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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Día de perros (4 page)

BOOK: Día de perros
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—¡Oiga, Garzón! —llamé.

Pero mi compañero charlaba con el encargado, entre el estrépito.

—¡Eh, oigan! —casi chillé—. Paren, por favor; he cambiado de idea. Creo que voy a quedarme con el perro.

—¿Cómo? —inquirió el subinspector.

—Sí, sólo hasta que su dueño se recupere. En realidad, creo que volverá a ser necesario en la investigación. Total, puedo hacerle un sitio en el jardincillo de mi casa.

El encargado de la perrera me miraba, sonriendo comprensivo. No hizo ningún comentario. Se lo agradecí, sólo hubieran faltado sus subrayados para hacerme quedar frente a Garzón como una tonta sensiblera.

En el viaje de vuelta estuvimos mucho rato callados. Por fin, Garzón abrió fuego.

—Con todos los respetos, inspectora, y sin que sea asunto mío, pero apiadarse de todo no es bueno para un policía.

—Lo sé.

—Yo he visto muchas cosas en este mundo, ya se lo imagina. He visto cuadros que me han puesto las tripas revueltas: niños abandonados, suicidas colgados de una viga, putas jóvenes apaleadas... pues bien, siempre he procurado no compadecerme en exceso de nada. Es la manera de no acabar en un psiquiátrico.

—La mirada de esos perros me ha impresionado.

—No son más que perros.

—Pero nosotros somos personas.

—Está bien, inspectora, no me líe, usted ya sabe lo que quiero decir.

—Claro que lo sé, Garzón, y le agradezco sus intenciones, pero se trata de guardar al perro hasta que su dueño se recobre. Además, lo que he dicho sobre la posibilidad de ayudarnos en la investigación es completamente cierto, volveremos a utilizarlo.

—Pues si es como la primera vez, que Dios nos coja confesados.

—¿Por qué protesta siempre por todo? Le hago una proposición: si me lleva a mi casa le invito a un whisky.

El perro no pareció demasiado contrariado al ver su nuevo hogar; quizás evaluaba que se había librado de algo peor. Investigó las habitaciones, salió al jardín, y cuando le ofrecí agua y galletas no les hizo ascos. Garzón y yo bebimos un whisky con toda parsimonia, pendientes de las evoluciones del animal.

—Tendré que buscarle un nombre —dije.

—Llámele
Espanto...
—apuntó el subinspector—, con lo feo que es...

—No está mal pensado.

El recién bautizado se tumbó a mis pies, suspiró. Garzón también suspiró, encendió un cigarrillo, miró plácidamente al techo. Componíamos una escena sosegada tras las múltiples inquietudes del día. Me pregunté si sería verdad que aquellos ojos suyos de policía habían visto tantas atrocidades. Probablemente, sí.

2

Registramos a fondo el piso que Ignacio Lucena Pastor ocupaba en el barrio antiguo, un pequeño antro bastante miserable que aquel tipo no se había molestado en adecentar. Mesa y cuatro sillas, un televisor y un sofá a punto de enseñar las tripas eran el único mobiliario de la sala. Su dormitorio no resultaba mucho más acogedor; en él había un catre, una estantería con revistas y una especie de pupitre en cuyos cajones encontramos papel de cartas y un par de libros de contabilidad que Garzón tomó como prueba. Lo demás no parecía demasiado interesante, pocos objetos personales ofrecían pistas sobre sus costumbres o preferencias. Las revistas sí evidenciaban mínimamente sus gustos: semanarios de coches y motocicletas, algún magacín con chicas desnudas, y fascículos sueltos de tres enciclopedias: una sobre la Segunda Guerra Mundial, otra sobre perros de raza y una tercera de fotografía. El único adorno que poblaba el lugar eran un par de palomas de barro, muy toscas, que Lucena había colocado sobre su mesilla de noche.

—Si es verdad lo que usted piensa y traficaba con drogas, ¿no debería ser un poco más rico, Garzón?

—¡Bah, esos camellos de poca monta...!

—Pero la paliza que le dieron fue descomunal, ¿no le parece desproporcionada para un tipo que se ocupaba de cosas sin importancia? Eso no me cuadra bien.

—¿Calcula usted la fuerza cuando le arrea un palmetazo a un mosquito?

Lo que decía Garzón tenía sentido, pero los hechos, hasta los delictivos, tienden a la armonía, y había algo en aquella suposición que escapaba a una hipótesis bien estructurada. Una venganza tan fiera necesitaba un motivo poderoso.

Los cajones del escritorio estaban vacíos. ¿No guardaba nada aquel hombre?, ¿para qué demonios tenía entonces un escritorio?, ¿nada, ni un recibo de gas? Cabía la posibilidad de que alguien hubiera limpiado el piso después de pegarle, pero si lo había hecho, se ocupó después de restaurar el orden en la habitación.

Pasamos a interrogar a los vecinos. No nos recibieron con aplausos. Era la tercera vez que contestaban las mismas preguntas: ¿Conocía a Lucena?, ¿le había visto alguna vez?, ¿entraba y salía con frecuencia? Las respuestas se resumían en un «no» categórico. La fotografía que les mostrábamos, con el sujeto en la cama del hospital, no sólo era inútil para remover recuerdos, sino que resultaba lo suficientemente intranquilizadora como para cerrar a cal y canto las compuertas de la memoria. Para toda aquella gente Lucena nunca había existido. Tenían miedo, no de algo tangible y concreto, externo y real, sino de un todo fluctuante y etéreo, de la vida a secas. Experimentaban el miedo como una sustancia englobadora y absoluta, total. Era quizás lo único cierto que habían tenido siempre: miedo. Mujerucas olvidadas, jóvenes colgados, negros inmigrados ilegalmente, misérrimas familias árabes, bebedores sin trabajo y viejos con diez mil pesetas de pensión. No conocían a nadie ni nadie los conocía a ellos. Ni hablaban ni sonreían, cercanos a la animalidad a fuerza de verse privados de lo humano. Nada más alejado de aquellos seres recelosos que las alegres amas de casa que habíamos interrogado días atrás en el Carmelo. Felices mujeres que charlaban por los codos, limpiaban sus casas con productos que olían a pino, llevaban batas de colores vivos y tenían sobre el televisor una foto de su hijo cumpliendo el servicio militar. Era la distancia sustancial que separa al proletariado de la marginalidad.

Salimos de aquel inmueble cochambroso sin ningún resultado. Ignacio Lucena Pastor no era más que una sombra que había vivido allí utilizando su inmaterialidad para moverse entre los vivos. Cuando íbamos a cambiar de acera, alguien chistó desde el portal. Era una de las inquilinas que acabábamos de interrogar. La recordaba perfectamente, una mujer muy joven, sin duda marroquí, que había salido a abrir la puerta de su casa rodeada de un enjambre de críos. Nos hizo una señal para que nos acercáramos, ella no pensaba salir a la luz. Hablaba un español rudimentario, suave y rasgado como un suspiro.

—He visto dos veces a ese hombre en el mismo bar. Yo fuera en la calle, él dentro.

—¿En qué bar?

—Dos calles allá, a la derecha, bar Las Fuentes. Hay muchos hombres bebiendo.

—¿Estaba solo?

—No sé. Yo pasaba para comprar.

Sonreía a pesar del miedo. Tenía los ojos profundos y negros, muy bellos.

—¿Por qué no se lo dijo a la Guardia Urbana? —preguntó Garzón.

—Mi marido abría la puerta, yo no.

—Y su marido no quiere complicaciones, ¿es eso?

—Mi marido dice que no son nuestros problemas. Él es albañil, un buen trabajador, pero no quiere los problemas de los españoles.

—¿Usted no piensa lo mismo? —dije suavemente.

—Mis hijos ya son de este país, van a la escuela en este país. Es importante no hacer nada malo, no mentir.

—La comprendo muy bien.

—No digan que yo he hablado con ustedes.

—Le aseguro que nadie se enterará.

Sonrió. Apenas tendría veinticinco años. Se alejó en la oscuridad de la escalera.

—¡Vaya... —exclamó Garzón, satisfecho— una buena ciudadana!

—Sí, puede usted apostar a que este gran país le abrirá los brazos a sus hijos, los adoptará con cariño y les hará las cosas fáciles. De hecho ya ha empezado a darles la bienvenida, ¿ha visto en qué condiciones viven?

—Todo se andará, Petra.

—No lo jure sobre una Biblia.

Garzón cabeceó como un hombre razonable, paciente y ecuánime. La exposición de mis opiniones le parecía a menudo demasiado escorada hacia los extremos.

Por supuesto, el bar Las Fuentes; a aquellas alturas de mi vida ya hubiera debido comprender que en la biografía de todo español gravita un bar, igual que en la de los suecos subyace una casa con parquet. No importa la clase o las creencias, al final, en lo más profundo, se extiende ese terreno neutral y comunitario, sin culpa, donde uno da rienda suelta a las facetas más auténticas de su ego. Tal y como imaginaba, el bar Las Fuentes ocupaba los sótanos en la pirámide social de los bares patrios. Exuberante como una iglesia barroca, con su altar en forma de barra y sus vidrieras pintadas de mejillones y paellas amarillas, era aquel uno de los antros más cutres en los que jamás había puesto un pie. Varios feligreses vencidos hablaban a gritos frente a unos botellines de cerveza, mientras el sumo sacerdote fregaba vasos con estrépito.

Nos identificamos ante el dueño, le mostramos la foto de Lucena y, como pago recibimos, teñidas de desgana, las respuestas de rigor: no lo conocía, no lo había visto jamás. Tampoco un trío de clientes que jugaba a las cartas en un mugriento rincón.

—Pero tenemos entendido que suele venir por aquí.

—Pues lo tienen mal entendido. De los habituales no es, porque me acordaría. Ahora, si ha venido alguna vez suelta... por aquí pasa mucha gente.

No pudimos sacarle nada más. Era incluso posible que estuviera diciendo la verdad; que la mujer árabe hubiera visto a Lucena un par de veces no garantizaba que fuera un cliente cotidiano.

—¿Se ha fijado, Petra?, en las películas de detectives siempre se sabe quién está mintiendo. ¿Cómo lo harán?

—Lo que ya parece bastante claro es que este caso es una mierda, Garzón, cualquier avance va a costarnos un triunfo.

—Todos son así.

—¡Y semejante cutrerío!: un tipo hostiado en un callejón, pisos cochambrosos, inmigrantes ilegales, bares pestilentes... ¡vaya perla de la criminología que nos ha largado el comisario!

—¿Hubiera preferido otra cosa?... —se burló Garzón—, ¿una marquesa estrangulada en su palacete con una media de seda?, ¿un jeque árabe secuestrado?

—¡Váyase al carajo!

Oí de qué buena gana se reía detrás de mí. Pero llevaba razón. En la vida no hay caso fácil, ni virtud absoluta, ni mal que cien años dure; de modo que no teníamos más remedio que apechugar. Me volví:

—Ponga un hombre en ese bar. Que se pase ahí dentro las veinticuatro horas. Ya sabe, de incógnito, y con los oídos bien abiertos. Por lo menos durante una semana. ¡Y deje de cachondearse de sus superiores!

—¡Está usted de un humor horrible!, no todo es tan negativo. Hoy hemos encontrado a una mujer muy legal, la chica marroquí.

—No me la recuerde, me da pena pensar en la vida que debe de estar llevando.

—¿Otra vez con sus piedades?

Lo observé, estaba tan feliz, tan contento, como si fuéramos dos niños a la hora del recreo o dos mecanógrafos a la hora del café. Decidí devolverle la pelota.

—¿Sabe por qué me ocurre eso, Fermín? Porque últimamente suelo follar poquísimo.

Apartó inmediatamente la vista, se le congeló la sonrisa. Objetivo tocado.

—¡Joder, inspectora!

—Hablo en serio, eso es algo demostrado: cuando dejas de llevar una vida sexual activa, es cuando empiezas a sentir piedad por los débiles y desheredados. Por el contrario, si te dedicas intensamente al sexo, las desgracias ajenas te incumben mucho menos... es que ni las ves.

El subinspector miraba en todas direcciones, intentando disimular su embarazo. Seguía siendo tímido. Curioso, un pequeño topetazo a la estructura convencional del trato y las paredes de la amistad intersexos se tambalean como en un terremoto.

—Le recuerdo que soy una mujer dos veces divorciada; quiero decir que he conocido las delicias de una intimidad conyugal digamos... continuada. Y sin embargo, ahora todo eso ocurre tan a salto de mata...

Aquello era mucho más de lo que Garzón podía tolerarme, aun en razón de lo que él denominaba mi «natural originalidad». Se puso la gabardina y miró al cielo gris con interés de meteorólogo.

—Bueno, inspectora, ¿cree que lloverá? Será mejor que volvamos a comisaría a ver qué coño son esas libretas que hemos encontrado.

Tocado y hundido.

El inspector Patricio Sangüesa, especialista en delitos monetarios, echó una mirada a los libros de contabilidad de Lucena. Para empezar, no le llevó demasiado tiempo advertir que las libretas estaban numeradas: 1 y 2. Luego se abstrajo en aquellas páginas escritas con letra inculta. Las miraba y remiraba, volvía adelante y atrás, se masajeaba la barbilla a modo de filósofo socrático. Garzón y yo consumíamos cigarrillos en religioso silencio, cada vez más convencidos de que la desorientación que nuestro colega demostraba, era síntoma de algún pálpito sustancioso. Por fin abrió la boca:

—Esto es muy raro. Como ya podéis figuraros, ésta no es una contabilidad oficial o de uso mercantil. No hay menciones al IVA, ni nada que haga pensar en la actividad de un comercio o un taller. Se trata probablemente de algo de uso interno. Ahora bien, lo que me pregunto es ¿qué se está contabilizando? Los conceptos son extraños, las cifras también, hay plazos de tiempo que no tienen ningún sentido.

—¿Puedes ponernos un ejemplo?

—¡Cualquier página es un ejemplo! Mirad: «Rolly: cinco meses. De 5.000 a 10.000. Sux: 4 años. 7.000. Jar: 1 año. 6.000 menos gastos».

—Pueden ser putas —dijo Garzón.

—¿Contrata a una puta por cuatro años? No tiene sentido. ¡Y esos nombres!

—A lo mejor son seudónimos.

—No lo sé. Voy a pasarles las libretas a los hombres de mi equipo, las desbrozarán línea a línea y os diré lo que hay. No descartéis nada de momento.

Cogí un taxi y me dirigí a casa, era hora de ocuparse del perro. En cuanto abrí la puerta oí un ladrido agudo que me hizo presagiar lo peor; quizás a aquellas alturas todos mis muebles estaban destrozados. Al verme,
Espanto
se lanzó a dar saltos de derviche sufí en pleno éxtasis. Me amaba, ¿era aquello posible? Me reconocía como su salvadora y benefactora, me rendía sincero tributo de fidelidad eterna. Si llego a saber que la cosa era tan sencilla con un perro, me hubiera ahorrado un par de matrimonios. Fui a comprobar los desaguisados que hubiera podido cometer durante mi ausencia. Me tranquilicé: el nuevo inquilino había defecado en un rincón del jardín, y alfombras y mobiliario seguían intactos. «Muy bien», le dije suponiendo que eso era lo indicado, y le acaricié la cabeza deforme. Se esponjó de placer, con lo que aún parecía más feo.

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