Read Diario de la guerra del cerdo Online

Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

Diario de la guerra del cerdo (17 page)

BOOK: Diario de la guerra del cerdo
6.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Lo malo es que no me sobra el tiempo y tengo ganas de ver también a Jimi —dijo Vidal.

—Yo quiero volver en seguida. Con poco oído y poca vista, de noche me agarran como quieren. No creas que tengo ganas de morir. Así que haces de cuenta que yo vuelvo a casita cuanto antes.

XXXVI

Sentado a la cabecera, con una hija de cada lado y otra enfrente, Leandro Rey concluía de comer y ofreció a los amigos la hospitalidad de su mesa. Vidal aceptó un cafecito; Dante, nada: el café le provocaba insomnio y toda bebida alcohólica, acidez. Preguntó Vidal:

—¿Soltaron a Jimi?

—En efecto —respondió Rey— pero aguarda. —Con voz autoritaria se dirigió a las hijas—: Limpiar esto de migas y dejarnos. Hemos de hablar entre hombres.

Las mujeres lo miraron con furia, pero obedecieron.

—La flauta —ponderó Dante, cuando estuvieron solos—. Y yo que me había formado el concepto de que eran tus hijas las que mandaban.

Rey contestó:

—Antes las dejaba hacer, pero ahora no levantan cabeza. Bueno fuera.

—En circunstancias como las actuales —insinuó Dante— ¿no resultaría más prudente seguir una política, llamémosla, de colaboracionismo?

Por toda respuesta Rey bramó. Vidal reiteró la pregunta:

—Entonces, ¿lo soltaron a Jimi?

—En la mañana de hoy regresó a la casa.

—Vamos a verlo.

—Por ahora, no. Yo no he de ir.

—¿Por qué?

—Hombre, por casi nada. Corre cierto rumor feo, auténticamente feo.

—¿Qué puede haber hecho para que no quieras verlo? Además che, qué importa. Acordate que Jimi es nuestro amigo.

—Arévalo también lo es —declaró Rey, solemnemente—. O lo era.

—¿Qué ha pasado?

—Parece que Jimi, para que lo soltaran, dijo a sus captores que Arévalo se juntaba con una menor, e indicó lugar y hora para sorprenderles. Jimi está en su casa y Arévalo en el Hospital Fernández. Como oyes.

—¿De dónde sacás todo eso?

—Antes de la cena, cuando estaba por cerrar, apareció en la panadería tu vecino Faber, que habló con Bogliolo. A este último el sobrino le refirió el asunto con pelos y señales.

—¿Y qué pasó?

—Nada. Si viene tan tarde no hay pan. Le dije que sólo quedaban caseritos.

—¿Qué le pasó a Arévalo?

—Hace tiempo que andaba con esa menor —acotó Dante. Vidal lo miró, desconcertado. Comentó:

—Siempre soy el último en enterarme. —Después dijo—: Con razón lo notaba limpio y hasta paquete. Ni siquiera tenía caspa.

—Una cáfila de cabrones le aguardaba a la salida del hotel Nilo —contó Rey—. La chiquilla se puso a gritar, desgañitada: ¡Me gustan los viejos! ¡Me gustan los viejos!

—Una provocación. A esa yo le pego cuatro balazos —declaró Dante, con ferocidad—. Es la única responsable.

—Qué va a ser —opinó Vidal.

—Dante, no digas pamplinas. Por fin oímos de una muchacha leal, dispuesta a morir por sus convicciones, y tú refunfuñas.

—Yo le saco el sombrero —dijo Vidal—. ¿Qué le hicieron a Arévalo?

—Le dejaron por muerto. Les propongo que pasemos por el Fernández y tratemos de averiguar cómo sigue.

—Chiquilina comprometedora —murmuró Dante.

—El tiempo no me sobra —previno Vidal—. Si vamos yendo, ¿qué les parece?

Ni bien dicha, la frase le pareció extremadamente mezquina. Desde luego para él nada era más importante que su obligación con Nélida, \1\2cómo hacerla valer en ese momento? Los amigos lo hubieran felicitado, hubieran envidiado su buena suerte, pero no hubieran aprobado que la tomara demasiado en serio, que la equiparara con un amigo de toda la vida.

Dante explicó:

—A mí me acompañan hasta casita. La verdad es que yo preferiría. No me hace ninguna gracia andar por las calles, de noche, en esta época. Lo digo en serio.

XXXVII

Conversando animadamente, Vidal y Rey traspusieron la puerta de la panadería y doblaron a la izquierda, por Salguero. Dante los miró con aire compungido, como chico a punto de llorar. Corrió hacia ellos, tomó de un brazo a Rey, suplicó:

—¿Por qué no me dejan en casa?

—Aparta —contestó Rey, sacudiendo el brazo, para agregar plácidamente—. Preguntaremos por Arévalo.

—No hables tan alto. Vas a llamar la atención. Por favor —dijo Dante.

—Nací en España —explicó Rey—, pero esta es mi ciudad.

—¿Y qué hay con eso? —dijo Dante.

—¿Cómo, qué hay con eso? Llevo más años en Buenos Aires que estos rapaces, de modo que no me desplazarán de lo que es mío.

—Perfecto —admitió Vidal—. Que te muestres belicoso con la muchachada, perfecto, \1\2no tomás a mal un parecer? Por cuentos de Botafogo yo no me pelearía con Jimi.

—Oye, tú: si oigo la palabra delación me enfado. Con alguna elocuencia preguntó Vidal:

—¿Quién te dice que no seas una simple víctima de nuevas tácticas del elemento joven, en este caso el sobrino de Botafogo, para sembrar la disención y la rencilla entre nosotros?

—Guerra psicológica —arguyó Dante.

—En la opinión de Dante hay visos de verosimilitud —concedió Rey—, pero así como así no he de perdonar a un delator.

Vidal adujo:

—¿Cómo te imaginas que por una promesa en el aire Jimi va a comprometer a un amigo?

—¿Promesa en el aire? —preguntó Rey.

—Por matar a Arévalo no tienen por qué soltar a Jimi.

—Jimi es capaz de todo. Recelosamente, Dante miró hacia atrás.

—Lo que me alarma —explicó— es el aspecto de la ciudad, igual a siempre, como si no pasara nada. Vidal comentó:

—Para tranquilizarte necesitarías una batalla.

—Ayer la hubo —aseguró Rey—. Por aquí cerca. Frente al hotel de Vilaseco. Forajidos de la Agrupación Juvenil se lanzaron al asalto. Mi paisano, secundado por el fiel Paco, resistió los embates. Cuando la rendición parecía inevitable, los defensores a puñetes acometieron y salvaron la ciudadela.

XXXVIII

Los tres amigos subieron la escalinata y entraron en el vestíbulo del Hospital Fernández. En la penumbra divisaron algo que de lejos les pareció una escultura, recubierta por una sábana. Rey se apartó unos pasos, para mirar.

—¿Qué es eso? —preguntó Dante.

—Un viejo —contestó Rey.

—¿Un viejo?

—Sí, un viejo, en una camilla.

—¿Qué está haciendo? —insistió Dante, sin acercarse.

—Creo que muere —contestó Rey.

—¿Para qué vinimos? —gimió Dante.

—Todos acabaremos en este u otro hospital —explicó Rey, afectuosamente—. Mejor acostumbrarse.

—Yo estoy cansado —protestó Dante—. Ustedes no se dan cuenta. Me siento muy viejo. La muerte de Néstor, ese ataque, porque sí en la Chacarita, ahora lo de Arévalo: todo me ha hecho mal. Tengo miedo. Me falta ánimo para resistir.

Se acercaron a un cuarto, con una ventanilla abierta sobre el vestíbulo.

—Quisiéramos preguntar por un señor. Le trajeron anoche —dijo Rey a un empleado— El señor Arévalo.

—¿Cuándo ingresó?

—Este ambiente no me gusta —declaró Dante, en voz alta. Vidal pensó: «Pobre diablo. Si le digo que lo dejamos, llora».

—Le trajeron anoche —dijo Rey.

—¿A qué sala?

—Eso no sabemos —contestó Vidal—. Fue víctima de una agresión.

Mientras tanto. Dante se refregaba la dentadura y se olía el dedo.

—¿Qué te pasa? —preguntó Vidal.

—Se te afloja, junta comida y jiede —explicó Dante—. Es verdad que vos también la tenés postiza. Ya verás.

—¿Familiares del accidentado? —preguntó un señor de escasa estatura, calvo, de cabeza redonda (que recordaba esas calabazas huecas, en que se recortan ojos, nariz y boca). En el bolsillo superior del guardapolvo llevaba la inscripción:
Dr. L. Cadelago
, bordada en hilo azul.

—Parientes, no —contestó Vidal—. Amigos. Amigos de toda la vida.

—Tanto da —contestó rápidamente el médico—. Vengan, subamos.

Habló Rey:

—Diga usted, doctor, ¿cómo se encuentra?

El médico se detuvo. Pareció absorto en sus pensamientos y, luego, perturbado por la pregunta. Dante inquirió con ansiedad mal reprimida:

—¿No ha pasado nada malo?

La cara del médico se ensombreció.

—¿Nada malo? No entiendo, ¿qué quiere decir con eso?

—Nuestro amigo Arévalo… ¿no falleció? —balbuceó Dante.

El médico declaró con grave pesadumbre:

—No, señor.

En un murmullo preguntó Vidal:

—¿Su estado es crítico?

El médico sonrió. Los amigos esperaron la buena noticia que los confortara.

—Efectivamente —afirmó el médico—. Es delicado.

—Qué desgracia —comentó Vidal.

Volvió a entristecerse el doctor Cadelago y dijo:

—Hoy disponemos de medios para hacer frente a estas situaciones.

—¿Pero, usted cree, doctor, que va a salvarse? —preguntó Vidal.

El médico explicó:

—En cuanto a eso, ningún profesional consciente de su responsabilidad lo diría nunca… —Agregó en tono ominoso—: Medios para controlar la situación existen. No hay duda de que existen.

De pronto Vidal entrevió el recuerdo de haber encontrado antes al doctor Cadelago, o a otra persona que sonreía porque estaba triste, o tal vez de haber soñado con alguno de esos encuentros.

Detrás del médico, que parecía agobiado, se encaminaron hacia el ascensor. Vidal susurró a Rey:

—No hay manera de entenderse con este tipo.

—¿Cómo ha de haberla si nosotros ignoramos de pe a pa la medicina? Oye, tú, has de cuenta que vivimos en otro mundo.

—Por suerte.

Pensó: «Uno está seguro en la vida, y aun en medio de la guerra supone que lo malo ha de ocurrir a los otros; pero basta que un amigo muera (o que nos anuncien que tal vez muera) para que todo se vuelva irreal». El aspecto de las cosas había cambiado, como en el teatro, cuando el iluminador gira un disco de vidrios de colores delante del foco de luz. El mismo doctor Cadelago, con esa discrepancia entre la expresión facial y las palabras, con su cabeza de calabaza hueca, en que se introduce una vela encendida para espantar de noche a los chicos, resultaba fantasmagórico. Vidal sintió que había desembocado en una pesadilla: mejor dicho: que estaba viviendo una pesadilla. «Existe Nélida», se dijo y, en seguida, se reanimó. Recapacitó luego: «Para mí, quién sabe». Abandonado a su abyección, Dante protestaba:

—Y ahora, ¿hasta cuándo nos quedamos? A mí no me gusta estar aquí. ¿Por qué no nos vamos de una vez?

Vidal pensó: «La verdad que está viejo». El proceso de envejecimiento se había acelerado y ya debía de quedar muy poco del amigo de antes; últimamente se había convertido en otra cosa, una cosa más bien ingrata, que uno seguía tratando por fidelidad al pasado.

Cuando entraron en el ascensor, interrogó el médico:

—¿Todos ustedes cumplieron ya sesenta años?

—Yo no —contestó en el acto Vidal.

Bajaron en el quinto piso. «En cuanto a no estar a gusto aquí adentro», pensó, «le doy toda la razón a Dante. Si uno se acuerda de la libertad de afuera se acongoja, como si la hubiese perdido irremisiblemente».

XXXIX

—La sala —anunció el médico.

A los lados del corredor se abrían cuartitos de dos o de cuatro camas, delimitados por tabiques blancos. Ni bien entraron, Arévalo levantó un brazo. Vidal pensó: «Buen signo», y entonces notó las gruesas rayas oscuras que alteraban las facciones de su amigo. La otra cama estaba desocupada.

—¿Qué pasó? —preguntó Rey.

—Voy a dar una recorrida —dijo el médico—. No me lo exciten. Conversen, pero no me lo exciten.

—Un percance, Rey. Un simple manteo —explicó Arévalo.

Dos marcas le cruzaban la cara. Una, más oscura, que parecía una depresión debajo del pómulo, y otra, de reflejos cárdenos, en la frente. Vidal preguntó:

—¿Cómo estás?

—Un poco dolorido. No solamente en la cara; en los riñones. Me patearon, cuando estaba en el suelo. El médico dice que se produjo una hemorragia interna. Me dio esas pastillas.

El frasco estaba en la mesa de luz, junto a un vaso con agua y un reloj. Vidal se dijo que la máquina del reloj marchaba con particular impaciencia; recordó a Nélida; de algún modo vinculó ese apremiante segundero con la muchacha extrañada y se encontró de improviso muy triste.

—¿Por qué fue? —preguntó Rey.

—Yo creo que hubo premeditación. Me esperaban. Al principio se mostraban indecisos, pero se envalentonaron.

—Como cuzcos —dijo Vidal. Arévalo sonrió.

—Si no fuera por los desplantes de esa muchacha, a lo mejor no te aporrean —opinó Dante—. Ya se sabe: la mujer provoca. Es la eterna culpable. La eterna chispa.

—No exageres —dijo Arévalo.

—Dante me recuerda a esos viejos que toman entre ojos al otro sexo —comentó Vidal—. Cuánto más joven es la mujer, más tirria le tienen.

—Lo que es yo, no pongo el sexo en el banquillo de los acusados —declaró Rey—. Pongo a la juventud.

—La juventud no carece de virtudes —replicó Arévalo—. Es la gente desinteresada. ¿La causa? Falta de experiencia, quizá, o de tiempo para aficionarse al dinero.

Vidal observó:

—Tal vez lo desean menos, porque es una de las tantas cosas que todavía esperan.

—En cambio, para los viejos —dijo Arévalo— se convierte en la única pasión.

—¿La única? —preguntó Vidal—. ¿Dónde me dejas la gula, las manías, el egoísmo? ¿Te fijaste cómo cuidan el resto de vidita que les va quedando? ¿La cara de susto idiota que ponen al cruzar la calle?

—Yo no condeno a toda la juventud —aseguró Rey—. Si me traéis a una chicuela, pues hombre, me la como con huesitos y todo, pero si niños cabrones me acometen, menuda defensa pasiva les propino: puños y coces.

—Perfecto, si podés —concedió Arévalo—. Yo sólo atiné a protegerme la cabeza, pero salí mejor parado que mi vecino, el de la otra cama.

—Está vacía —previno Dante.

—Aunque habla sin parar, yo creo que no recobró el conocimiento —Arévalo explicó—. Le dio por contar sueños. Dijo que soñó que era joven y que estaba con amigos, en el Pedigree, de Santa Fe y Serrano, hablando de letras de tango. Hasta mencionó a un mozo Tronget, que propiciaba los temas camperos…

—Lo escuchaste con atención —afirmó Dante.

—¿Habrá sido letrista? —preguntó Vidal.

—Colijo que sí —respondió Arévalo—. No sé cuántas veces mencionó el tango
El cosquilloso
. Debió de ser uno de sus mayores triunfos. El pobre repetía veinte veces lo mismo.

BOOK: Diario de la guerra del cerdo
6.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Destiny by Fiona McIntosh
Cornered! by James McKimmey
Broken Butterflies by Stephens, Shadow
Command and Control by Shelli Stevens
Lucy by Laurence Gonzales
Spike (Aces MC Series Book 3) by Foster, Aimee-Louise