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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Día de perros (9 page)

BOOK: Día de perros
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—¿Es algún estudiante? ¿Algún estudiante ha cometido un delito? Espero que no se trate de ningún asesinato, aunque pensándolo bien, cualquiera de mis alumnos podría ser un criminal.

Soltó una carcajada divertida. Le enseñamos la fotografía de Lucena.

—Se trata de este hombre. Según tenemos entendido, le proporcionaba perros para sus experimentos, doctor Castillo.

—¡Pero si es Pincho!, ¿quieren ustedes decir Pincho?, ¡pues claro que lo conozco! No he sabido nunca cómo se llamaba en realidad. Hace ya mucho tiempo que no viene por aquí. Es un tipo bajito, con una pinta curiosa, poco hablador. ¿Por qué está en una cama de hospital?

—Ya no está en una cama de hospital, está muerto. Lo han asesinado. Lo mataron a golpes hace unos días.

Se puso serio.

—¿A Pincho? ¡Dios, no tenía ni idea!

—Alguien nos dijo que se preciaba de ser su amigo.

Estaba impresionado, confuso.

—Bueno, mi amigo... cada vez que me traía un perro charlábamos un rato, tomábamos una cerveza en el bar. Sí, supongo que estaba muy ufano de tener ese contacto conmigo, todo daba a entender que era un hombre de un medio muy humilde.

—¿Utilizaba los perros para la experimentación?

—En realidad la Facultad cuenta con su propio criadero. Pero, eventualmente, podíamos comprar uno de esos perros para las prácticas de los internos. Eso ya ha dejado de hacerse por completo, pero en la época de Pincho aún era algo frecuente.

—¿Llegó usted a preguntarle alguna vez por el origen de esos perros?

—Pues no, la verdad.

—¿Podían proceder de robos?

—¡Ni hablar!, eran perros sin raza, sin ningún valor crematístico. Hay cientos de ellos en la perrera municipal. Si dejamos de utilizarlos fue por las malas condiciones que presentaban, muchos estaban enfermos, tenían parásitos, y de ninguno de ellos podía saberse la edad con certeza. Todo eso convertía los experimentos en poco fiables.

—Entonces, ¿por qué no se abastecían ustedes de la perrera?

—Pagando las vacunas y los papeleos legales resultaba mucho más caro. Además, Pincho los depositaba a domicilio, era una comodidad. El pobre necesitaba el dinero, y como hacía tanto tiempo que nos servía... Luego dejó de venir sin ninguna explicación.

—Doctor Castillo, ¿cree que podría usted recordar los nombres de algunos de aquellos perros que compró la Facultad? ¿Quizás los tiene apuntados?

—Si tenían nombre yo nunca quise saberlo. Investigar con perros no es agradable, ¿saben? Vengan, voy a enseñarles algo.

Nos llevó a una gran sala contigua, el laboratorio. Algunas personas con bata blanca se movían entre mostradores, aparatos médicos y material químico. El doctor Castillo se colocó frente a una camilla. Allí, despatarrado e inconsciente, yacía un perro mediano de piel clara con manchas doradas. Tenía la tráquea abierta y de la incisión sanguinolenta partía un grueso tubo que acababa en una especie de cardiógrafo. Hacía ruido al respirar. Los cables conectados a su cuerpo iban transmitiendo un esquema a un papel pautado. Era un espectáculo bastante desolador.

—¿Se dan cuenta por qué no es agradable? Después de la experiencia quedan completamente incapacitados. Les administramos una inyección letal. Al menos no sufren. Pero hay que tener valor para verlos cuando están vivos. Intentan jugar contigo, te lamen las manos... Cuando entran aquí se quedan silenciosos, inactivos, no hacen nada por huir o salvarse. Si los miras a los ojos comprendes que saben que van a morir.

—¡Es terrible! —exclamé, impresionada.

—¡Así se hace la Ciencia! Por eso no quiero saber nada de los perros hasta que están colocados en la mesa de operaciones y anestesiados, mucho menos sus nombres. Es Martín, el encargado de la perrera, quien se ocupa de ellos, quien los cría y alimenta, y mis ayudantes los preparan para la investigación. ¡Es uno de mis pocos privilegios de ser jefe!

—¿Podemos hablar con Martín?

—Es una buena idea, quizás sepa más cosas sobre Pincho. Era quien trataba con él, quien le pagaba, quien recibía los perros.

—Hay algo más que puede hacer por nosotros, doctor Castillo, ¿podría usted comprobar si alguna de estas cantidades corresponde a pagos que su departamento hizo a... Pincho?

—Miraremos en el ordenador. Acompáñenme.

Volvimos a su despacho. Nos mostró un ordenador, con gesto satisfecho.

—¡Fíjense qué trasto! Es lo último en informática. He tenido que pelearme con toda la administración universitaria para que me asignaran un presupuesto capaz de pagado. Pero es perfecto, como un servidor polivalente. Igual almacena información científica que lleva las cuentas del supermercado. ¡Y miren qué calidad de impresión!

Se inclinó sobre el teclado y escribió: «¡Viva la Pepa!». Garzón y yo nos miramos de soslayo con cierta sorpresa incrédula. Una enfermera que trajinaba con expedientes en un cajón captó nuestra mirada y sonrió. El subinspector sacó de su cartera la libreta número dos de Lucena y se la mostró a Castillo.

—¿No figuran fechas? —preguntó éste.

—No.

Echó una mirada a las cantidades, leyó en voz alta:

—Cincuenta mil, cuarenta mil... —empezó a negar con la cabeza—, no, no, ¡por Dios!, no hace falta ni pensarlo. Nunca pagamos tanto dinero a Pincho por esos perros.

—Está bien, probemos con estas otras cantidades.

Le alargó la libreta número uno.

—Diez mil, ocho mil quinientas..., sí, esto ya es más posible.

Manipuló el ordenador, buscó, y no tardó en localizar lo que queríamos. Todas las cantidades correspondían, efectivamente, a pagos realizados a Lucena por perros adquiridos. Allí sí había fechas. La última transacción databa de dos años atrás. Pedimos al cátedro que nos sacara una copia de aquella lista. Advertí que en ella faltaban las menciones a extrañas fracciones de tiempo que sí estaban en la contabilidad del muerto.

—Oiga, doctor, ¿se le ocurre a qué pueden referirse estas anotaciones: seis meses, dos años...?

—¿Eso?... —preguntó distraídamente—. Sí, claro, es la edad aproximada del perro.

Garzón se dio un sonoro golpe en la frente.

—¡La edad del perro! ¡Pues claro!

—Sólo la edad aproximada. Ya les he dicho que es interesante saberla para calcular las variables que puede tener el resultado del experimento. En estos casos no era exacta, aunque he de decir que Pincho sabía calcularla muy bien. Sin duda entendía de perros. ¡Pobre, qué final ha tenido!

Salió con paso semiatlético en busca del encargado de la perrera. Entonces la enfermera se acercó a nosotros y nos miró irónicamente.

—El doctor Castillo es una autoridad internacional en experimentación farmacológica, una eminencia reconocida que asiste a congresos en todo el mundo. Aunque ustedes ya saben que los hombres sabios suelen ser un poco excéntricos, ¿o quizás no lo saben?

Asentimos culpablemente, cogidos en falta por nuestra dichosa mirada. Después de ese discurso la enfermera desapareció. Garzón estaba demasiado alterado como para hacerle caso.

—¿Se da cuenta, inspectora?, ¡esas putas libretas ya no son tan misteriosas! Los nombres ridículos son de perro, las menciones de tiempo son las edades y las cantidades es lo que pagaron por ellos.

—Sólo una arroja luz sobre el tema, la otra sigue siendo oscura. De todas maneras, no se ponga contento demasiado pronto.

Entró un hombre mayor vestido con mono azul. Se le veía inseguro. También reconoció a Lucena como Pincho, y dijo no haberle preguntado nunca de dónde sacaba los perros. Estaba tan paralizado que Garzón se vio en la obligación de tranquilizarlo.

—Oiga, esto no es más que un interrogatorio normal como en cualquier investigación. No estamos acusándole de nada.

—Es que el doctor Castillo acaba de decirme que han matado a Pincho, y aunque yo no lo conociera de nada... no sé, muerto así... ¡Y no será que yo no vea a perros morirse!, pero una persona siempre impresiona más, ¿comprenden?

—Creo que sí —dije.

—Ese Pincho no debía de ser trigo limpio. Alguna vez se lo había dicho al doctor, pero como él es un santo de altar, tan bueno con todo el mundo, pues no quería privarlo de ganar unas pesetas.

—¿Por qué piensa que no era trigo limpio?

—No sé, por la pinta. Además, yo siempre estuve seguro de que tenía algún apaño raro con la Guardia Urbana o con los de la perrera. Es la única manera de que consiguiera tantos perros. No iba a ir cazándolos por la calle. Hubo una época en la que teníamos muchos alumnos internos y se necesitaban muchos perros. Pues bueno, ¡siete le pedías y siete te traía!, ya me dirá usted, tantas facilidades... uno llegaba a pensar mal.

—¿Se ponía en contacto con él en algún teléfono?

—No, venía siempre por aquí, como esto de los perros tampoco es de un día para otro...

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—¡Dejó de aparecer hace muchísimo tiempo! A veces lo habíamos comentado con los de aquí: «A este tío o le ha tocado la lotería o se ha muerto».

—¿No pensaron que podía haber encontrado trabajo?

—¿Trabajo? Mire, yo no sé casi nada, soy muy ignorante, pero en lo de localizar la vaguería nunca fallo, y créame, Pincho no era de los que trabajan.

Aquel sencillo currante con ojo clínico nos había mostrado un camino probable. Si Lucena conseguía todos los perros que le pedían, era obvio que tenía un sistema para obtenerlos. La deducción del hombre era evidente: contaba con un contacto corrupto, corrupción de menor cuantía, en la Guardia Urbana o en la perrera municipal. Lo que procedía era dar con él.

Garzón concedía más importancia al tema de las libretas contables, que en efecto tampoco era manco. El contenido de una de ellas había quedado completamente aclarado, nos ayudaba además a localizar los hechos temporalmente. La última fecha de venta de un perro a la cátedra databa de dos años atrás. Parecía pues evidente que, desde hacía dos años, Lucena ya no se había conformado con ganar diez mil pesetas por perro en la Facultad de Medicina. Pero su actividad no se detuvo ahí: teníamos la libreta número dos, que demostraba una prolongación de sus negocios. En ésta, las cantidades sufrían un incremento tan notable, que se hacía difícil inferir a qué se debía. Como decía Garzón, sin duda seguían siendo perros el objeto de las transacciones: parecidos nombres, parecidas edades junto a ellos... lo único que cambiaba era el montante del dinero.

—Quizás le pagaban más por hacer lo mismo en otra parte.

—¿Aportar perros para experimentación?

—Exacto. ¿Y dónde se hace investigación que no sea en la Universidad?

—En la industria farmacéutica, tal y como nos dijo Ángela Chamorro.

—¿Tanto paga la industria por unos cuantos perros callejeros?

—No sabemos a cuánto anda la carne de perro en el mercado negro.

Miré al subinspector con una cierta desesperación.

—¡Todo esto es tan macabro, y al mismo tiempo tan grotesco! ¿Se da cuenta de que estamos metidos en un asunto absurdo?

—Por ese asunto absurdo se cargaron a un tío.

—A un tío del que ni siquiera sabemos la identidad real.

—Ya lo dijo usted una vez, inspectora. La Historia no sabe quién era en realidad Shakespeare, pero escribía obras literarias. Bueno, pues puede que nosotros no sepamos quién fuera Lucena Pastor, pero traficaba con perros.

—¡Traficaba con perros, hay que joderse!

Garzón miró de pronto qué hora era.

—Me voy, Petra, tengo una cita para comer.

—¿De trabajo?

—No, privada. La veré en comisaría.

—Póngase en contacto con el sargento Pinilla en cuanto llegue. Dígale que investigue en la Urbana y en la perrera municipal. Es imprescindible averiguar quién le proporcionaba los perros a Lucena.

—Si es que ese alguien existe.

Lo miré, preocupada. Repetí gravemente:

—Si es que ese alguien existe.

Pensar que quizás iniciábamos un movimiento en sentido completamente equivocado era lo peor. Producía una sensación de estupidez, como un niño que, jugando al escondite, busca en el rincón opuesto a donde están sus compañeros riéndose. Encima, aquel maldito caso no suscitaba en mí ningún tipo de pasión, carecía de componentes emocionales. La víctima, insignificante, no ponía en funcionamiento los mecanismos de la justicia vengativa como lo habían hecho las chicas violadas de mi asunto anterior. De hecho, ni por un instante habíamos supuesto que Lucena fuera inocente. Desde el principio estuvimos convencidos de que, en cierto modo, él se había buscado la paliza que le costó la vida. Algo terrible si se piensa a fondo, porque lo único de lo que habíamos partido para llegar a esa conclusión era en realidad su aspecto, es decir, los indicios sociales que revelaba su aspecto. ¿Le hubiéramos atribuido culpabilidad de haber tenido la pulcra pinta de un ejecutivo? Pero Lucena era como uno de aquellos perros con los que comerciaba: sin raza, sin belleza, cambiados de nombre con cada dueño, reclamados por nadie cuando morían. Con la única diferencia de que los perros inspiraban piedad porque eran inocentes.

Y bien, ¿debía deprimirme por mi actuación hasta la fecha frente a aquel hombrecillo? ¿Era adecuado autocensurarme por no sentir deseos vehementes de aclarar su asesinato? Ya le había rendido homenaje llevándole su perro al cementerio, mucho más de lo que hubiera aprobado cualquier persona razonable. ¡Al infierno pues con Lucena!, haríamos lo que buenamente pudiéramos por cazar a su asesino, justo lo que nos dictara el ejercicio estricto del deber.

Como no tenía hambre, decidí llenar el descanso del mediodía saliendo a dar una vuelta con
Espanto.
Enseguida nuestros pasos se encaminaron hacia la tienda-consulta de Juan Monturiol. ¿Empezaba yo a transitar por rutas fijas como los animales, o era que, también como ellos, me dejaba llevar por los instintos? Paseamos en círculos alrededor del local; al fin y al cabo, a
Espanto
igual le daba. Por fin, a las dos menos cinco salió el dependiente y a las dos en punto lo hizo el propio Monturiol. Fui hacia él. Llevaba una chupa estilo comando que le favorecía. Levantó las manos al verme.

—¡Lo tengo todo en regla, inspectora, no soy culpable!

—Soy yo quien se siente culpable. Quiero disculparme por lo del otro día.

—No es la primera vez que me dan un plantón. ¿Estabas persiguiendo a un asesino?

—Aunque pueda sonarte a pitorreo, así es.

—Me choca que seas policía, no pretendía burlarme.

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