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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Día de perros (31 page)

BOOK: Día de perros
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—¿Se encuentra bien, Fermín?

—Sí.

—Espero que no esté bebiendo whisky como una bestia, me gustaría que mañana se presentara entero, hay mucho trabajo que hacer.

—Descuide, no estoy bebiendo.

—¿Necesita algo?

—No, Petra, gracias.

—Buenas noches entonces.

—Buenas noches.

Juan se me acercó por la espalda y me abrazó. Me di la vuelta y nos besamos.

—Creo que como recompensa a mi labor de detective aficionado bien merezco que me invites a cenar y luego...

—Lo siento, Juan, pero estoy preocupada por Garzón. Voy a ir a verle.

—Me ha parecido entender que estaba perfectamente.

—Nunca se sabe. Ha recibido un golpe muy fuerte y está solo. Mañana te llamo.

Bajó los ojos, sonrió.

—Haz lo que debas, inspectora.

Le di un beso al vuelo y me dirigí al apartamento del subinspector. Cuando éste abrió la puerta apenas dio síntomas de reconocerme.

—He venido para comprobar que no está usted bebiendo.

—Le dije que no estaba bebiendo.

—Bueno, pues en ese caso será mejor que lo haga, pero en compañía. ¿Tiene whisky?

Me dejó pasar. Como un autómata fue en busca de la bebida y sirvió dos vasos.

—¿Qué le parecen los resultados de Juan Monturiol? Impresionantes, ¿verdad? ¿Recuerda a los criadores de esas dos razas? En la visita al del stadforshire estuvimos a punto de morir, quizás...

—Ocurre una cosa, inspectora; resulta que no tengo ganas de hablar.

—Bueno, pues entonces veremos la televisión.

Pusimos un partido de fútbol del cual yo era incapaz de desentrañar ni la más mínima jugada. Lo veíamos en silencio, tragando un poco de whisky de vez en cuando. Afortunadamente los jugadores se peleaban entre sí y discutían con el árbitro; eso, que sí era comprensible, me proporcionó el suficiente entretenimiento como para aguantar hasta casi el final. Observé que Garzón daba cabezadas. Entonces me levanté y le dije en voz baja:

—Me marcho, Fermín, le veo mañana en comisaría.

Asintió sin moverse, sin romper aquella postura que al menos le había dado la suficiente tranquilidad como para dormir.

Toda la vida me había apetecido que me sucedieran cosas como las que les pasan a los detectives en las películas. Aquella noche, al volver a casa, por fin mi deseo se hizo realidad, pero, paradójicamente, no me gustó en absoluto. Encontré la puerta reventada. El salón estaba indescriptiblemente desordenado, habían sacado los libros de las estanterías, tirado los cojines al suelo, abierto los cajones. Corrí al dormitorio para encontrarme con una escena similar. De la mesilla de noche habían desaparecido las pocas joyas que tenía. Lancé mi bolso contra la cama. Menté a todos los demonios en voz alta.

De pronto, recordé a
Espanto
y me dio un vuelco el corazón. Empecé a llamarlo compulsivamente buscándolo por todas partes, pero
Espanto
no respondía. Llegué a la cocina y me costó abrir la puerta porque chocaba contra algo. Y sí, allí estaba, tras la puerta, hecho un ovillo peludo e inerte, muerto. Me arrodillé a su lado, casi no me atrevía a tocarlo. Lo hice con cuidado, casi con mimo. Se veía rígido y frío. Tenía sangre en la cabeza, debían de haberlo golpeado. Fui a buscar un cojín, coloqué a
Espanto
sobre él y lo llevé al salón. Me senté frente a su pequeño cadáver, compungida y cansada. Ahora sí, pensé, ahora ya han desaparecido de la Tierra los últimos vestigios de Ignacio Lucena Pastor. El pobre diablo y su perro feo. Una historia triste.

—Naturalmente no eran ladrones —le dije a Garzón, más sereno aquella mañana—. El robo de mis cuatro anillos casi sin valor ha sido un modo de encubrir lo que buscaban.

—¿Buscaban la libreta de Lucena?

—¡Hay que ser un auténtico aficionado para pensar que guardamos las pruebas de un caso en el cajón de la cómoda!

—Entonces lo que querían era cargarse a
Espanto.
Temían que volviera a prestarnos su mudo testimonio. Han visto a los policías de guardia en casa de Valentina y saben que no nos hemos tragado la historia de que fue
Morgana
quien la atacó. De paso han intentado encontrar algo en su casa.

—Es posible.

—Ahora que ya no tienen a Valentina para que les informe de nuestros movimientos, han de ir borrando posibles evidencias.

—Esto es angustioso, subinspector. Abordemos la recta final. Tenemos todas las cartas en la mano, empecemos a jugarlas con decisión de una vez. Es absurdo que hayamos pasado tanto tiempo pendientes de este maldito caso, es ridículo.

—El espionaje de Valentina nos impedía avanzar.

—No eche demasiadas culpas sobre Valentina, sólo las que le corresponden. Al fin y al cabo ha dado la vida por usted.

—¿Está segura de eso?

—Naturalmente, incluso empezó a actuar a nuestro favor. Ella dio el chivatazo a la poli aunque luego se arrepintiera y diera el contrachivatazo.

Garzón levantó un dedo en el aire severamente.

—¡Un momento, inspectora, un momento!, está usted pensando con precipitación con tal de consolarme y eso no conviene al caso.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Pero ¿no se da cuenta? Valentina no pudo dar ningún chivatazo porque, simplemente, a la hora en que se produjo la llamada a comisaría, ella estaba conmigo, en mi casa. Por supuesto eso le permitió enterarse de todo lo que me comunicaron, yo mismo se lo dije. En cuanto me largué, ella llamó a sus compinches y les avisó de que íbamos para allá. Esa es la explicación de que se hubieran pirado cuando llegamos. Lo suyo fue el contrachivatazo, no se olvide.

—¿Ha verificado las horas?

—Por supuesto que lo he hecho.

Me rasqué violentamente el flequillo en un gesto desesperado.

—Y entonces, Fermín, ¿quién cojones era la mujer que dio el soplo?

—Valentina no, puede estar segura.

—¿Y sus investigaciones en el entorno de Valentina? ¿Hay indicios de su familia, de amigos, del presunto amante?

—Nada. Valentina no tenía entorno, era un alma solitaria. Y no ha aparecido por ninguna parte la agenda que solía llevar en el bolso, quizás la perdió antes de morir.

—¿Es posible que una mujer tenga un amante durante años y no deje ni una huella en su vida?

—Si lo que me contó era cierto, debían llevarlo con discreción, él era casado.

—De acuerdo, pero ella no, bien podía tener en casa algún regalo, una sortija grabada, una fotografía... ¿no recuerda haberse fijado en alguna ocasión?

—Supongo que cuando yo llegaba quitaba de la vista cualquier cosa suya que pudiera tener, cuestión de buen gusto. A no ser que...

—A no ser que quien la mató, hubiera borrado escrupulosamente de la casa cualquier cosa que pudiera delatarlo, incluida la agenda. Tuvo tiempo para hacerlo.

—Eso significaría que quizás amante y cómplice eran la misma persona, suponiendo que ella no lo hubiera inventado.

—No sé por qué hubiera debido inventarse un amante.

—Para mantenerme alejado en lo amoroso.

—¡Pero no lo mantuvo alejado, ligó con usted!

—Eso es verdad.

—¿Tenemos algún hombre atendiendo el teléfono de Valentina?

—Sí, y no la ha llamado nadie.

—Eso es una prueba también. Su amante hubiera hecho por verla, a no ser que supiera que estaba muerta.

—Siempre suponiendo que exista el amante.

—Lo siento, subinspector, quizás sea doloroso para usted reconocerlo, pero mucho me temo que el amante existía. Estoy segura, yo también soy una mujer.

Bajó los ojos con aire abatido; él, obviamente, era un hombre, y reconocer un posible triunfo del oponente tocaba su moral. Salió de mi despacho cargando excesivamente las espaldas. Había envejecido varios años en los últimos dos días. La vida no es justa, pero pretender que lo sea es una ambición pasada de moda. Me pregunté si, a su edad, encontraría ánimos para superar aquello. Pero daba igual, con ánimos o sin ellos seguiría viviendo, todo el mundo sigue viviendo a pesar de las cicatrices, los cardenales, las marcas de golpes sin fin.

Telefoneé a Sánchez. El informe sobre el registro en casa de Valentina estaba listo. Habían sido encontradas minúsculas gotas de sangre sobre los muebles. Otras mayores fueron casi borradas con agua y jabón. Sin duda podíamos escribir en los papeles legales que Valentina Cortés había sido asesinada, y acusar formalmente a alguien de su muerte. Las sospechas se centraban de momento en los dos criadores. Llamaron a la puerta. El serenísimo guardia gallego entró a decirme que un hombre quería verme. ¿Un hombre?, quizás una confesión, quizás un testigo. Mi mente estaba acelerada por los últimos propósitos de impulsar el caso hacia su final, por eso no hubiera podido jamás ubicar el origen de aquel joven que me miraba con ojos redondos, moreno, un tanto chaparro, un poco abundante en carnes.

—Así que usted es la inspectora Delicado.

—Pues sí, usted dirá.

—Mi padre me habla a menudo de usted.

—¿Su padre?

—Soy Alfonso Garzón y acabo de llegar desde Nueva York.

Estoy segura de que la boca se me quedó ligeramente abierta. Lancé mi mirada sobre él con auténtica avidez, buscando detalles en su rostro. Sus ojos de expresión algo escéptica... y los lóbulos de las orejas a lo Buda sedente, ¿no eran aquéllos los lóbulos del subinspector? Carraspeó, incómodo.

—¡Naturalmente, qué tonta soy! Su padre se ha marchado hace un rato.

—Eso me han dicho, por eso he entrado a verla, en su casa tampoco está.

—Claro, claro que sí. Ahora mismo voy a pedir que nos traigan un café.

Pues sí, era verdad, Garzón se había reproducido, había alguien funcionando por el mundo salido de los curiosos genes de mi compañero. Las pestañas también eran las suyas, rígidas y caídas hacia abajo como tejas.

—Supongo que ya imagina a lo que vengo. Por cierto, ¿sabe usted cuándo es la ceremonia?

—¿Qué ceremonia?

—La boda de mi padre, he venido expresamente para conocer a su prometida. ¿No le ha dicho nada? Le avisé de mi llegada hace una semana.

Tragué el café como pude. ¿Por qué me caían a mí todos los muertos?

—Verá, Alfonso, lo cierto es que en los últimos dos días han sucedido muchas cosas; y tan graves que es posible que su padre se olvidara de que usted venía. Hubiera preferido que fuera él quien se lo comunicara, pero en fin, lo que ocurre es que la novia de su padre ha sido asesinada.

Su voz cobró un fuerte acento americano para casi gritar:

—¿Cómo, asesinada?

—Sí, salvajemente asesinada.

—¡Pero eso es imposible, mi padre me dijo que ella no era policía!

—Y no lo es, pero se ha visto envuelta en un caso; eso sí se lo explicará mejor su padre.

—¿Y por qué nadie me ha avisado?

—Bueno, su padre, como es lógico, está muy conmocionado.

—Pero he venido desde América, he dejado el hospital, tomado unos días de permiso en un momento en el que se me acumulaba el trabajo. He cancelado dos importantes conferencias en la Universidad...

—En cualquier caso yo me alegro de que haya venido. Su presencia animará al subinspector, se encuentra muy afectado moralmente.

—Sí, desde luego, eso sí.

Estaba contrariado como si alguien le hubiera birlado el taxi un día de lluvia, como si hubiera encontrado una cucaracha en la habitación de un lujoso hotel.

—¿Sabe qué haremos? Voy a pedir que alguien le lleve al apartamento de su padre y, mientras tanto, lo localizaré y le diré que se reúna inmediatamente con usted.

—O.K. —contestó como si aquello fuera un premio de consolación.

Lo vi desaparecer con alivio. No fue difícil localizar a Garzón. «¿Mi hijo? —preguntó como si le hablara de una extraña variedad de hormigas africanas—. ¡Lo había olvidado por completo!» Y bien, así estaban las cosas. De un modo providencial la llegada de Alfonso Garzón beneficiaba mis planes con respecto al caso. Estaba segura de que conseguiría mantener al subinspector más alejado de la investigación en un momento en el que lo que íbamos a necesitar era paciencia y astucia, dos cosas que el dolor y la personalización que hacía de aquel asunto mi compañero, no serían más que trabas a mi nueva estrategia.

Esta vez, el interrogatorio de los sospechosos se realizaría en las dependencias policiales. Ambos criadores serían requeridos por una patrulla en sus propias casas, y no en sus lugares de trabajo. Procuraríamos que todo fuera aparatoso e infamante. Los putearíamos todo lo posible, los retendríamos hasta el límite, que probablemente sería la intervención de algún abogado.

Interrogué a Pedro Costa, el criador de pastor alemán, sin la presencia de Garzón. Si aquel hombre había sido cómplice de Valentina Cortés, difícilmente podía representármelo como amante. Su cuerpo enjuto, casi ascético, no daba la cancha que parecía exigir tan magnífica jugadora, aunque nadie conoce la verdadera naturaleza de las mujeres y las hay que escogen amantes en plan maternal. Tampoco la actitud durante la sesión lo señaló como un hombre apasionado. A pesar de que lo acosé y le hablé con la mayor crudeza posible, no abandonó su aire monacal. Estaba resignado a seguir sufriendo molestias por nuestra parte y no pensaba rebelarse. Tal comportamiento podía interpretarse como expresa inocencia o como absoluta seguridad en su coartada. ¿Dónde estaba la noche en que asesinaron a Valentina? En su casa, durmiendo con su mujer. Ésta lo confirmó. Le dejé marchar. No teníamos pruebas concluyentes en su contra y me interesaba que saliera sin mácula de aquella visita. Me disculpé, lo sentía muchísimo, esta vez podía irse convencido de que no volveríamos a requerirlo más, todo había sido un embrollo momentáneo, una fatal equivocación.

Tal y como esperaba, conseguir que Garzón entendiera esta última parte al relatársela, me costó. Sus preguntas fueron seguidas por sus protestas. ¿De verdad pensaba que aquel hombre no podía ser culpable? No, aún no podía afirmarlo. ¿Y entonces, por qué le dejaba marchar entre mil excusas educadas? Que actuáramos con semejante guante blanco frente a quien podía ser el asesino de Valentina lo llenaba de rabia y desesperación, que era justo lo que yo temía. Gracias a ese modo de reaccionar me resultó completamente imposible que se quedara fuera del segundo interrogatorio. Lo cual, era evidente, no hacía sino complicarme las cosas.

La patrulla requirió a Augusto Ribas Solé en su casa, antes de que se fuera a trabajar y, como éste era mucho menos filosófico que el otro sospechoso, protestó en cuanto lo tuvimos delante. Como primer indicio de lo que iba a ser la cosa, Garzón le hizo callar con un violento chillido. Medié enseguida.

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