le mirábamos como lelos.

—Y este nombre pueden también tacharlo de la lista. En su laboratorio sólo encontrarían gatos.

—¿Está bromeando, doctor? —pregunté con mucha prudencia.

Soltó una breve carcajada de sabio loco.

—Ni pizca. Hay un animal idóneo para la investigación de cada órgano. El cerdo tiene un corazón parecido al humano, el perro es bueno para pruebas estomacales... y el complejo sistema nervioso del gato puede compararse en cierto modo con el nuestro. Pues bien, en ese laboratorio sólo fabrican psicótropos, de modo que dudo que empleen otra cosa que gatos.

Garzón silbó.

—No, si a lo mejor aún hemos tenido suerte, hubiera sido mucho peor andar a la caza de cerdos.

Castillo se reía.

—Aunque les hubieran dejado más pistas olfativas.

Ahora se reían los dos. Me pareció oportuno cortarlos antes de que ambos se desmandaran.

—A usted le parece que seguir la investigación en la industria farmacéutica no tiene sentido, ¿verdad?

—No sé qué decirle, inspectora. Se me hace difícil imaginarme organizaciones tan llenas de recursos económicos tratando con Pincho. Pero es una posibilidad que no puede dejarse de lado. Criar perros es lento, y muy caro. Quizás de vez en cuando necesitan un proveedor externo, por llamarlo de alguna manera.

Cabeceamos todos con resignación.

—¿Algún otro descarte, doctor Castillo?

—Sí, descarte usted esta empresa también. Encargan sus experimentos a la Universidad. Es decir que, de vez en cuando, trabajamos para ellos. Es una cooperación de la que la cátedra obtiene buenos dividendos.

Pues aquello era todo, y no era poco. Seis menos tres daban tres, una reducción considerable. Tres órdenes de registro nos permitirían el acceso a los centros. Una vez allí sería necesario revisar las jaulas, hacer una fotocopia de la contabilidad que registraba el movimiento de los perros, y cotejarla con el número de experimentos llevados a cabo.

—¿No le parece terrible que el corazón del cerdo sea parecido al del hombre? —preguntó Garzón ya en el coche, pero yo no tenía la mente para filosofar.

—¿Qué le ha dicho el sargento Pinilla?

—Creemos que somos gran cosa...

—¿Se puede saber qué le ha dicho Pinilla?

—¡Ah, sí!, me ha dicho que investigará muy a fondo, pero se ha puesto hecho una furia.

—¿Por qué?

—Dice que él pondría la mano en el fuego por todos sus hombres, que seguro que no hay nadie corrupto en la Guardia Urbana.

—¡Joder, ya empezamos con corporativismos!

—¡El corazón!, que justamente es como una especie de alma... seguro que tenemos el cerebro igualito que un mono.

Comprendí que Garzón había caído en una de sus típicas simas reflexivas y lo dejé en paz.

Una vez en casa recibí el cariño de
Espanto
y la bendición de un whisky bien cargado. No me hubiera resultado justo pedir más. Como mínimo, siguiendo aquella línea de investigación nos alejábamos de la cutrez de los pisos pirata para inmigrantes. Subíamos en la escala social hasta la todopoderosa industria farmacéutica. Y sin embargo, ¿no eran demasiados escalones de un golpe?, ¿cómo había conseguido escalarlos Lucena? Había alguna pieza que seguía sin encajar. De cualquier modo, resultaba reconfortante dar por fin la espalda a los perros universitarios. ¿Nos pondrían los laboratorios privados tantas dificultades como Castillo había anunciado? A lo mejor llegábamos a sentirnos como esos detectives de película enfrentados en solitario con poderosas organizaciones financieras que esconden oscuros manejos.
Espanto
estaba mirándome desde el suelo. Me fijé en la fealdad de su morro, en la dentellada que desfiguraba su oreja. No, probablemente haría mucho mejor en volver a los componentes básicos de la historia: un ladrón de perros callejeros y un asesinato a golpes, ésa era la verdad. Nada de multinacionales o grandes jugadas.

Llamé a la pensión del subinspector porque no habíamos determinado una hora de encuentro para el día siguiente. Su patrona me informó de que había salido a cenar. Era evidente que su desencanto por el corazón de cerdo no le había impedido el avance en asuntos amorosos.

Las compañías constructoras y las farmacéuticas deben de ser dos de los sectores empresariales que mueven mayor volumen de dinero en España. O al menos eso pensé cuando acudimos al primer laboratorio. Asepsia y prosperidad eran dos conceptos que casaban perfectamente en aquel marco.

Un médico joven, con impecable pelo cortado a navaja y gafas de montura dorada, nos acompañó a ver todas las instalaciones. Estaba tenso, pero cuando supo que investigábamos un asesinato, se tranquilizó. Un asesinato era algo que le caía lejos, un asunto de ficción. No hizo preguntas, se limitaba a mostrarnos todo cuanto queríamos ver como si fuéramos una visita escolar o un tour turístico.

Le pedimos que nos llevara a la perrera y lo hizo sin inmutarse. Era una sala muy amplia junto a una terraza. Al menos diez perros compartían el lugar limpio y bien arreglado. Se notaba que estaban alimentados y sanos, que su vida discurría plácidamente. La ignorancia de su cruel destino los hacía aparecer contentos y sosegados. Todos eran de la misma raza.

—¿Están aquí todos los perros que utilizan ustedes?

Por primera vez vi curiosidad en los ojos de nuestro anfitrión. Nos había mostrado amplios departamentos de Química, cadenas de producción mecanizada, gabinetes informáticos, complejos controles de calidad y por lo único que le preguntábamos era por los perros.

—¿Qué quiere decir?

Lo intenté de nuevo:

—¿No usan otro tipo de perros... quizás menos... selectos para experimentos de segundo orden?

Ahora sí que no entendía nada. Sonrió en estado de divertida fascinación. Me sentía cada vez más ridícula.

—¿De segundo orden?

—Verá, se me ocurre que quizás emplean ustedes tanta cantidad de perros, que recurrir siempre a su propio criadero sea complicado, demasiado costoso.

—¡Oh, no!, no siempre hay investigaciones en curso que requieran perros. Además, si de repente necesitáramos un ejemplar de determinada edad o características, acudiríamos a un criadero comercial.

—Pero en los criaderos sólo podrán ustedes comprar cachorros.

—Eventualmente pueden tener perros de más edad. De todas maneras les aseguro que estamos hablando de un caso hipotético. Desde que yo llevo trabajando aquí no se ha dado jamás.

—¿Y no utilizan perros callejeros para investigar? —soltó Garzón por las buenas.

Si aquel tipo había aguantado lo de «experimentos de segundo orden» con cierta compostura, no pudo hacer lo mismo con lo de «perros callejeros» de Garzón. Soltó una risotada briosa, seca, restallante.

—¿De verdad les parece que entran perros callejeros en este lugar? —dijo al recomponerse.

Lo atajé con frialdad:

—Necesitamos fotocopias de toda la contabilidad que genera la perrera y una lista con el número de perros que han sido sacrificados en los últimos dos años.

Como ya se había resignado a no enterarse de nada, hizo un cortés gesto de asentimiento.

—Siéntense, por favor. Volveré enseguida.

Nos dejó instalados en una salita decorada sobre beige.

—¡Valiente capullo! —exclamé en cuanto hubo desaparecido—. ¿Pero no lo ha oído, Garzón?, ¿perros callejeros aquí?, sólo le faltaba decir: «los únicos son ustedes».

—Vamos, inspectora. Realmente este lugar no recuerda el ambiente de Ignacio Lucena Pastor.

—¡Hasta los más altos árboles necesitan abono para crecer!

—¿Por qué está tan agresiva?

—¿Y usted por qué está tan beatífico? ¿Qué le ocurre de pronto, la vida es bella?

Volvió el tipo estirado con un pliego de fotocopias y nos las tendió.

—¿Violarían su secreto profesional si me dijeran cómo ha ocurrido ese asesinato que investigan?

Sentí llegada la oportunidad de una pequeña venganza.

—Es un asunto de perros callejeros, no creo que le interese.

Ignoro si aquel pavo presuntuoso se dio por enterado de mi intempestiva reivindicación social, pero al menos salí de aquel lugar con la sensación de haber hecho algo por la igualdad canina. Garzón no se explicaba mi arrebato, y me hubiera jugado cualquier cosa a que lo atribuía a pura tensión premenstrual. Sin embargo, era algo mucho menos específico: estaba convencida de que nos hallábamos corriendo tras el señuelo mientras la auténtica liebre campaba libre por otra parte.

Al día siguiente una visita parecida a la anterior acabó de confirmarme en mi humor funesto. Fuimos recibidos, conducidos e ilustrados sobre las actividades de un segundo laboratorio absolutamente inmaculado. Nada hacía pensar en operaciones delictivas, ni en perros arrebatados a la perrera municipal. También allí tenían sus propios animales, todos con raza y pedigrí, todos vacunados, todos desparasitados, todos viviendo felices hasta que se produjera su despanzurramiento en aras de la Ciencia.

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