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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Día de perros (33 page)

BOOK: Día de perros
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Empujó a uno de los guardias colocándolo frente a la mirilla y tras un instante, la puerta se abrió. Los guardias se precipitaron dentro, lo inmovilizaron, lo cachearon. Encendimos la luz del oscuro vestíbulo y por fin pude verlo. Era un hombrecillo enclenque, de quizás cuarenta años, piel blanca, rizos descuidados, con una horrible jeta cadavérica. Vestía camiseta de tirantes y téjanos arrugados.

—Oigan, yo no he hecho nada, debe ser una equivocación.

—Muy bien, enséñanos tu carnet de identidad.

—Lo tengo en el dormitorio. Estaba durmiendo, trabajo hasta tarde y...

—Ve a buscarlo.

Desapareció seguido de un guardia. El piso era pequeño, miserable. Ordené que empezaran a registrarlo. Volvió trayendo su carnet.

—Enrique Marzal. Chatarrero. ¿Es a eso a lo que te dedicas?

—Sí, comercio con hierros.

—Perfecto, vístete. Nos vamos a comisaría, allí hablaremos mejor.

—Pero bueno, ¿qué he dicho, qué he hecho, por qué tengo que ir?

Salí al descansillo, me escabullí hacia el portal. Necesitaba el aire de la calle, no podía soportar por más tiempo el hedor de comida rancia y colillas viejas, la mezcla sutil de la pobreza. Estaba alterada, molesta. Allí resaltaba la vileza del oficio, mirar con cara de asco a un hombre en camiseta, hablarle por las buenas de tú. Si hubiera tenido a mano una botella hubiera echado un trago para celebrar la indignidad.

En comisaría, Garzón se mostraba impaciente por interrogar al tipo. Vi en sus ojos la pasión de saber, parecida a cualquier otra pasión. Le advertí de mi táctica para hacerlo confesar. El hombre estaba asustado, quizás no era un delincuente habitual, sus huellas no figuraban en nuestros archivos. Comenzó mi compañero.

—De modo que recoges chatarra.

—Sí.

—¿Y qué haces con ella?

—La vendo, me la pagan y en paz.

—Bien, y de perros ¿qué?

Advertí una furtiva luz encenderse en sus ojos.

—¿Cómo dice?

—Empezaré por otra parte. ¿Sabes quién es Ignacio Lucena Pastor?

—No.

—Échale una ojeada a esta foto. ¿Lo reconoces?

—No, no sé quién es. ¿Qué le ha pasado, por qué está así?

—Ya no está de ninguna manera, se lo cargaron.

De su cara macilenta se escapó un poco más de color. Tomé el turno.

—¿Y Valentina Cortés, sabes quién es Valentina Cortés?

—No.

—Te lo explicaré. Era una mujer que se dedicaba a entrenar perros, rubia, muy guapa. Y digo «era» porque también murió. Destrozada por un perro amaestrado. Asesinada. ¿Me sigues?

—Oiga, ¿adónde quiere ir a parar?, no sé de qué me habla.

—Sí lo sabes. Alguien nos lo contó. Sabemos que estás en lo de los perros, y la persona que nos ha informado sobre ti se encuentra en la cárcel ya. Esa persona nos dio tu nombre y dirección y lo que es más interesante, ha jurado ante un juez que a esos dos muertos que no conoces te los has cargado justamente tú. De modo que será mejor que nos dejemos de disimulos.

—¡Hijo de puta! —exclamó. Se me aceleró el pulso, entrábamos en materia. Garzón dio un paso atrás, dejó de intervenir.

—Son dos asesinatos, muchacho, así que ya ves en la que estás metido.

Empezó a sudar, le temblaba la barbilla.

—Mire, yo no mataría ni a una mosca, créame. Les voy a contar... les voy a contar toda la verdad, todo lo que sé, se lo juro por Dios. ¿Matar yo?, una cosa es robar perros, que ni siquiera los trataba mal, créame, de verdad, que si a veces tenía que tenerlos un par de días en mi casa hasta me gastaba dinero para darles bien de comer. Me hacía su amigo, en serio, de verdad.

Se atropellaba, luchaba con el estrangulamiento de su garganta. Hubiera debido imaginarlo sólo con verlo: aquella escoria humana no podía ser otro que el ayudante y después sucesor de Ignacio Lucena.

—¿Cómo los robabais?

—Íbamos...

—¿Quiénes ibais?

—Lucena y yo.

—Entonces lo conocías.

—Sí, pero me dijeron que había dejado el negocio. No sabía que había muerto, de verdad.

—Sigue.

—Llegábamos a los criaderos por la noche. Saltábamos la tapia y él se ocupaba de entretener al perro guardián. Era un experto en hacerlo. Ni siquiera los tocaba. Se quedaba cerca de ellos, moviéndose despacio y los perros le ladraban pero no le atacaban. Decía que era porque podían notar que no les tenía miedo. Yo mientras tanto metía un perro en la jaula que llevábamos y después salíamos por donde habíamos llegado. Sin más.

—¿Quién te acompañaba cuando dejó de acudir Lucena?

—Mi cuñado, pero nunca les hacíamos daño, a mí me gustan los perros.

—Tampoco los querrías tanto cuando sabías que al entregarlos iban a ponerlos a pelear.

Se quedó un momento paralizado.

—¿A pelear?, ¡no sé de qué me habla, se lo juro por Dios! Yo me veía con el tío ése, le daba el perro, me pagaba y se acabó. Ni siquiera quiso decirme nunca su nombre, ni sé dónde vivía. Pero él sí tenía toda la información sobre mí, ahora comprendo para qué, ¡maldito cabrón! Oigan, se lo aseguro, les juro que...

Si no sabía su nombre iba a ser más complicado de lo que yo esperaba.

—No hables tanto. Escúchame y piensa lo que dices, ya ves que no es cosa de broma.

—Sí, pero me cree, ¿verdad? —Ya no sólo le temblaba la barbilla, su cuerpo entero se agitaba, cercano a la convulsión.

—Empiezo a creerte, tranquilízate. ¿A quién más has visto en esas entrevistas?

—¡A nadie, lo juro por Dios!... —Se quedó un momento indeciso—. Bueno, una vez también vi a la mujer rubia que usted dice, pero no le hablé. Ni siquiera sabía que la habían matado. ¡Lo juro por Dios!

—¿No lo leíste en los periódicos, ni lo viste en la televisión?

—¡Le juro que no!, yo voy a mis cosas. Si lo hubiera sabido me habría largado de casa o no habría vuelto a ver a ese tipo! No quiero verme mezclado en nada feo, no soy un criminal.

—Está bien, de acuerdo, deja de jurar, te creo. De modo que, habitualmente, te entrevistabas sólo con él.

—Sí, algunas veces venía con su mujer, pero tampoco me hablaba.

—¿Con su esposa quieres decir?

—Sí.

Mi tensión interior era tan fuerte que me palpitaban las sienes y me dolían las cervicales.

—Bien, bien, y ¿en qué coche iban?

—Nunca lo vi. Nos encontrábamos en una calle de la Sagrera, por la noche. Venían a pie. Debían de aparcar el coche lejos para que yo no lo viera. Ya le digo que no se fiaban de mí, querían tenerme fuera del rollo, por eso no sé nada, de verdad.

Fallada la estratagema del coche tenía que jugármela ya, correr ese riesgo terrible del cincuenta por ciento, apostar.

—¿Fue alguna vez con otro hombre algo mayor, bastante alto, delgado, el pelo largo, muy blanco?

Se quedó mirándome un momento, sin responder. Contuve la respiración, ¿habíamos llegado al final, se daría cuenta del engaño, de que estaba hablándole de farol, volveríamos atrás?

—No —contestó—. Nunca vi a ningún otro hombre, sólo estaba él.

Respiré hondo.

—Así que sólo te entrevistabas con Augusto Ribas.

—Ya le he dicho que no sé su nombre.

—¿Y pretendes decirme que no sabías que estaba haciendo algo ilegal un tío que ni siquiera quiere identificarse ante ti? ¿Por qué te fiaste de él, sólo porque tenía buena pinta, edad mediana, alto, corpulento, pelo bien cortado, bien vestido, sonrisa ancha?

—¡Pues sí!, por eso y porque me pagaba, ¿me entiende?, ¡yo qué podía saber que un tío así fuera un asesino!

Objetivo cumplido. Garzón se levantó bruscamente de la silla, ésta cayó al suelo. Salió corriendo del despacho. Fui tras él, lo alcancé en el pasillo.

—¿Adónde coño va?

—A detenerlo.

—Con calma, Garzón, no lo estropee; ya ve que las cosas van bien. Sigamos sin precipitación. Que los guardias los detengan a él y a su mujer. Que los separen inmediatamente en dos coches distintos, y que tampoco se vean en comisaría. Hágase con las órdenes de detención. Pregúntele a ese desgraciado de ahí dentro el nombre y dirección de su cuñado. Lo detienen. Y a él que le den un bocadillo y un paquete de tabaco, y manténgalo encerrado hasta que se haya producido la identificación, luego se lo mandamos al juez. Todo legal, por favor, no vayamos ahora a joderla por una cuestión de formas. —Lo miré gravemente a los ojos—. Y sin violencias. ¿Se encuentra bien, Fermín?

Suspiró, sonrió, se serenó.

—Ha estado cojonuda, Petra. Creí que me daba un infarto. Si llega a resultar el otro criador, ese mequetrefe se hubiera dado cuenta de que íbamos a ciegas.

—Pero ahora por fin está tranquilo, ¿o no?

—Estoy tranquilo, sí.

Siguió pasillo adelante, ya sin correr. Quizás él estuviera tranquilo, pero yo seguía temblando aún.

11

A Augusto Ribas lo detuvimos apenas una hora después en su criadero. No se resistió. Marzal lo identificó a través de una ventana, sin ser advertido. Dos horas más tarde, cuando por fin regresó de hacer las compras, detuvimos a su mujer. No pareció sorprendida ni tuvo reacción de rebeldía. A partir de ese momento yo dejé de comer. Me alimentaba de algún sándwich mal masticado y peor digerido, de alguna magdalena, de café. Mi mente se olvidó de mi cuerpo. No podía hacer otra cosa más que barajar locamente estrategias, pergeñar conjeturas, elaborar planes para el interrogatorio. Garzón estaba igual, salvo en que no perdió el apetito y toda su actividad cerebral se traducía en preguntas. Me atormentaba. Su movimiento incesante, su terrible inquietud me impedían pensar con un mínimo de serenidad. ¿A quién interrogaremos antes? ¿Cómo vamos a actuar? ¿Habrá careo entre Ribas y su mujer? ¿Será necesario enfrentarlos con Marzal? Volví a amonestarlo severamente.

—¡Basta, subinspector!, si no intenta tranquilizarse un poco lo relevaré ahora mismo del servicio.

Se calló, luego levantó sus ojos bovinos ahora llenos de nerviosismo.

—De acuerdo, pero prométame que me dejará darle una hostia a Ribas, una sola hostia, inspectora; eso me relajará. Le aseguro que no me cebaré, que esperaré hasta que usted me indique el momento adecuado. Una simple hostia no es demasiado pedir.

—¡Ha perdido usted el juicio, Garzón! Pero ¿no se da cuenta de que éstos son los momentos más comprometidos? Ese tipo aún puede escapársenos de entre las manos. Le advertí que no habría hostias en esta investigación y mantengo lo dicho. Usted verá, a la mínima le planto una sanción. Seré inflexible, se lo juro.

¡Era lo que me faltaba!, bregar con Garzón y sus instintos justicieros. Hubiera tenido que mandarlo a casa en aquel mismo instante, pero no tuve valor. Peor para mí, un jefe no debe tener compasión para con la amistad; y si es policía no debe tener amigos siquiera.

Interrogamos primero a la mujer de Ribas. Se llamaba Pilar y estaba en las antípodas físicas de su esposo. De pequeña estatura, tez pálida y pelo teñido de un rubio blanquecino resultaba poco atractiva, indefensa y nerviosa como la mascota de un escolar. Le temblaban las manos y, para ocultarlo, las mantenía cruzadas en el regazo con un gesto de fingida firmeza. El cuadro de ser desasistido se rompía cuando empezaba a hablar. Su voz era resuelta y sin fisuras, enérgica.

—Señora Ribas, ¿sabe por qué está aquí?

—No —respondió frunciendo la boca.

—Pero sí sabe por qué está aquí su esposo, ¿verdad?

Dudó un momento, hizo una extraña mueca, apretó imperceptiblemente los puños sobre la falda y dijo:

—Sí.

Asentí varias veces con la cabeza. La miré buscando sin éxito sus ojos.

—Bien, ése es un punto por el que empezar. Su marido se dedica a organizar peleas de perros clandestinas. ¿No es así?

—Sí.

—Y fue usted quien, anónimamente, nos dio hace un tiempo las claves para que pudiéramos irrumpir durante una de esas peleas en la Zona Franca, ¿cierto?

—Sí.

—Más recientemente volvió usted a delatar la organización de su marido.

—Sí.

—En la segunda llamada habló usted conmigo disimulando su voz.

—Sí.

—¿No podía venir a decírnoslo personalmente?

—¡Desde luego que no!

—¿Por qué?

Empezó a dar síntomas de impaciencia.

—¡Vaya pregunta!, no quería que mi marido supiera que había sido yo, ni quería que la policía me mezclara en sus asuntos.

—Pero usted estaba al corriente de esos asuntos.

—Él nunca me los ha ocultado. Tenía una idea general, pero nunca participé en sus cosas.

—¿Está segura, señora Ribas?

—¡Deje de llamarme así!, mi nombre es Pilar.

—De acuerdo, Pilar. Dígame una cosa, ¿sabía usted que su marido asesinó a un hombre?

Me miró con cara alarmada. Por primera vez sus manos abandonaron el regazo, se aferraron a los brazos del asiento.

—¡No! —dijo rotundamente.

—¿Llegó usted a conocer a Ignacio Lucena Pastor?

—No sé quién es.

—Pero sin embargo sí conocía a su sucesor Enrique Marzal lo suficiente como para denunciarlo.

—Sabía que ese Marzal andaba desde hace meses con mi marido, pero no sé qué hacía para él. Tomé su dirección de la agenda de Augusto y se la di a ustedes, eso es todo.

Saqué de un cajón la foto de Lucena, se la mostré.

—¿Sabe quién es?

Lo miró con cara contrariada.

—Sí, es Lolo. Vino alguna vez por mi casa. No intercambié ni dos palabras con él. Hace un tiempo dejó de aparecer.

—¿Y no le extrañó?

—¿Por qué iba a extrañarme? Mi marido anda con gente, a veces vienen por mi casa, yo les digo hola y adiós. Prefiero no saber.

—Pues a Lolo lo mataron a golpes. Tenemos motivos para pensar que fue su marido, y pensamos que quizás a usted haya que acusarla de complicidad.

Se tensó. Sus ojos mortecinos cobraron vida de repente.

—¿Cree que alguien que les da pistas dos veces por teléfono puede ser culpable de algo? ¿Por qué iba a acusarme a mí misma?

—No lo sé. ¿Por qué denunció a su marido, Pilar?

Quedó callada, balbuceó:

—Esa mujer...

Garzón se puso recto como si tuviera un resorte de alambre en la espalda.

—¿Qué mujer?

La interrogada lo miró con temor, me miró luego a mí. Sonreí como pude.

—¿A qué mujer se refiere? —pregunté con el tono más suave que conseguí encontrar.

—A esa mujer. Lo suyo hacía años que duraba, y yo nunca rechisté, aguantaba. Pero esa mujer era una fulana. Sabía que él estaba casado y aun así seguían viéndose. Tenían la excusa del negocio.

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