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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Día de perros (29 page)

BOOK: Día de perros
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—No sabe hasta qué punto me hago cargo.

Prefirió no indagar en mis invectivas irónicas y salió presuroso del despacho, probablemente encantado de poder compartir su trabajo con una experta tan idónea para sus intereses.

A las cuatro de esa misma tarde tenía sobre mi mesa las órdenes de registro. Cumplía bien sus obligaciones; Garzón el magnífico, a pesar de sus veleidades amatorias continuaba funcionando como un reloj suizo. Quedé de acuerdo con Juan Monturiol para ir juntos al criadero de pastor alemán. Fue un encuentro distendido, casi una excursión. Charlamos, comentamos y, una vez llegados al lugar, pude comprobar la emoción que sentía Juan al participar en un registro policial. El dueño era un hombre bastante mayor, apacible, que contradecía por completo el aforismo de que el dueño se parece a su perro. Él no tenía nada que ver con sus valientes pastores alemanes. Se tomó nuestra visita con tanta filosofía que incluso me preguntó por el subinspector Garzón, al que recordaba de la vez anterior. Si se trataba del culpable, había desarrollado una admirable capacidad de disimulo. Tampoco sus instalaciones parecían sospechosas: abrimos puertas, fisgamos detrás de las casetas, inspeccionamos hasta el último rincón. No existían habitaciones ocultas, ni rings que pudieran recordar a los de lucha. No había ningún animal aislado ni tratado de modo diferente. Juan iba acercándose a las perreras y observaba los perros con cuidado, las patas delanteras, el cuello... Me indicó que ésas solían ser las principales zonas atacadas en una pelea; las patas delanteras inmovilizan al contrario, el mordisco en el cuello puede causar la muerte inmediata. Había traído consigo una larga vara y a veces la introducía entre las rejas para hacer variar de posición al perro y poder examinarlo mejor. Inútilmente, porque el dictamen final fue negativo, ninguno de aquellos ejemplares presentaba indicios de haber luchado.

Para que el reconocimiento resultara exhaustivo, eché una ojeada más intimidatoria que experta sobre sus libros de contabilidad. Nada extraño apareció a primera vista. El criador nos miraba con resignación y curiosidad, pero no hizo preguntas. Sólo al final, perdida ya la timidez, se atrevió a comentar que nunca más daría parte a la policía cuando le desapareciera un perro. Juan cometió el error de preguntar por qué, y él contestó: «La policía siempre acaba tratándote como si fueras culpable de algo». Mi amigo quedó impresionado por esta frase, pero yo le advertí más tarde que era todo un clásico de repertorio, no exento de razón.

En el viaje de vuelta, la sensación de relajamiento y bienestar se hizo aún más envolvente. Juan descartaba las posibilidades de que el criador de pastor alemán fuera nuestro hombre, como si realmente trabajara en el caso. Hacía hipótesis, las sometía a preguntas de prueba que él mismo elaboraba. Lo miré sonriendo.

—A lo mejor se podía sacar de ti un buen policía.

—Te recuerdo que la paz y la tranquilidad son las cosas que considero más importantes en la vida.

—Pero puedes jugar a detectives de vez en cuando.

—Eso significa que vas a necesitarme mañana.

—Mucho me temo que sí. ¿Podrás arreglarlo? Aún tenemos un par de criadores que visitar.

—Lo arreglaré.

—¿Y ahora, puedes arreglarlo para cenar conmigo?

Me miró interrogante.

—¿Una cena sin prisas?

—Sí.

—Ya está arreglado.

Y cenamos en su casa, y después hicimos el amor mansa, cariñosamente. Quizás hay relaciones que es necesario cortar y reiniciar varias veces, pensé mientras me vestía con cuidado de no despertarlo, quizás en uno de esos comienzos se encuentra la vía adecuada.

Llegué a casa a las tres de la mañana. Oí los mensajes del contestador. Nada. Mi asistenta me había preparado verduras para cenar. Estaban frías como cadáveres sobre la mesa de la cocina.
Espanto
roía uno de esos falsos fémures fabricados con cartílago. Entusiasmado con su presa sintética ni siquiera se acercó a saludarme. Tomé un baño, me arranqué unos cuantos pelos de las cejas y cogí un libro con la sana intención de que el sueño me venciera realizando un acto cultural. Pero, transcurrido un instante, sonó el teléfono. Es Juan, pensé, uno de sus típicos detalles amorosos: «Ha sido maravilloso, te echo ya de menos». Pero era Garzón, a las tres de la mañana. Debía de tratarse de algo grave.

—¿Inspectora? Hay algo muy importante que debo comunicarle.

Sentí una punzada de ansiedad.

—¡El criador de stadforshire! —casi grité.

—No, no se trata de eso. Verá, es que preferiría ir un momento a su casa y decírselo personalmente. Ni siquiera he querido dejarle un mensaje en el contestador. Llevo toda la noche llamándola.

¿Qué otra cosa podía hacer sino decirle que viniera? Sin duda tenía algún dato tan crucial de la investigación que no se atrevía a comunicármelo por teléfono. Volví a vestirme someramente y miré si quedaba whisky en la despensa. Me senté a esperar al subinspector. Cuando le abrí la puerta enseguida comprendí que haber comprobado mis reservas de whisky había sido una precaución innecesaria: Garzón portaba en la mano, moviéndola eufóricamente, una botella de champán francés.

—Traiga un par de copas, inspectora, y perdone la intromisión, pero es que he querido que fuera usted la primera en saberlo.

Lo miré como una imbécil. Por fin él espetó:

—Valentina ha dicho sí.

Como me cogió desprevenida estuve a punto de peguntarle «sí ¿a qué?», pero enseguida caí en la cuenta de que hablaba del matrimonio. Lo único que se me ocurrió decirle fue:

—¡Eso es magnífico, Fermín!

Se coló en el salón y él mismo se hizo con las copas. Palmeó la cabeza de
Espanto
y abrió el champán como el más consumado
sommelier.
Brindamos.

—¡Por su felicidad! —exclamé sin saber si era lo adecuado. Él levantó el líquido en alto y luego se lo tragó de una tacada sin pestañear. Acto seguido nos sentamos y adoptó aires de confidencia.

—Por lo visto la cosa ha sido dura para ella, ¿sabe? El tipo ése, su amante, no la dejaba marchar así como así. La ha presionado durante estos últimos dos días, salvajemente. Ha llegado incluso a confesarle la existencia de Valentina a su mujer, diciéndole después que la abandonaba. Naturalmente era un elemento de chantaje frente a Valentina. El muy cabrón ha pasado años teniéndola de querida secreta y ahora le ofrece dejar a su mujer, casarse con ella en cuanto obtuviera el divorcio. Por supuesto que Valentina ha resistido como una jabata. «Ya es demasiado tarde —le soltó—. Has dado un disgusto inútil a tu mujer.» ¿Qué le parece? Menuda respuesta ¿eh?

—Buena.

—Por fin parece que el tipo se ha dado cuenta de que no había nada que hacer y va a dejarla en paz de una vez. En fin, ¿qué me dice, Petra?

—¡Qué le voy a decir!, todo es muy emocionante.

—Pues ahora viene lo realmente gordo. En realidad es para decirle eso por lo que me he permitido venir tan tarde.

—¡Arránquese, Fermín, me va a dar un infarto!

—En cuanto nos casemos voy a darme de baja en el servicio.

—¿Dejar la policía?

—Jubilación anticipada.

Me quedé estupefacta, sin habla.

—¿Está seguro de eso, Fermín?

—Verá, si juntamos los ahorros de Valentina con los míos, resulta que tenemos suficiente dinero como para comprar un terreno en el campo y construir la casa y la cañera que ella siempre ha deseado. ¿No es increíble?, ventajas del matrimonio. Así los dos podremos dedicarnos tranquilamente a la cría de perros y vivir en plena naturaleza. ¿Me imagina de granjero de chuchos, inspectora?

—No sé, Fermín, ¿lo ha pensado usted bien? Dejar la policía, cambiar de actividad a estas alturas... Para Valentina eso constituye el sueño de su vida, pero para usted...

Se puso serio, me miró intensamente.

—Estoy cansado, Petra, de verdad. Usted se metió en la policía porque necesitaba un cambio; siendo abogada podía haberse dedicado a cualquier cosa. Pero yo entré en el Cuerpo de jovencito sólo porque tenía que ganarme el pan. Llevo toda la vida en la calle y dígame, ¿qué hago yo a mi edad persiguiendo robaperros?

—Supongo que tiene usted todo el derecho a escoger.

—Es la primera vez en mi vida que escojo de verdad, y dos cosas importantes: mujer y trabajo. Le aseguro que me siento como un rey.

—Le deseo todo tipo de felicidad. ¡Su apartamento de soltero ha sido efímero después de todo!

—Pero muy importante. Me ha dado libertad e intimidad. Y eso se lo debo a usted.

—¡Pues págueme con otra copa de champán!

Bebimos y reímos, durante mucho rato. Nunca había visto a nadie tan contento. Sin duda iba a echar de menos al subinspector Garzón, su lealtad, su hambre lupina, el contorno abultado y jovial de su vientre. Lo había subestimado, quizás no era tan inmaduro como llegó a parecerme; había sabido encontrar lo que quería. Se marchó achispado y feliz, pimpante como un mariscal. ¿Guardaría algún pensamiento para Ángela en aquellos momentos? Desde luego que no. La felicidad amorosa vacuna contra recuerdos dolorosos. El valor de la compañía. Me senté, acaricié la cabeza de
Espanto
que se había dormido junto a su falso hueso. Cogí el teléfono y llamé a Juan. No me importaba despertarlo. Se asustó.

—¡Petra! ¿Qué ocurre?

—Nada, sólo quería saber cómo estás.

Tardó un poco en recuperar el habla, por fin lo hizo en un tono muy dulce.

—Estoy bien, querida, estoy bien.

Esperaba que aquella llamada le pareciera síntoma de un cambio esperanzador en mi personalidad.

El sueño de aquella noche o de lo que quedó de noche fue tan intenso que, aunque corto, resultó reparador. Desperté de un humor ufano y me metí enseguida en la ducha. Al salir, mientras me secaba, oí el teléfono sonando en el salón. Cinco minutos antes hubiera sido peor, pensé. Me apresuré, una llamada tan temprana sólo podía proceder de comisaría. Así era, reconocí enseguida el inconfundible acento gallego de Julio Domínguez, un joven guardia recién destinado a Barcelona.

—Inspectora Delicado, la llamo cumpliendo una orden del inspector Sánchez.

—Dígame, le escucho.

—Es que han encontrado a una mujer muerta.

—¿Y bien?

—Pues es que el inspector Sánchez me ha dicho que la mujer, la mujer muerta, llevaba al cuello una medalla, o algo así, con la foto del subinspector Garzón.

Mi respiración se hizo fatigosa, me mareé levemente.

—¿Rubia o morena?

—¿Cómo?

—La mujer, ¿es rubia o morena?

—No lo sé, inspectora, sólo me han dicho lo que le he contado.

—¿Dónde la han hallado?

—En el patio de su casa.

—¿Y dónde está su casa, por Dios Santo?

—Tampoco lo sé. Es que no he sido yo quien ha cogido el recado. Espere un momento, inspectora. Voy a investigar quién ha hablado con el inspector Sánchez y enseguida vuelvo a llamarla.

—¡Por todos los demonios, iré ahora mismo a comisaría, será más rápido!

Me vestí con las primeras prendas que mi mano topó en el armario. Las cremalleras se trababan y los botones se resistían. Olvidé pasarme un peine por el pelo y acariciar a
Espanto.
Mientras ponía en marcha el motor del coche, notaba la adrenalina fluyendo por mi cuerpo.

10

Sánchez estaba impresionado. Era un hombre maduro, veterano y encallecido, pero él mismo lo dijo: «En todos los años que llevo de servicio no había visto nada igual». Yo contaba con muchos menos, pero quizás tampoco llegara a presenciar nunca una escena que fuera comparable. En el suelo, desmadejado y roto como un trasto viejo, yacía el cadáver de Valentina Cortés. Las partes expuestas de su cuerpo estaban cubiertas de heridas violáceas. Tenía la cara llena de sangre y los ojos fruncidos en una mueca de dolor, ya eterna. Me arrodillé a su lado. Su hermoso cabello rubio se hallaba apelmazado en mechones por efecto de la coagulación de la sangre. Sánchez se acuclilló a mi altura.

—Es amiga de Fermín Garzón, ¿verdad?

—Sí.

—Lo imaginé enseguida, con esa medalla... por si acaso preferí llamarte a ti y que echaras un vistazo.

—¿Qué son esas heridas?

—Mordiscos. Al parecer la atacó su propio perro. Está ahí, metido en su caseta, atrincherado. En cuanto nos acercamos, ruge. No creo que salga, pero tengo a un guardia con la pistola preparada. Debe de ser un bicho de mucho cuidado.

—¿Has avisado al forense?

—Y al juez para que certifique la defunción. Hemos hecho un primer registro en el interior de la casa y no hay nada anormal. Se diría que la atacó aquí fuera, delante de la caseta porque estaba atado.

—¿Han oído algo los vecinos?

—Dicen que no.

—Entonces es raro, ¿no te parece?

—Depende de qué hora fuera; además, siendo su propio perro debió cogerla por sorpresa y no gritó.

—¿Por sorpresa con toda esa cantidad de mordeduras?

—No sabemos si la mató a la primera y siguió mordiendo después.

Me puse en pie. El dolor de cabeza había empezado a apretarme las sienes.

—¿Eran muy amigos Garzón y ella?

—Muy amigos, sí.

—¡Joder!, ¿y cómo piensas decírselo?

—¿He de decírselo yo?

—¡Mujer, trabaja contigo!

Llamé por teléfono al subinspector. Era la única alternativa que tenía y, además, era mi deber. Al menos, en la escena del suceso había más gente y cuando llegara, yo encontraría alguien que me ayudara a disminuir la tensión.

—¿Subinspector Garzón?

—Diga, inspectora. Perdone si me he retrasado, pero ya iba para comisaría.

—Garzón, ha pasado algo malo, quiero que me escuche y que conserve la serenidad.

—Joder, inspectora, no me asuste.

—Han encontrado muerta a Valentina en su casa, Fermín. Creen que fue
Morgana
quien la atacó repetidas veces hasta dejarla sin vida.

No hubo más que silencio del otro lado del auricular.

—Me ha entendido, ¿verdad?

—Sí.

—¿Se encuentra bien?

—Sí.

—¿Viene para acá?

—Sí.

Llegó el forense, y llegó el juez, y por último, sin corbata y con las faldas de la americana revoloteando al viento, llegó Garzón. Evité mirarlo a la cara, evité hablar con él. Vi desde cierta distancia cómo se acercaba al lugar donde estaba el cuerpo, cómo se agachaba y levantaba una esquina de la manta que lo cubría. Sánchez le daba todo tipo de explicaciones. Escuchaba muy quieto. Entonces me acerqué, le puse la mano en el hombro. Se volvió, me miró, su cara era de palo, sus ojos estaban vacíos de expresión.

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