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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Día de perros (7 page)

BOOK: Día de perros
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Silbó. Estaba reproduciendo paso a paso una de las típicas reacciones de quien se entera de tu condición de policía.

—¿En qué puedo ayudar a la ley?

Me armé de paciencia.

—Esta mañana hemos llevado a mi perro hasta el lugar donde se cometió un delito, con la esperanza de que encontrara el rastro de algo conocido. Y... en efecto, ha seguido un camino. Hemos ido tras él y... bueno, ahora empieza la duda, nos ha llevado hasta un solar donde hay un campo de entrenamiento y un buen montón de perros. Dime, ¿crees que es significativo que nos condujera hasta allí, quiere eso decir que estaba familiarizado con la ruta, o se limitó a oler a los otros perros en la distancia y fue encaminándose hacia ellos?

Se rascó el pelo trigueño, brillante. Estaba serio y pensativo. Abrió la boca para expresar una duda inicial. No era atractivo, ni resultón, ni bien parecido; era guapo, guapo medular, guapo hasta los tuétanos.

—¿A qué distancia estabais de ese centro?

—¡Oh, bueno! No sé, dos largas calles, una de ellas formando ángulo.

—Verás, es bastante difícil asegurarlo, cualquiera de las dos posibilidades es factible; de hecho, es muy fácil que haya predominado el olor de los otros perros pero... no me atrevo a decirte nada definitivo, no soy un experto en perros.

—¡Pero eres veterinario!

—Sí, conozco la anatomía del animal, sus hábitos, las circunstancias de su reproducción y todo lo relacionado con sus dolencias. Pero los perros son mucho más que eso, ¿sabías que en Estados Unidos hay incluso psiquiatras caninos? Se trata de un animal complejo, no en balde ha sido durante toda la Historia el compañero del hombre; se le han contagiado nuestras neurosis y manías.

Cuando sonreía, el espectáculo de sus labios carnosos y dientes blancos era casi insoportable.

—Entonces será mejor que recurra a la sección de perros que tenemos en la policía.

Volvió a rascarse el pelo llevándome esta vez casi hasta el delirio.

—No sé si es lo indicado. Seguro que en esa sección tendrán noción sólo de entrenamiento, no de comportamiento. Es demasiado restrictivo. Además, casi siempre suelen ceñirse a una raza: el pastor alemán.

Se levantó y fue hacia un fichero. Rebuscó. Tenía un occipital propio de la más clásica estatua griega.

—Lo que voy a hacer es darte la dirección del mejor experto canino de la ciudad. Tiene una tienda dedicada en exclusiva a libros de animales y lo sabe todo sobre perros, todo.

Sacó un tarjetón azul y copió los datos en una de sus recetas.

—El nombre de la tienda es Bestiarium y ella se llama Ángela Chamorro.

—¿Una mujer? —pregunté.

—¿Te sorprende? —regresó a la ironía.

—En absoluto.

¡En absoluto! ¿Era aquello una fina respuesta, algo que se pareciera a un rasgo ingenioso, a una carambola verbal? ¿Dónde había dejado mi mordacidad característica para con el otro sexo? Siempre me ocurría lo mismo: cuando iba de Diana Cazadora, que era justo cuando más falta me hacían los dardos, solía quedarme con el carcaj vacío.

Le di las gracias y empecé a despedirme. Puede que aquella experta fuera providencial para la investigación, pero resultaba un escollo para mí. Ahora ya no tendría libertad para acercarme a aquel bombón con la excusa de hacerle preguntas técnicas. Por fortuna aún contaba con
Espanto;
sería menester inventarse alguna enfermedad benigna pero insidiosa para mi perro, aunque fuera una pequeña fobia psicológica copiada de los chuchos americanos.

De pronto, oí su voz detrás de mí.

—Petra, ¿qué te parece si continuamos con aquella copa que quedó en el aire?

—¿Sigue apeteciéndote beber conmigo ahora que sabes que soy policía?

—Me apetece saber con quién estoy bebiendo, y ahora sí lo sé. Cerraré la tienda a las ocho.

—Pasaré a recogerte.

También jugaba duro. ¡Naturalmente que sí! ¿O es que acaso creí que había sido casual el que se presentara el otro día en mi casa para traer él mismo las compras? Aquel tipo era terrible, había estado a punto de hacerme creer que era yo la arquera invencible cuando en realidad estaba actuando como cervatilla despistada. Y no hay nada que me fastidie más en esta vida que representar ese papel. Pero la partida cinegética no había hecho más que empezar, de modo que ya veríamos quién sería el primero en cobrar la pieza.

A las dos horas en punto de haber dejado a Garzón a merced de aquella domadora de fieras, volví a comisaría y me quedé esperándole. Se retrasó más de 30 minutos, cosa insólita en él. Al cabo de este tiempo apareció contento y pimpante, apestando a cerveza como un minero gales.

—No sabe lo fascinante que puede llegar a ser el mundo de los perros, Petra —soltó por las buenas—. Y no se imagina hasta qué punto Valentina es capaz de dominar a esos bichos.

—¿Valentina?

—Sí, la entrenadora. Se llama Valentina Cortés.

—No parece haber tenido dificultades de relación.

—Bueno, es una mujer muy abierta y cordial. Naturalmente he estado sonsacándola. En principio no me parece que haya nada sospechoso. Creo que
Espanto
nos llevó hasta allí por casualidad.

—Tendremos que verificar si ésa es la única posibilidad.

—Como quiera, pero no creo que la mujer tenga nada que ver en el caso.

—¡Vaya, Garzón!, tal se diría que Valentina no sólo domestica perros, sino también policías.

Se mosqueó como en la época en que yo solía buscarle las cosquillas:

—Inspectora... no sé qué contestarle a eso sin faltarle al respeto.

—¡No se pique, amigo mío! —le dije dándole un par de sonoros mamporros en la hombrera—. Si quiere tener un buen motivo para estar de mal humor, enseguida voy a dárselo.

—¿Qué quiere decir?

—Que no tenemos tiempo para comer.

—¿Por qué?

—He hablado con nuestro hombre en el bar Las Fuentes. Después de una semana de espionaje, ha llegado a la conclusión de que sólo hay parroquianos habituales a la hora del café. Lo demás es gente de paso. Si alguien conocía a Lucena, ha de estar allí después del almuerzo, por lo visto esos clientes son de los que no fallan. De modo que hemos de ir a buscar a
Espanto
a mi casa, y llegar al bar no después de las tres y cuarto.

—¿Sigue empeñada en que ese maldito chucho haga de detective?

—¿«Maldito chucho»?, ¿no decía que los perros eran fascinantes?

Me acompañó de mala gana. Si había algo sagrado para Fermín Garzón, aparte del cumplimiento del deber, era la necesidad de alimentarse. Lo convencí diciéndole que podía pedir un bocadillo en el bar Las Fuentes, y en el coche lo distraje haciéndole preguntas sobre la entrenadora.

—Ya sabe, tiene su propio negocio con los perros. Sus padres eran payeses y vivían en el campo. A ella le gusta mucho el campo, me ha dicho que, cuando se retire, comprará con sus ahorros una finquita, es la ilusión de su vida. Nunca se ha casado. Vive sola en una casa pequeña, en Horta.

Evidentemente el interrogatorio había versado sobre la vida privada, o al menos ése era el tema que la interrogada prefirió tratar. En cualquier caso, tampoco Garzón hubiera podido hacerle preguntas sustanciosas sin que a ella le pareciera sospechoso.

Recogimos a
Espanto,
que investido ya de un cierto aire de perro policía responsable, no parecía acordarse de los contratiempos pasados durante la mañana. Llegamos al pringoso bar Las Fuentes justo cuando las vaharadas del aceite frito empezaban a mezclarse con las del café. Nuestro espía estaba en la barra, nos lanzó una mirada de connivencia. Sentí piedad por él. Una semana metido en semejante antro debía haber sido terrible.

El dueño miró a
Espanto
con mala cara, pero como seguramente nos recordaba, no se atrevió a echarnos. Nos sentamos en una mesa y pedimos café, Garzón un bocadillo de tortilla. En una mesa vecina había organizada una partida de dominó. Iban entrando hombres solos, algunos se saludaban, otros no.
Espanto
no hacía indicación de reconocerlos. Yo no le quitaba el ojo de encima al dueño, necesitaba advertir cualquier mueca o señal de aviso que pudiera hacer. El tipo estaba sereno, no nos prestaba atención. Malcarado y metódico, servía cafés y copas de brandy que olía a aguarrás. Garzón reclamó su tortilla inútilmente; la cocinera se había marchado ya. Una catástrofe. Pasó media hora que se me antojó eterna. El subinspector movía una pierna espasmódicamente como si siguiera el ritmo de una enloquecida orquesta de
dixieland. Espanto,
por el contrario, dormitaba tranquilo tumbado en aquel suelo lleno de colillas, bigotes de gamba y servilletas de papel. Le acaricié la cabeza para ver si se despabilaba. Me lameteó la mano, tierno. Fue entonces cuando erizó las orejas y, mirando hacia la puerta, se puso en pie. Movía el rabo y tiraba de la correa pugnando por marcharse. Lo solté. Ya cerca de la barra había un tipo que acababa de entrar.
Espanto
corrió hacia él, dando grititos, y apoyó las patas delanteras en una de sus piernas. El tipo lo saludó, sonrió y se dirigió al dueño del bar.

—¡Eh!, ¿qué hace éste aquí? —preguntó espontáneamente. Nada más haber hablado comprendió que algo iba mal y miró alrededor, inquieto. Garzón ya estaba a su lado.

—Somos policías —dijo—. ¿Conoce usted a este perro?

—No, no. No sé de quién es.

—Será mejor que no diga nada ahora y nos acompañe a comisaría.

No recuerdo qué protestas desarticuladas balcuceó, pero el subinspector le ordenó callar en voz baja y contundente. En comisaría dejamos a
Espanto
en el coche. Los guardias llevaron al hombre a un despacho. Garzón y yo parlamentamos a solas antes de interrogarlo.

—Si es mínimamente listo, por mucho que sepa no dirá nada. Dudo de que el testimonio de un perro tenga validez legal.

—¿Le hará ponerse en pelotas como hizo aquella vez con un sospechoso? —me preguntó.

—¡Ni hablar!

—¿Por qué?

—Es feo como un diablo.

Era tan horrible como Lucena, con un aspecto canallesco, granujiento, pobre, corrupto, desgastado, roto, derrotado. Y la prueba reina de su total marginalidad la proporcionaba el hecho de que, teniendo aquella pinta, se adornara. Llevaba pantalones de pana rojos y, cerrando el cuello de la camisa floreada, usaba un lazo de cuero pasado por una especie de medallón metálico, al modo de Búfalo Bill cuando se ponía de etiqueta. Dijo llamarse Salvador Vega, y empezó negando que conociera a Ignacio Lucena Pastor. Era débil y estaba asustado. Garzón enseguida se dio cuenta y decidió intimidarlo con su estilo más brutal.

—¿A qué te dedicas?

—A la artesanía.

—¿A la artesanía de qué?

—Hago palomas y pájaros de escayola. Algunos los pinto de colores y los vendo a las tiendas de baratillo, otros los dejo tal cual y me los compran en las tiendas de manualidades.

—¡Coño! —dijo Garzón—. ¿Usted cree, inspectora, que alguien puede ganarse la vida pintando palomas?

El tipo se puso nervioso.

—¡Les juro por Dios que es eso lo que hago! Si quieren los llevo a mi casa y les enseño el taller con los moldes de plástico y las figuritas. Me gano la vida así. No me falta dinero para vivir, pago el alquiler, las facturas, ¡hasta tengo una furgoneta para repartir el material! Vamos ahora mismo si no me creen.

Garzón se acercó violentamente a él, lo cogió por las solapas y lo atrajo hacia sí hasta que sus narices casi se tocaron.

—Oye, hijo de puta, yo no voy a creerme nada de lo que me digas si sigues negando que conoces a Lucena. ¡Tenemos testigos que dicen que lo conoces!

—¡Eso es mentira!

—¿Mentira? Te voy a asegurar una cosa: te has topado conmigo y a partir de ahora las cosas te van a ir mal, muy mal. Me encargaré personalmente de que te vayan mal. ¿Entiendes?

Intervine:

—Mira, yo sí creo que fabricas palomas de artesanía. ¿Y sabes por qué?, porque en casa de Lucena he visto dos, y apuesto algo a que son exactamente iguales que las que tú haces.

Se quedó un momento callado.

—Mucha gente compra mis palomas.

Garzón perdió los estribos. Se abalanzó sobre él y lo vapuleó cogiéndolo por un brazo. El hombre estaba aterrorizado. Me miró, implorante:

—¡Dígale que me deje!, ¡está loco!

—Mi compañero no está loco pero pierde la paciencia. Yo tengo algo más que él, aunque a este paso también la perderé. Hay un hombre muerto, no estamos para andarnos con bromas.

Se inmovilizó, los ojos desorbitados, la boca floja.

—¿Muerto? Yo no sabía que estaba muerto. En el bar me dijeron que estaba en el hospital, que la policía buscaba a alguien, a lo mejor a quien lo había puesto así, pero yo no sabía que estaba muerto.

—Entonces, ¿lo conocías? —pregunté.

Dejó caer la cabeza sobre el pecho, bajó la voz.

—Sí.

Garzón se lanzó sobre él, lo levantó de la silla cogiéndolo por la camisa, lo zarandeaba:

—¡Maldito cabrón, ahora resulta que lo conocías! ¡Eres una basura, mucho peor que una basura, eres sólo mierda! ¿Y no sabías que estaba muerto? ¿Esperas que te creamos ahora, hijoputa? ¡Seguramente fuiste tú quien lo mató! Si no me dices inmediatamente todo lo que sabes te rompo la boca, ¡te la rompo!

Yo estaba impresionada por la agresividad de Garzón. Sin duda el hambre estaba haciendo mella en él. Le puse la mano en el hombro para devolverlo un poco a la normalidad. Tampoco era cuestión de que se liara a tortas con el sospechoso.

—¿Erais amigos? —pregunté.

—No, amigos no, nos veíamos a veces, tomábamos una cerveza juntos. Me caía bien.

—¿En qué andaba metido Lucena?

—No lo sé, les aseguro que no lo sé. Sé que vivía solo, con ese perro asqueroso, pero si andaba metido en algo feo les juro que no me lo dijo. Hablábamos de fútbol.

Garzón dio un puñetazo en la mesa, el hombre se replegó como si el siguiente fuera a ir a parar a su cara.

—¿De fútbol, hijo de la gran puta?

Yo también pensé que iba a agredirlo. Musité:

—Tranquilo, subinspector, tranquilo.

Salvador Vega me miró, muerto de miedo.

—¡Dígale que no me haga daño! —imploró.

—Nadie va a hacerte daño, pero tienes que contarnos la verdad, contestar a lo que te preguntemos sin ocultar nada. ¿A qué se dedicaba Ignacio Lucena?

Se aflojó la corbata de Búfalo Bill, se desabrochó el primer botón de la camisa.

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