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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Día de perros (2 page)

BOOK: Día de perros
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—¿Puede enseñarnos la ropa que llevaba?

Nos acompañó hasta un almacén que parecía una oficina de objetos perdidos. Las cosas de nuestro hombre estaban metidas en una bolsa de plástico a la que habían cosido un número. No había demasiado: un mugriento pantalón tejano, una camisa anaranjada con restos de sangre, una cazadora y una gruesa cadena de oro macizo. Los zapatos, unas zapatillas deportivas gastadas, ocupaban un envoltorio aparte. No llevaba calcetines.

—Esa joya ostentosa de tan mal gusto nos indica que estamos ante un hortera —dictaminé en plan esnob.

—Y que no le atacaron para robarle. Ese trasto debe de valer mucho dinero —añadió Garzón.

Me volví hacia la encargada del almacén:

—¿No llevaba nada en los bolsillos, algunas monedas, llaves?

Debió de parecerle una pregunta inconveniente, porque contestó de mal talante:

—Oiga, todo lo que llevaba encima lo tiene usted ante sus ojos. Aquí nadie toca nada.

Ya lo había comprobado mil veces. No rozar la susceptibilidad del currante hispano es más difícil que pasear junto a las cataratas del Niágara sin salpicarse.

Cruzando la salida de aquel palacio imperial en decadencia ya pudimos sacar nuestras primeras conclusiones. Aquel tipo era un lumpen. Quien le cascó no tenía interés en robarle, pero sí en vaciarle los bolsillos. O no quería que le identificáramos o andaba buscando algo concreto. El apaleado debía de estar metido en cosas feas porque, de lo contrario, y dada su pinta, no hubiera tenido dinero suficiente como para pagar aquel adorno de oro.

—¿Permite que le resuelva el caso, inspectora? —soltó de pronto Garzón.

—¡No se prive, querido amigo!

—Es evidente que se trata de una venganza, de un ajuste de cuentas. Y por el aspecto y las características del tipo no parece que nos movamos en altas finanzas mafiosas. No, apuntemos más bajo. Me jugaría algo a que son drogas, suele resultar lo más común. Este pobre desgraciado es un camello de tres al cuarto que metió la pata en algo. Le han dado un escarmiento y se les ha ido la mano. Un caso vulgar.

—Entonces lo más probable es que esté fichado —conjeturé.

—Si no como camello, estará fichado por algún pequeño delito sin importancia.

—¿Cuándo tendremos los resultados de las huellas?

—Esta tarde.

—Muy bien, subinspector, entonces, según usted, ya podemos cantar «caso cerrado».

—No se aclare aún la garganta. Si es como yo le digo, esa canción la cantarán otros. Los asuntos de drogas tienen su departamento, y ésos no dejan meter la cuchara a nadie. Echarán una ojeadilla y, si este tipo no está implicado en algo gordo, le darán carpetazo. ¡Al cuerno, un camellete menos en el amplio desierto!

Ni por un momento dudé de que llevara razón. Y no porque hubiera desarrollado una fe ciega en las condiciones polizónticas de mi compañero, sino porque sus suposiciones encadenadas sonaban bastante bien. También la última conclusión... ¿qué significaba para nadie un camello menos en el orbe? Ni aquél iba a pasar por el ojo de una aguja, ni un solo rico traficante más entraría en el reino de las Leyes. Quizás aquella misma tarde el caso ya estuviera fuera de nuestras manos.

—¿Y ahora?

—Ahora se impone una parada en el Carmelo, Petra. Inspeccionaremos la zona, hablaremos con los vecinos. Luego, desde el restaurante donde comamos, llamaremos por teléfono al laboratorio de huellas por si lo han identificado y tenemos que volver a preguntar. No se me ocurre más.

El Carmelo es un extraño barrio obrero de Barcelona. Abigarrado en una colina, sus calles estrechas hacen pensar en la estructura de un pueblo. A pesar de su extrema modestia, resulta más acogedor que esos descampados de las afueras donde bloques inmensos se alinean, ordenados y muertos, junto a las vías del tren o la autopista. No se veían restaurantes propiamente dichos, pero había muchos bares donde podíamos comer, todos de obreros, todos decorados con la inspiración casual de un dueño poco meticuloso, todos perfumados por el irrespirable aceite de los fritos. Le insinué a Garzón que podíamos contentarnos con un piscolabis tomado de pie en cualquier parte; pero él se revolvió como si le hubiera mentado Honor, Dios y Patria al mismo tiempo.

—Ya sabe usted que si no como algo caliente después me duele la cabeza.

—No he dicho nada, Fermín; comamos lo que usted quiera.

—Le gustarán estos bares, están llenos de trabajadores, son democráticos de verdad.

Dimos fe de democracia directamente experimentada en un bar de la calle Dante llamado El Barril. Las mesas en las que Garzón suspiraba por situarse no eran individuales sino colectivas. En ellas te sentabas, codo con codo, junto a una persona desconocida, exactamente igual que en los restaurantes recoletos del Barrio Latino.

La clientela entraba en bandadas, la mayor parte luciendo un mono de trabajo de diferente color según la ocupación. Se colocaban en lugares prefijados por la costumbre, y nos lanzaban un saludo como debían de hacer siempre con los no habituales.

Enseguida empezaron a aparecer platos de sopa, judías estofadas, ensaladillas rusas y coliflores al gratén. La algarabía general demostraba que la gente estaba bastante hambrienta y razonablemente feliz. Reían, se gastaban bromas de una mesa a otra y sólo de vez en cuando lanzaban miradas distraídas a una tele que atronaba inútilmente en un rincón.

La verdad es que resultaba un planteamiento simpático, incluso envidiable, que daba lugar a cierta camaradería gastronómica. Sin embargo, aquel pequeño paraíso solidario no parecía dedicado a todos por igual. Yo era la única mujer.

Garzón se había adaptado rápidamente al medio. Daba cuenta de su coliflor con buen apetito, echaba traguitos de vino, y cuando en la pantalla aparecieron las informaciones deportivas y todos se callaron un momento, él también se quedó hechizado frente a los goles y regates de balón. Luego, hasta se lió a hacer comentarios con un hombre fornido que tenía al lado, y estuvieron los dos de acuerdo en llamarle «bandido» a un entrenador. Le admiré sin limitaciones por su capacidad de sumarse al ambiente con tanta naturalidad.

Tomamos un buen café entre un montón de migajas y servilletas de papel estrujadas. Sólo cuando su afán de comer se había visto saciado, Garzón se levantó y fue a dar una vueltecilla preguntando a todo el mundo qué sabían sobre la agresión acontecida en el barrio. No obtuvo ningún resultado. Acto seguido, telefoneó al laboratorio de huellas dactilares. Volvió al cabo de un instante, sin ninguna expresión que pudiera orientarme ni de lejos.

—¡Hay que joderse! —exclamó.

—¿Qué ocurre?

—Ese tipo no estaba fichado.

—Lo había puesto usted demasiado sencillo. Además, ¿por qué no dudamos en considerarlo un delincuente? De momento, sólo es la víctima.

—Me extrañaría muchísimo que no fuera un hampón.

—Quizás es un malhechor que aún no ha sido fichado.

—Casi todos esos pequeños hijos de puta lo están, inspectora.

Salimos del bar rumbo al número 65 de la calle Llobregós. Más o menos a esa altura habían encontrado el cuerpo. Una primera mirada no reveló nada interesante: portales de viviendas, un zapatero remendón y, un poco más lejos, una bodega donde vendían vinos a granel. Todos los vecinos estaban informados del macabro hallazgo, pero tal y como habían declarado a la Guardia Urbana, nadie conocía al herido.

—Si hubiera vivido por aquí alguien lo sabría, en el barrio más o menos todos nos tenemos vistos.

Aun así, decidimos cerciorarnos y hacer otra ronda de interrogatorios entre el vecindario. En cuanto habíamos llamado a los pisos bajos, casi no era necesario seguir, las mujeres abrían las puertas, salían a los descansillos y a veces venían hasta donde estábamos para charlar y brindarnos su ayuda. Muchas de ellas llevaban batas de estar por casa, delantales o mandiles de cuerpo entero. Se mostraban excitadas y curiosas, pero también inquietas por si cosas parecidas empezaban a suceder en su tranquilo distrito. Reivindicaban sus orígenes con orgullo:

—Nosotros somos gente trabajadora. Aquí nunca ocurren delitos, ahora sólo nos faltaría que toda esa escoria viniera a pelearse a nuestras calles.

Estaba muy claro, si alguien hubiera tenido algún dato sobre aquel hombre, lo hubiera contado de buena gana. Sin embargo, por el deseo de ser exhaustivos y puntillosos, continuamos peinando aquella maldita calle durante tres días más. Sin ningún fruto. Nadie conocía al tipo, nadie lo vio esa noche, nadie oyó nada extraño en la madrugada del 17 de octubre. La posibilidad de que hubiera sido vapuleado en otro lugar y conducido después hasta allí parecía cada vez más verosímil. ¿Por qué precisamente allí? Ésa era una incógnita alrededor de la cual no convenía hacer demasiadas hipótesis. Se trataba de un lugar poco concurrido y mal iluminado por la noche, eso hubiera sido suficiente como para escogerlo.

Sólo después de tres días, tuvimos consciencia de haber perdido tres días, ¡y los primeros tres días!, que suelen considerarse decisivos para la resolución de cualquier caso. Durante ese tiempo pretendidamente de oro, acudíamos también a Valle Hebrón para saber si el paciente variaba de estado o si alguien lo había visitado. Pero no, aquel Bello Durmiente permanecía imperturbable y solo. Resultaba triste. Que alguien haya perdido a toda su familia en el transcurso de la vida parece comprensible, pero no tener ni un solo amigo que se preocupe por tu suerte es desalentador.

Solíamos ir a verlo al atardecer. A pesar de que la agresión estaba aún reciente, los hematomas de la cara habían empezado a difuminarse, de modo que sus rasgos se apreciaban con más claridad. Tenía algo de envilecido, de producto residual, quizás de sus propios excesos, un retrato cutre de Dorian Gray. Garzón miraba por la ventana, confraternizaba con los vejetes vecinos de cama y bajaba a la cafetería alguna vez. Yo pasaba el rato sin quitarle ojo al tipo, en perenne estado de fascinación.

—Va a cogerle usted cariño —me dijo un día el subinspector.

—Quizás sería el primero que tuviera en su vida.

Se encogió de hombros con un gesto duro.

—No se me ponga sentimental.

—¿Cómo es posible que nadie advierta que ha desaparecido?

—Cantidad de tipos desaparecen de la noche a la mañana sin que nadie se entere: viejos que la Urbana encuentra en sus camas apestando después de dos meses muertos, mendigos que palman en la boca del metro, tías locas que se pasan años en un psiquiátrico de la Beneficencia sin que les salga ni un pariente... ¡qué le voy a contar!

—De todas maneras siento por él un poco de pena. En este estado depende por completo de los demás y eso es terrible. Fíjese, las enfermeras no lo han afeitado, y el pelo teñido de panocha empieza a verse blanco en las raíces.

—¡Bah, para lo que se entera!

Con aquella exclamación vulgar Garzón cerró su turno de palabra. Era evidente que, como al resto del mundo, aquel tipo ni le importaba gran cosa, ni le inspiraba piedad.

De vuelta a comisaría nos esperaba una pequeña sorpresa. El sargento Pinilla, de la Policía Municipal, tenía algo que podía interesarnos. Los vecinos de un inmueble en Ciutat Vella los habían llamado porque, desde hacía justo tres días, un perro ladraba y lloraba, aparentemente solo, en uno de los pisos. Se presentaron allí con orden judicial, abrieron la puerta y encontraron al chucho solitario que se desesperaba, muerto de hambre y de sed. Los vecinos no sabían nada del inquilino que habitualmente vivía en el lugar; únicamente que era un hombre de mediana edad al que veían tan poco que ni siquiera podrían reconocer. Habían precintado el piso y trasladado el perro a un depósito municipal. Si en el plazo de dos días nadie lo reclamaba, pasaría a la perrera.

Pinilla estaba convencido de que esa vivienda podía pertenecer a nuestro hombre, de modo que estableció contacto con el dueño y nos lo puso en bandeja para un interrogatorio.

—De los vecinos no sacarán nada más, inspectora; aunque lo conocieran de toda la vida no se lo dirían. Es un barrio duro.

El sargento sabía perfectamente de lo que estaba hablando. Aun así, enviamos a alguien para que volviera a hacer preguntas mientras nosotros nos centrábamos en la presunta vivienda del durmiente.

El dueño del piso, que lo era a su vez de todo el inmueble, tenía una de las pintas más desagradables que yo podía recordar. Vestido con una cazadora de cuero tostado y luciendo anillos de oro en casi todos los dedos, no se molestó en sonreír, ni prácticamente en saludar.

—Ya les dije por teléfono a los de la Municipal que el control de mis fincas lo lleva la agencia Urbe.

—¿Nunca vio a su inquilino, ni siquiera cuando firmaron el contrato?

—No, fue la agencia quien hizo la gestión. Ellos encontraron al locatario, ellos le presentaron los documentos y ellos le cobraron el adelanto. Luego, me enviaron una fotocopia del contrato y una nota diciendo: Ignacio Lucena Pastor es su nuevo inquilino. No hay más.

—¿Cuánto hace de eso?

—Unos tres años.

Me fijé en que llevaba los zapatos rotos.

—¿Se recuperará? —preguntó.

—No lo sabemos.

—¿Podrían darme las señas de su familia?

—No tiene familia.

—¿Y a mí quién va a pagarme el alquiler mientras esté en el hospital? ¿No puedo al menos buscar otro inquilino?

—Ni pensarlo. El piso está precintado mientras dure la investigación.

—Oigan, saco cuatro duros de todos esos desgraciados que tengo ahí. Hay moros, negros, de todo; de vez en cuando echamos a alguno porque no paga. No se crean que soy un hombre rico, heredé esa mierda de edificio en esa mierda de barrio, pero no gano ni para comer. Si pudiera ya lo hubiera vendido.

—¿Pagaba Lucena puntualmente?

—Sí, todo iba demasiado bien, algo tenía que pasar.

—¿Sabe si andaba metido en algún asunto de drogas?

Se impacientó:

—Ya le he dicho que no sé nada, que no he visto a ese hombre en la vida. Es muy sencillo, a un tipo que tenía alquilado le han dado unas hostias, ¿correcto? Muy bien, de acuerdo, a lo mejor se dedicaba a vender droga, a lo mejor era chulo y otro chulo le ajustó las cuentas... puede ser cualquier cosa, ¿comprenden?, pero sea lo que sea yo nunca me enteré.

La agencia inmobiliaria Urbe parecía destinada a convertirse en el eslabón que determinaría si nuestro yacente era Ignacio Lucena Pastor. Una señorita nos informó de que el contrato del tal Lucena lo había gestionado una secretaria que ya no trabajaba allí.

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