Diario de la guerra del cerdo (10 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

BOOK: Diario de la guerra del cerdo
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—Qué ánimo —contestó Vidal—. Parecen demonios.

XVIII

Los amigos, reunidos en el comedor de la casa de Néstor, alrededor de una estufa de querosén, conversaban animadamente y fumaban. Sobre la estufa había una cacerola con agua y hojas de eucaliptos. El reloj de la pared seguía detenido en las doce. Jimi leía en voz alta un diario. Todos callaron para recibir a los que llegaban. Alguien sacudió la cabeza y Rey preguntó melancólicamente:

—¿Qué me dices?

Vidal notó que Arévalo tenía un traje nuevo. Reflexionó: «Sin caspa. Acicalado. Voy a comentar esto con Jimi. Es un misterio». Se acordó de Néstor y preguntó:

—¿Cómo fue?

—Todavía no disponemos de elementos de juicio —respondió con empaque Rey.

—Ese charlatán de hijo no debió prestarse —afirmó Jimi.

—¿Qué dicen? —preguntó Dante.

—Sois testigos de que yo hice cuánto pude por disuadirle —declaró Rey—. Le llamé suicida. Arévalo observó:

—El pobre creía que si iba con el hijo no le pasaba nada.

—Yo le llamé suicida —repitió Rey.

—Pobre muchacho —comentó Vidal—. ¡Qué cargo de conciencia!

—No creo que le quite el sueño —opinó Jimi.

—¿De quién hablan? —preguntó Dante.

Rey contestó:

—Yo le llamé suicida.

Entró un señor calvo, plácido, voluminoso, de manos enormes, brillosas y aparentemente secas, de voz débil, suave. Explicaron que era un pariente de Néstor o de doña Regina.

Cuando nombraron a la señora, Vidal preguntó:

—¿Dónde está?

Rey contestó majestuosamente:

—En sus aposentos.

—¿Puedo saludarla? —preguntó Vidal.

—La vecina la está acompañando —dijo Dante.

Vidal insistió:

—¿Puedo saludarla?

—Dejala —aconsejó Jimi, con impaciencia—. Total nunca la viste.

—¿Qué leías? —preguntó Vidal.

Llegaron dos muchachos. Uno, en pleno desarrollo, estrecho, con la cara cubierta de granos. El otro, de escasa estatura, de cabeza muy redonda y ojos protuberantes que parecían mirar desde abajo, con mal reprimida curiosidad. Los muchachos saludaron de lejos, con nerviosos movimientos de cabeza, y se sentaron en el otro extremo del salón. «En el extremo frío» pensó Vidal. «Por suerte los viejos nos adueñamos del calentador. El olor combinado de eucalipto y querosén es olor a resfrío». Se acordó de Néstor.

—¿Ves? —Jimi señaló a los jóvenes—. Esos tipos no me gustan.

—¿Qué leías?

—En
Ultima Hora
, el recuadro sobre
La guerra al cerdo
.

—¿La guerra al cerdo? —repitió Vidal.

—Yo pregunto —dijo Arévalo— ¿por qué «al cerdo»?

—Ese
al
me parece incorrecto —opinó Rey.

—No, hombre —protestó Arévalo—. Pregunto por qué ponen
cerdo
. Este pueblo no es consecuente en nada, ni siquiera en el uso de las palabras. Siempre dijimos
chancho
.

—Basta el capricho de un periodista y todo el país hablará de la guerra
al
cerdo —señaló Rey.

—No creas —advirtió Dante—.
Crítica
la llama
Cacería de búhos
.

—El búho me parece mejor. Es el símbolo de la filosofía —declaró Arévalo.

—Pero confiesen —dijo Jimi, señalando a Arévalo y a Rey— que ustedes dos prefieren que los llamen
chanchos
.

Se rieron. Apareció la vecina, con una bandeja y tacitas de café. Los reprendió:

—Compostura, señores. Olvidan que hay un difunto en la casa.

—¿Ya lo trajeron? —preguntó Vidal.

—Todavía no, pero es lo mismo —contestó la mujer—. ¿Gusta?

—Qué barbaridad —dijo Dante—. Lo trajeron y nosotros como si nada. Mientras revolvía el café, Vidal preguntó a Jimi:

—Bueno, pero ¿por qué búhos o chanchos?

—Vaya uno a saber.

—¿De dónde sacaron la idea? Dicen que los viejos —explicó Arévalo— son egoístas, materialistas, voraces, roñosos. Unos verdaderos chanchos.

—Tienen bastante razón —apuntó Jimi.

Dante le previno:

—Vamos a ver qué pensás cuando te agarren.

—Salí de ahí —contestó Jimi—. Yo no soy viejo. Todos me aseguran que estoy en la flor de la edad.

—Eso también me lo dicen a mí —aseguró Rey.

—Yo estoy cansado de oírlo —dijo Dante.

—No es igual —protestó, irritado, Jimi.

—Por algo los esquimales o lapones llevan a los viejos al campo para que se mueran de frío —dijo Arévalo—. Solamente con argumentos sentimentales puede uno defender a los viejos: lo que hicieron por nosotros, ellos tienen también un corazón y sufren, etcétera.

Jimi, que de nuevo se divertía, observó:

—Menos mal que los jóvenes no lo saben, sino pobres de nosotros. Yo creo que ni siquiera los activistas de los comités de la juventud…

—Lo grave —dijo el señor de las manos enormes— es que no necesitan buenas razones. Con las que tienen, se arreglan.

Entró un hombre delgado y pequeño, de cara en punta, como empuñadura de bastón. Preguntó:

—¿Ustedes saben cómo fue?

—Les doy mi opinión —anunció Arévalo—. Detrás de esta guerra contra los viejos no hay más que argumentos sentimentales en favor de la juventud.

—¿Ustedes saben cómo fue? —repitió el recién llegado—. Parece que lo tiraron al suelo y lo pisotearon subiendo y bajando la tribuna.

—Pobre Néstor, pisoteado por esas bestias —dijo Vidal. Desde el otro extremo del salón, el muchacho alto anunció:

—Ahí llegan.

—Pues yo me voy a cuidar los intereses —declaró Eladio—. Que estemos o que no estemos, al pobre Néstor ya no le afecta, Rey avisó a los amigos:

—Me debéis unos pesos. Encargué una corona, en nombre de todos.

—O es de oro macizo o te robaron —aseguró Dante, al pagar.

—¿No te decía, Isidro —preguntó Jimi, guiñando un ojo —que están caras las coronas?

XIX

Después de tantos años de amistad, por primera vez entraba en el cuarto de Néstor. Vagamente miró retratos de personas desconocidas y pensó: «La intimidad que dejamos de lado no impidió que fuéramos amigos». Esta observación lo incitó a reflexionar sentenciosamente: «Hoy todo el mundo es íntimo; amigo, nadie». Una señora comentó:

—El pobrecito está desfigurado.

Cuando se enteró de la muerte de Néstor no se conmovió tanto como al oír ese diminutivo. «Lloro como un chico» pensó. «O como un zanguango. Qué vergüenza».

Cerró los ojos. No quería que el último recuerdo del amigo fuera su cara de muerto. Se disponía a saludar a doña Regina, pero la encontró tan anonadada y tan vieja, que retiró la mano. Volvió al comedor.

—Te participo —dijo Arévalo— que el flaco ese estaba en la tribuna.

Vidal se acercó al muchacho de los granos.

—¿Usted vio cómo lo mataron?

—Ver, propiamente, no. Pero tengo mi versión, de más de un testigo presencial.

Vidal lo consideró con disgusto y preguntó:

—¿Es verdad que lo pisotearon?

—Qué lo van a pisotear, si estaba en lo alto de la tribuna… ¿Sabe cómo fue? El partido no empezaba, la gente se aburría, alguien propuso: ¿Tiramos un viejo? El segundo viejo que tiraron fue el señor Néstor.

—¿El hijo lo defendió?

—Si interpreto debidamente —dijo el de las manos enormes—, hay quien afirma que no lo defendió. ¿Digo bien? El mocito asintió:

—Correcto —Después agregó fríamente—: ¿Quién no tiene un viejo en la familia? Eso no compromete a nadie. Pero están los que defienden a sus viejos.

Vidal notó que Jimi le tocaba el codo. El hombre de la cara en punta preguntó:

—¿Está seguro de que no lo pisotearon?

—¿Para qué lo van a pisotear —interrogó el muchacho— si cayó como un sapo?

—Jimi, vamos a otra parte —propuso Vidal—. Vamos a conversar con Rey. ¿Qué te parece esta muchachada?

—Te la regalo.

Vidal acercó las palmas de las manos al calentador.

—Un individuo que siente así, ¿para qué viene al velorio? —preguntó.

—¿Habláis del mozalbete? —preguntó Rey—. Con su compañero, que más parece un besugo, están aquí porque son la quinta columna.

Como si repentinamente despertara y oyera, Dante vaticinó:

—Los hechos se encargarán de confirmar mi teoría. Hagan de cuenta que estamos en la ratonera. A la primera señal de esos tipos, los cómplices, apostados en la calle, entran.

—¿Otra tacita? —ofreció la vecina.

—¿Dónde está el hijo de Néstor? —preguntó Vidal. La mujer contestó:

—Los entregadores no se dejan ver.

Jimi comentó con sorna:

—No vas a poder saludarlo.

—Dicen que ahora —declaró Rey— fuera de su casa, uno está más seguro.

—Sí, porque en la casa hay que hacer de cuenta que uno está en la ratonera —reiteró Dante. Rey explicó:

—Para mantener las apariencias, el gobierno ya no tolera el menor desmán en lugares públicos.

—El pobre Néstor quién sabe si opina así —acotó Jimi.

—Un hecho aislado —alegó Rey.

Una vez más Dante comparó las casas con ratoneras. El señor de las manos enormes, el de la cara en punta y Arévalo se arrimaron al grupo. Vidal observó que los dos muchachos estaban de nuevo solos. El señor de las manos grandes afirmó:

—Por fin el gobierno ha tomado cartas en el asunto. Se nota una actitud más firme. Las declaraciones del ministro me confortan. No sé, tienen altura, dignidad.

—Mucha dignidad —convino Arévalo— pero están muertos de miedo.

—La verdad es que yo no envidio al gobierno —reconoció el de las manos enormes—. Hágase cargo: una situación por demás delicada. Si usted no atrae a la oficialidad joven y a los conscriptos, caemos en la anarquía. Un hecho aislado, de vez en cuando, es el precio que debemos pagar.

—¿Qué les ha dado a estos? Todos hablan de hechos aislados —preguntó Arévalo. Jimi explicó:

—Escucharon anoche el comunicado del ministerio. Decía que la situación estaba perfectamente controlada, salvo hechos aislados.

—¿Qué quieren? Yo noto ahora una tónica más digna, conforta —insistió el de las manos. Llegaron de la florería con la corona. Dante preguntó:

—¿Qué dice en la cinta?


Los muchachos
—contestó Rey—. A mi entender, todo, está dicho en esas dos palabras.

—¿No se pensará que la mandaron los jóvenes? —inquirió Jimi.

—Bueno fuera —replicó Rey—. Ahora va a resultar que nosotros no somos los muchachos. El de la cara en punta explicaba:

—Algunos viejos no se cuidan lo más mínimo. Casi diría que provocan.

—Los que provocan son agentes provocadores, pagados por los Jóvenes Turcos —aseguró Dante.

—¿Usted cree? —preguntó el de la cara en punta—. ¿Le habrán pagado al viejo que se propasó con las colegialas en Caballito?

El de las manos enormes alegó:

—Admitamos que últimamente cunde una ola de criminalidad senil. A diario leemos noticias al respecto. Dante protestó:

—Infundios para agitar el ambiente.

—Hay que fijarse en lo que uno dice —Jimi susurró a Vidal—. ¿Vos conoces al de las manos grandes? Yo ni a ése ni al otro. A lo mejor son dos viejos vendidos, que están en la conjura de los mocitos. Apartémonos, vení.

—Cuando pienso que pude ir con Néstor a la cancha —comentó Vidal.

—De la que te salvaste —dijo Jimi.

—A lo mejor entre los dos nos defendíamos y a estas horas Néstor estaba vivo.

—A lo mejor teníamos velorio por partida doble.

—Yo no sabía que te interesara mayormente el fútbol —dijo Arévalo.

—No es que me interese —declaró Vidal, sintiéndose importante—, pero como el hijo de Néstor me mandó invitar…

—¿Te mandó invitar? —preguntó Arévalo.

—Uy —exclamó Jimi.

—¿Qué pasa? —preguntó Vidal.

—Nada —aseguró Jimi.

—¿No piensan que me tienen sindicado como viejo?

—Qué disparate —replicó Arévalo.

—Yo diría que no —convino Vidal— pero con los jóvenes de ahora no puede uno estar seguro. Si a un tipo de sesenta años lo llaman anciano…

—Peor son esas chicas —recordó Jimi, ya divertido con el tema— que te hablan del novio y te dicen: Es grande, cumplió treinta años.

—Esto no es broma. Contéstenme: ¿Piensan que estoy marcado?

Arévalo preguntó:

—¿Cómo se te ocurre?

—Pero si yo fuera vos, andarla con pies de plomo —aconsejó Jimi.

—Es claro —admitió Arévalo—. Por prudencia.

Vidal lo miró con incredulidad.

—Mejor que no te agarren desprevenido —argumentó Jimi.

—La pucha —murmuró Vidal—. Me duele la cabeza. ¿Nadie tiene una aspirina?

Rey dijo, incorporándose:

—Las ha de haber en la habitación de Néstor.

—No, hombre —Jimi lo contuvo—. Pueden traer mala suerte. ¿Se fijaron en esos muchachos? A cada rato miran para afuera.

—Parecen nerviosos —opinó Dante.

—Aburridos, nomás —afirmó Arévalo.

Vidal pensó: «Yo estoy nervioso». Le dolía la cabeza, el olor a querosén mezclado con eucalipto lo enfermaba. «No tengo pies de plomo, sino de hielo» se dijo. Para salvarlo de la mala suerte, Jimi lo privaba de la aspirina del finado.

Evidentemente, a Jimi no le dolía la cabeza. Anheló ansiosamente estar afuera y solo, respirar el aire de la noche, caminar unas cuadras. «Con tal de que no me pregunten dónde voy. Con tal de que no me acompañen». El señor de las manos grandes y el de la cara en punta (le habían dicho que uno u otro se llamaba Cuenca) nuevamente se acercaron al grupo. Vidal se levantó… Los amigos lo vieron partir, sin preguntarle nada: sin duda encontraron suficiente respuesta en la presencia de los desconocidos.

La calle estaba sumida en tinieblas. «Más oscura que hace un rato», se dijo. «Alguien se entretuvo en romper los faroles. O preparan una emboscada». Mirando recelosamente las filas de árboles, estimó que detrás de los primeros troncos no había gente oculta y que a la altura del tercero o cuarto la noche se volvía impenetrable. Si avanzaba se exponía a una agresión que, aun prevista, llegaría repentinamente. Estuvo por volver adentro, pero sintió desconsuelo, y le faltó el ánimo. Recordó a Néstor. Se lamentó: «Cuando uno vive, se deja ir, distraído». Si reaccionaba, si despertaba de esa distracción, pensaría en Néstor, en la muerte, en personas y en cosas que desaparecieron, en sí mismo, en la vejez. Reflexionó: «Una gran tristeza da libertad». Indiferentemente avanzó por el centro de la calle, porque de todos modos no quería que lo sorprendieran. De pronto creyó entrever, un poco más adelante, una vaga forma, unas líneas cuya negrura era más intensa que la oscuridad de la noche. Interpretó: «Un tanque. No, debe de ser un camión». Se prendió una luz inmediata. Vidal no se volvió, tal vez no cerró los ojos; mantuvo la cara impávida, levantada. Cegado por ese torrente blanco, sintió un imprevisto júbilo, como si la posibilidad de una muerte tan luminosa lo exaltara como una victoria. Así estuvo unos instantes, ocupado nada más que por luz blanca, incapaz de pensar o de recordar, inmóvil. Luego los focos retrocedieron y en los haces aparecieron círculos con troncos de árboles y frentes de casas. Pudo ver el camión que se alejaba, cargado de gente silenciosa, amontonada contra barandas coloradas, con dibujos blancos. No sin orgullo recapacitó: «A lo mejor, si yo disparaba como una liebre, me atropellaban. A lo mejor no esperaban que hiciera frente». El aire de la noche, más alguna íntima satisfacción, lo aliviaron al extremo de que el dolor de cabeza ya no lo agobiaba. Precipitadamente pensó en términos militares: «Rechazado el enemigo, quedo en posesión del campo de batalla». Un poco avergonzado, trató de formular la idea más modestamente: «No me acobardé. Se han ido. Estoy solo». Aunque ahora volviera adentro, ya no se mostraría (ante nadie, ni siquiera ante sí mismo) apresurado en buscar protección. Como si le hubiera tomado el gusto al coraje, avanzó por la calle oscura, resuelto a no regresar antes de caminar tres cuadras. Pensó que toda esta demostración era un poco inútil ya que en el momento de volver inevitablemente sentiría que se ponía a salvo.

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