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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

Diario de la guerra del cerdo (6 page)

BOOK: Diario de la guerra del cerdo
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Afectuosamente palmeó en el hombro a su padre. Sonrió, saludó con la mano en alto, partió.

—Un buen chico —dijo Vidal.

—Un charlatán —murmuró Jimi.

Néstor sirvió el fernet, los maníes, las aceitunas. Rey adelantó una mano ávida. Tiraron a reyes; le tocó a Vidal jugar con Jimi y Arévalo, de modo que esa noche, antes de empezar, los partidos estaban ganados.

—¿Qué me dicen del tapicero? —comentó Rey, con la boca llena. Vidal preguntó a Néstor:

—¿Lo conocías?

—Lo he visto mil veces, frente a tu casa. Aunque Néstor pronunció
frente
con una erre marcadamente francesa, nadie sonrió, salvo Jimi, que también guiñó un ojo.

—¿De quién hablan? —preguntó Dante.

—Noto con alarma un gran cambio —dijo Arévalo.

—Del abuelo de Rey —dijo Jimi, sofocando la risa.

—No te creo —replicó Dante.

—Noto con alarma un gran cambio —insistió Arévalo—. Estas cosas pasaban antes en las noticias de policía, a desconocidos; ahora a personas del barrio.

—Cuyas caras conocemos —añadió, truculento, Rey.

—Otro pasito y ¡pobres de nosotros! —gimió Jimi, guiñando un ojo.

—Tú no tienes alma —dijo Rey, como si lo descalificara—. ¿Por qué el gobierno tolera que ese charlatán, desde la radio oficial, difunda la ponzoña?

Vidal habló en tono reflexivo:

—Yo creo que Farrel ha dado conciencia a la juventud. Si estás en contra de las charlas de fogón, todavía te van a confundir con los matusalenes.

—Qué razonamiento —dijo Arévalo, con una sonrisa.

Señaló Rey:

—¿Veis la ponzoña? Nuestro propio Isidro nos habla con los terminachos del demagogo.

—De acuerdo —concedió Arévalo —pero a vos, Leandro, se te va la mano. Sos demasiado conservador.

—¿Por qué no he de serlo?

—¿Por qué se vuelven odiosos los viejos? —argumentó Arévalo—. Están demasiado satisfechos y no ceden su lugar.

—Al Ponderoso, ¿quién lo mueve de la registradora? —preguntó Jimi.

—¿Cederé a chapuceros, porque son jóvenes? ¿Abandonaré el fruto de mi trabajo? ¿Dejaré el timón?

Guiñando un ojo, Jimi cantó:


¡Cómo rezongan los años
!

—Mucha broma —comentó Néstor, y sin perdonar una erre francesa, continuó—: pero si la autoridad no para esta ola, ¿quién estará seguro?

—¿Recuerdan la ricachona de Ugarteche? —preguntó Rey.

—¿La vieja de los gatos? —preguntó Arévalo.

—La vieja de los gatos —asintió Rey—. ¿Qué podían echarle en cara? Una extravagancia, alimentar gatos. Pues nada, ayer en la esquina de su casa, una cáfila de muchachuelos la mató a golpes, a vista y paciencia de los transeúntes.

—Y de los gatos —agregó Jimi, que no toleraba por mucho tiempo las tristezas.

—Husmeaban el cadáver —puntualizó Rey.

Jimi comentó con Vidal:

—Frente al gallego hay que abrir el paraguas. ¿Viste cómo voló el pedacito de maní? Los viejos al hablar escupimos. Yo me venia salvando de esta desgracia; pero ya empecé. Los otros días, no me acuerdo a quién, en el calor de una explicación le apliqué mi redondelito blanco en la manga. Para disimular, yo quería seguir la conversación, pero sólo pensaba: Ojalá que no se de cuenta.

—Peor es el caso del abuelo —dijo Arévalo.

—¿De Rey? —preguntó Dante.

—¿Ustedes no leen los diarios? —preguntó Arévalo.

Era un peso para la familia y fue eliminado por dos nietos de seis y ocho años.

—Respectivamente —concluyó Rey.

—¿Se proponen inquietarme? —preguntó Jimi—. Hablemos de cosas serias. El domingo, ¿gana River?

—En la justa de honor, River se agranda —declaró Rey.

—Por algo te dicen Ponderoso —apuntó Arévalo. Dante preguntó irritado:

—¿Eso qué tiene que ver con su abuelo? Recordaron enormidades que ocurrían en canchas y en tribunas. Rey sostuvo:

—Hoy por hoy, el varón prudente presencia el fútbol ante su pantalla de televisión.

—Lo que es yo —dijo Dante, que por una vez había oído— ahora no voy a la cancha aunque juegue Excursionistas.

Tras mostrarse partidario de una «confrontación actual, directa», Néstor anunció:

—El domingo ya me verán en las tribunas alentando a River.

—No seas inconsciente —rogó Jimi.

—Suicida —flemáticamente sentenció Rey.

Dante explicó:

—Néstor va con su hijo.

—Ah, eso es otra cosa —admitió el mismo Rey.

Ufano en su orgullo de padre, confirmó Néstor:

—¿Vieron? No soy inconsciente ni suicida. El chico me acompaña.

—Mientras tanto, con la conversación —acotó Jimi— da largas al juego y posterga la derrota. ¿Nos tendrá engañados el viejito? ¿Será un vivo?

Cuando la derrota llegó cuatro veces, los perdedores dijeron basta. Dante declaró su intención de acostarse temprano, Néstor ofreció otra vuelta de fernet y de maníes. Rey observó que era medianoche. Pagaron.

—En amor vamos a tener una suerte bárbara —dijo Néstor.

—¿Por qué van a tener? —preguntó Jimi—. No fue por falta de cartas que perdieron. Rey sonrió, movió la cabeza, reprochó afectuosamente:

—Por lo menos déjanos la esperanza.

—Mírenlo —pidió Arévalo—. ¿Dónde está su famoso empaque? Por algo sostenía Novión que la sola idea del amor humaniza.

Salieron juntos, pero cada cual muy pronto se encaminó a su casa, excepto Rey, que dijo:

—Quiero estirar las piernas. Te acompaño, Isidro, hasta la puerta. —En tono de confidencia agregó—: Te ruego que no imagines que el único entretenimiento en mi vida es el de arrellanarme en la butaca, frente al fútbol televisado. Lo digo con el mayor respeto por esos chirimbolos de la técnica. Vidal sintió que esta última frase lo enconaba inexplicablemente contra su amigo. Iban llegando. Rey lo tomó del brazo y le dijo:

—Caminemos un poco más. Ven, acompáñame hasta casa.

Mientras caminaban, Vidal pensó que por su parte quería estar solo, ya en cama, preferiblemente dormido. Para romper el silencio comentó:

—Esta noche el frío amaina.

—Ya viene, con retardo pero ya viene, el veranillo de San Juan.

Vidal se dijo que en la noche, como si hubiera más lugar, solía encontrarse libre de circunstancias que durante el día lo atenaceaban; el lumbago, por ejemplo, se había esfumado, o por lo menos incomodaba apenas. Como llegaban a la panadería, se apresuró a exclamar:

—Hasta mañana.

—Te acompaño hasta tu casa.

A Vidal se le ocurrió, por primera vez, que el otro acaso quería decirle algo importante. Pensó también que así, mientras Rey no se resolvía, caminarían hasta el alba. De nuevo rompió el silencio.

—¿Por qué no estabas ayer en el despacho?

—¿A la mañana? Exageraciones de las chicas…

Sin duda la necesidad y el escrúpulo de hablar lo abstraían, Vidal no era curioso. Con el egoísmo de un hombre cansado resolvió cortar ese ir y venir.

—Hasta mañana —dijo y se metió por el zaguán. Vagamente entrevió la carnosa cara de Rey, que abría la boca.

IX

Sábado, 28 de junio

A la mañana reapareció el lumbago. Lentamente Vidal se levantó, calentó el agua, se vistió, chupó unos mates. En los movimientos que ensayaba indagó, sin prisa, el dolor. Bromeando consigo, comparó esa acción con la de un buen jugador de truco, por ejemplo Arévalo (o Jimi cuando imitaba a Arévalo), que
orejea
las cartas y con alardeada lentitud se entera del juego que le tocó en suerte. Después de un rato llegó a la conclusión de que el dolor, muy llevadero, no justificaba por ahora inyecciones u otro gasto de farmacia. Entendió entonces que debía, como un varón, afrontar una verdadera prueba, la más dura: el lavado de alguna ropa. Dijo «Ahora mismo»; imaginó el esfuerzo de fregar y enjuagar con la espalda encorvada, se acobardó, calificó de mastodontes a las viejas piletas del inquilinato, anchas y profundas. Protestó: «Un modelo que ya no se fabrica. No por nada dicen que la gente de antes era más grande». Recogió un par de medias, un calzoncillo, una camisa, una camiseta. Sacudió la cabeza y declaró: «No hay más remedio. Hasta que paguen la pensión —me pregunto si la pagarán algún día— no doy ropa a lavar. Antonia me tomará entre ojos, como todos los meses, cuando le retiro la ropa a su madre. Hasta que me paguen, ese y otros lujos quedan eliminados. Qué manera de hablar solo».

Doña Dalmacia, la madre de Antonia, era el personaje más popular del inquilinato. Viuda desde joven, diríase que lavando y planchando (sin por ello interrumpir las bromas y el canturreo) esta valiente señora criolla había criado, educado, mantenido, relativamente pulcros, a ocho hijos. Ahora, como todos ellos (menos Antonia), se habían casado y vivían afuera, doña Dalmacia recogió a las tres pálidas chiquilinas de un hijo que pasaba por estrecheces: en el amplio corazón de la señora sobraba lugar y su ánimo para el trabajo no conocía límites. La edad, sin embargo, le había modificado el carácter, en el que era de advertir una acentuación de cierta brusquedad ingénita, lo que dio pie sin duda a que gente nueva en el barrio le aplicara el alias, no menos afectuoso que burlón, de el Soldadote; pero si los enojos de la señora eran contundentes —quien la enemistaba corría algún riesgo— también era cierto que perdonaba con prontitud y que olvidaba las ofensas.

Camino al fondo, Vidal murmuró: «Ojalá que no encuentre a nadie. Aquí llevan un censo de las veces que va uno al baño». Por cierto, encontró a Nélida, que lavaba, y a Faber.

—Le explicaba a la señorita —dijo Faber— que no toda la culpa es de los inadaptados. También están los que azuzan.

—¿Quiere creer, don Isidro, que Antonia me da vuelta la cara?

—No puede ser —dijo Vidal.

—¿No puede ser? Usted no la conoce. El señor Faber no me ha hecho nada, pero ella quiere que lo trate como a un perro.

Faber asintió con la cabeza. Vidal exclamó:

—Increíble.

—¿Le cuento una cosa? Ahora me comenta con todo el mundo, porque la otra noche estuve en su cuarto.

Vidal no pudo conceder a esta revelación el asombro esperado, porque llegaron Dante (con algo insólito en su apariencia) y Arévalo. Rápidamente se retiró Nélida.

—Bueno —dijo— pero ustedes no estén siempre a vista y paciencia.

Faber huyó en dirección a su pieza y, Vidal se topó con el encargado. Éste declaró:

—No hay que permitir que desacuerdos, llamémoslos nimiedades, nos aparten. ¿Un ejemplo? El señor Bogliolo está hecho una fiera, porque le derramaron agua desde el altillo. ¿Es para tanto? Ahora voy arriba, a ver qué descubro —se alejó unos metros, los desanduvo, anunció dramáticamente—: O presentamos un frente unido o nos corren de todos lados.

Cuando se fue el encargado, Arévalo dijo:

—En esta casa reina la animación. Nosotros, más bien, necesitamos tranquilidad. Queremos hacerte una consulta.

—Estoy a la disposición de ustedes —contestó Vidal.

—No te pongas tan solemne. Queremos tu opinión. Dante, aquí presente, resolvió anoche… ¿lo digo?

—Para eso nos costeamos hasta acá —dijo Dante, molesto—. Cuanto antes mejor.

Arévalo habló rápidamente:

—Resolvió anoche teñirse el pelo y pregunta qué opinas. Vidal balbuceó:

—Me parece perfecto…

—No te apures —protestó Arévalo.

—¿Te explico mis dudas? —preguntó Dante—. Hay personas a quienes el pelo canoso repugna y enfurece; en cambio a otros les da rabia un viejo teñido.

—¿Te explico? —dijo Arévalo—. Yo le contaba a Dante que una vez, yendo con una chica a un hotel, nos cruzamos en la puerta con otra pareja. La chica se rió: «Mira el viejito». Miré y era un condiscípulo mío, más joven que yo, sólo que parecía una oveja con el pelo blanco.

—¿Vos te teñís?

—¿Estás loco? Gracias a Dios, nunca me hizo falta.

—Hay un pero —observó Dante, con visible preocupación—. La tintura se nota.

—Qué se va a notar —replicó Arévalo—. Nadie se fija en nadie. Tenemos una idea general de que fulano es canoso o es calvo.

—Las mujeres a lo mejor se fijan —opinó Vidal.

—No te oigo —dijo Dante.

—Se fijan en otras mujeres, para criticarlas —dijo Arévalo.

—Ahora la gente se fija —insistió Dante—. Y no me van a negar: un viejo teñido provoca irritación.

—¿Y los calvos? —preguntó Vidal.

—La tintura —continuó Dante— es, hoy por hoy, un procedimiento burdo. Se nota.

—La mitad de las chicas que andan por la calle están teñidas. ¿Lo notas?

—Yo no —dijo Dante.

Como si cambiara de bando, admitió Arévalo:

—Se nota cuando disimula. ¿Qué me dicen de esas negras teñidas de rubias?

—No me interesan las negras. Díganme la verdad, ¿parezco más joven? Yo así no engaño a nadie —declaró Dante, desolado.

—Entonces, ¿para qué te teñiste? —preguntó Arévalo.

—No sé, che. Te pregunté.

—A veces no hay más remedio que saltar en el vacío.

—Eso parece fácil, tratándose de los otros. Y ahora no me dicen nada, si está bien o si está mal. ¿Estoy peor que antes?

Vidal pensó: «Es un chico enojado y necio». Preguntó:

—Un calvo, ¿qué hace?

Volvió Nélida.

—Ay, señor —exclamó en voz baja— lo llama por teléfono Leandro.

—¿Me esperan un momento?

—No, nos vamos…

Nélida le dijo:

—¿Qué va a hacer con esa ropa?

—Voy a lavarla.

—Démela. —Antonia le va a tomar una idea…

—No faltaría más.

Para entrar en el taller, donde trabajaban media docena de muchachas, dominó una instintiva aprehensión; sin embargo, la circunstancia de que lo rodearan mujeres jóvenes hasta hace poco lo atraía.

Por teléfono Rey le dijo:

—Estoy por invertir unos pesitos en un hotel…

—No digas…

—Me gustaría mostrártelo. ¿Te animas a salir esta tarde? No queda lejos de tu casa. ¿Las cinco es muy temprano?

Precisó la calle —Lafinur— y el número.

Nunca hubiera creído Vidal que ése era el secreto que perturbaba anoche a su amigo. Pensó que él era un mal psicólogo. No acababa de conocer a la gente.

X

Al desembocar en la calle Lafinur exclamó: «No puede ser». Pocos pasos después admitió: «Sin embargo, no hay otro por acá». Desde luego, las vacilaciones de la noche anterior se volvían comprensibles: el pobre Rey no se resolvía a comunicarle su propósito de comprar un hotel de citas. Ahora él mismo vacilaba. «Confesemos», dijo, «que entrar sin una compañera resulta incómodo». Rey apareció en la puerta del hotel, con una gran sonrisa, y lo llamó por señas. ¿Cuántos años tendría que vivir el hombre para dejar atrás todas las vergüenzas injustificadas, para madurar, completamente? Había mirado en derredor, esperanzado quizá de entrar sin que nadie lo viera, sobre todo por la circunstancia agravante de que el pesado de Rey llamaba la atención con sus gestos. En seguida Rey lo abrazó, muy contento y hasta nervioso. Desde luego no existía motivo alguno para que un observador casual imaginara disparates. Infinidad de razones podían llevar ahí a un par de señores como ellos. Por ejemplo, la de visitar el hotel, con intención de comprarlo. Como tantas veces, la verdad parecía increíble.

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