Diario de la guerra del cerdo (11 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

BOOK: Diario de la guerra del cerdo
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XX

Cuando vio que Jimi no estaba en el comedor, supuso que había ido adentro y se dijo que, ni bien volviera, pasaría él. Evidentemente había estado un poco nervioso y afuera sintió frío. La gente seguía distribuida en dos grupos: los mayores, a la izquierda, rodeando el calentador y los jóvenes, a la derecha. Se acercó a los jóvenes. El paseíto sin duda lo había ensoberbecido, pues dijo inmediatamente, como quién interpela:

—Lo que me fastidia en esta guerra al cerdo —se irritó porque sin querer llamó así a la persecución de los viejos— es el endiosamiento de la juventud. Están como locos porque son jóvenes. Qué estúpidos.

El muchacho bajo, de ojos protuberantes, convino:

—Una situación de escaso porvenir.

Tal vez porque no esperaba que le dieran tan pronto la razón, Vidal pronunció palabras imprudentes.

—Contra los viejos —dijo— hay argumentos valederos.

Temeroso de que lo interrogaran —no estaba seguro de recordar esos argumentos y no quería dar armas al enemigo— trató de seguir hablando. El muchacho bajo lo interrumpió:

—Ya sé, ya sé —dijo.

—Usted sabrá, pero esos muchachitos revoltosos, verdaderos delincuentes, ¿qué saben? El mismo Arturo Farrell…

—Un agitador, le concedo, un charlatán.

—Lo triste es que no hay nada más detrás del movimiento. Absolutamente nada. La desolación.

—Ah no, señor. En ese punto se equivoca —dijo el muchacho.

—¿Usted cree? —preguntó Vidal y, acaso buscando ayuda, miró hacia donde estaba Arévalo.

—Me consta. Hay estudiosos. Detrás de todo esto hay mucho médico, mucho sociólogo, mucho planificados En la más estricta reserva le digo: hay también gente de iglesia.

Vidal pensó: «Tenés cara de bagre». En voz alta, dijo:

—¿Y todas esas lumbreras no encontraron mejores argumentos?

—Por favor. La argumentación es mala, pero está perfectamente calculada para inflamar a la masa. Quieren una acción rápida y contundente. Créame, las razones que mueven al comité central son otras. Le participo: muy otras.

—No diga —contestó Vidal y nuevamente miró en dirección a Arévalo. El muchacho de los granos, adujo:

—Cómo no. Por eso liquidaron, ustedes recuerdan, al gobernador que no mandó borrar del escudo provincial lo de
gobernar es poblar
. Anda por ahí una segunda frasecita, no menos irresponsable, que ahora no recuerdo.

—Para mí —dijo el más bajo— la culpa directa recae en los médicos. Nos han llenado de viejos, sin alargar un día la vida humana.

—No te sigo —admitió el de los granos.

—¿Conocés a muchas personas de ciento veinte años? Yo, a ninguna.

—Es verdad: se limitaron a llenar el mundo de viejos prácticamente inservibles.

Vidal se acordó de la madre de Antonia.

—El viejo es la primera víctima del crecimiento de la población —afirmó el muchacho bajo—. La segunda me parece más importante: el individuo. Ustedes verán. La individualidad será un lujo prohibido para ricos y pobres.

—Todo esto, ¿no es un poco prematuro? —alegó Vidal—. Como si quisieran curarnos en salud.

—Usted lo ha dicho —contestó el muchacho de los granos—. Medicina preventiva. Vidal argumentó:

—Aquí discutimos teorías y mientras tanto se cometen asesinatos. El pobre Néstor, sin ir más lejos.

—Horrible, pero siempre pasó lo mismo. Si me dieran voto en estas cosas, dejaría en paz a los viejos, que tienen conciencia, y organizaría la segunda degollación de los inocentes.

—Las pesadeces que oiríamos entonces —aseguró el de los granos—. Que se destruye lo positivo, que el niño es el futuro. ¿Te das cuenta cómo chillarían las madres?

—Por esas no me preocupo. Saben perfectamente que no deben llamar la atención.

Por segunda vez en la noche, Vidal pensó que vivir es distraerse. Mientras atendía quién sabe qué miserias personales (ante todo la puntual observación de costumbres: el mate a sus horas, la siesta, la apresurada asistencia a la plaza Las Heras, para aprovechar el sol de la tarde, las partidas de truco en el café) habían ocurrido grandes cambios en el país. Esta juventud —el de los granos y el más bajo, que parecía inteligente— hablaba de tales cambios como de algo conocido y familiar. Acaso porque no había seguido el proceso, él ahora no entendía. «Quedé afuera» se dijo. «Ya estoy viejo o me dispongo a serlo».

XXI

No sin afabilidad el muchacho bajo interrogó:

—¿En qué está pensando, señor?

—En que estoy viejo —contestó Vidal. Inmediatamente se preguntó si no insistía demasiado en las imprudencias. Acabaría por llevarse un disgusto.

—Discúlpeme —protestó el muchacho bajo—. En mi opinión lo que usted ha dicho es un disparate. Viejo, no. Yo lo situaría en la zona que ese charlatán de Farrell describe como tierra de nadie. No se lo puede llamar joven, pero viejo, decididamente, tampoco.

Vidal observó:

—La cosa es que uno de esos loquitos que andan sueltos no lo confunda a uno.

—Las confusiones yo diría que son improbables, aunque, no lo niego, posibles —admitió el bajo, para en seguida explicar—: Por la efervescencia de la hora.

Vidal volvió a desanimarse y añoró la anterior ignorancia de la situación. Su diálogo con los muchachos le pareció un despreciable intento de congraciarlos. Murmuró:

—Permítanme.

Para estar más cómodo se pasó al grupo de los amigos.

Enfáticamente, Rey afirmaba:

—Ya veremos al gobierno en la hora de la verdad. Cuando pague lo que debe.

—Acordate que esa hora se hará esperar —previno Arévalo—. Aunque restablezcan el orden, no van a pagarnos.

—¿Dónde está Jimi? —preguntó Vidal.

—No interrumpás —dijo Dante, que sin duda no había oído—. Tratamos temas de interés. La pensión.

—El gobierno no se va a resolver a pagarla —insistió Arévalo.

—Reconozcamos —pidió el de las manos grandes— que para dar la orden de pago hace falta mucho coraje. Una medida impopular, lógicamente resistida.

—El cumplimiento de las obligaciones, ¿no importa? —inquirió Rey.

El de la cara en punta aseguró:

—En estos días he oído hablar de un plan compensatorio: el ofrecimiento, a la gente anciana, de tierras en el Sur.

—Digan lisa y llanamente que deportarán en masa a los viejos —replicó Dante.

—Como carne de cañón —aseveró Rey.

—Para taponar posibles infiltraciones de nuestros hermanos chilenos —añadió Arévalo.

—¿Dónde está Jimi? —preguntó Vidal.

—¿Cómo? —preguntó Arévalo—. Salió a buscarte. ¿No se encontraron? Vidal preguntó:

—¿No habrá ido al baño?

—Yo le vi salir —refirió Rey—. Por esa puerta. Dijo que iba a buscarte.

—Jimi es como el zorro —explicó Dante—. No aguanta mucho estas reuniones y en la primera de cambio se retira a casa, a la cucha.

—Dijo que iba a buscarte —repitió Rey.

—Yo no lo he visto —aclaró Vidal.

Dante insistió:

—Es como el zorro: se fue a su casa, a la cucha. No es de ayer que lo conocemos.

—Al pobre Néstor también lo conocíamos de toda la vida —replicó Arévalo—. Voy a ver si Jimi está en su casa.

—Te acompaño —dijo Rey.

—Parece que ya se dieran el pésame —comentó risueñamente el de la cara en punta—. Yo no me molestaría: vuelve en cualquier momento.

—Voy yo. Salió a buscarme, así que voy yo —dijo Vidal.

—Bueno —convino Arévalo—. Vamos los dos.

Arévalo se puso el impermeable y Vidal se arrebujó en el poncho. Se detuvieron un instante en el umbral de la puerta, escrutaron la oscuridad, salieron.

—No es que uno tenga miedo —explicó Vidal— pero una sorpresa resulta desagradable.

—Cuando la estás esperando es peor. Además no quiero dejarles a esos cretinos la iniciativa de mi muerte. Te confieso que una enfermedad tampoco me tienta. Y si te pegás un balazo o te tirás por la ventana ha de haber un sacudón molesto. Si te dormís con pastillitas y querés despertar, ¿qué tal?

—No sigas, porque todavía vas a optar por los cretinos; pero esos dos me decían que no estamos sindicados como viejos.

—Entonces no son tan cretinos. Descubrieron que ningún viejo se tiene por viejo. ¿Y vos les creíste? Nos hacen tomar confianza, para que no demos trabajo.

—¿Te parece muy mal que me exponga?

—No entiendo —contestó Arévalo.

—Estos árboles, en lo oscuro, son tan aparentes. La verdad es que yo haría un triste papel si me atacaran ahora.

Vidal orinaba contra un árbol. Arévalo siguió el ejemplo y comentó:

—Es el frío. El frío y los años. Una de las más constantes ocupaciones de nuestra vida. Con mejor ánimo prosiguieron el camino.

—Uno de los muchachos me explicaba… —dijo Vidal.

—¿El de los granos?

—No, el más petizo, el de la cara de bagre.

—Tanto da.

—Me explicaba que detrás de esta guerra al cerdo hay buenas razones.

—¿Y vos le creíste? —preguntó Arévalo—. La gente no mata por buenas razones.

—Hablaron del crecimiento de la población y de que el número de viejos inútiles aumenta siempre.

—La gente mata por estupideces o por miedo.

—Sin embargo, el problema de los viejos inútiles no es una fantasía. Acordate de la madre de Antonia, la señora que llaman el Soldadote.

Arévalo no escuchaba; en tono machacón declaró:

—En esta guerra los chicos matan por odio contra el viejo que van a ser. Un odio bastante asustado…

Como hacía frío apresuraron el paso. Para evitar las hogueras —diríase que tácitamente se habían puesto de acuerdo— rodearon manzanas y caminaron centenares de metros de más.

Llegaron a una zona donde los faroles no estaban rotos.

—Con luz —manifestó Vidal— la guerra al cerdo parece increíble. Cuando iban llegando a la casa de Jimi, Arévalo observó:

—Aquí todo el mundo duerme.

Vanamente buscaron en las ventanas alguna hendija iluminada.

—¿Llamamos? —preguntó Vidal.

—Llamemos —dijo Arévalo.

Vidal apretó el timbre. Desde el fondo de la casa la campanilla retumbó en la noche. Esperaron. Después de unos instantes, Vidal preguntó:

—¿Qué hacemos?

—Llama otra vez.

De nuevo Vidal apretó el timbre y de nuevo retumbó el estridente campanillazo.

—¿Y si tiene razón Dante y está durmiendo? —preguntó Vidal.

—Un papelón. Quedamos como el par de alarmistas que somos.

—Claro, que si le pasó algo…

—No le pasó nada. Está durmiendo. Es un viejo zorro.

—¿Vos crees?

—Sí. Vámonos para no quedar como alarmistas.

A lo lejos ardía una fogata. Vidal recordó un cuadro, que había visto cuando era chico, de Orfeo, o de un diablo, envuelto en las llamas del infierno, tocando el violín.

—Qué estupidez —dijo.

—¿Qué?

—Nada. Las fogatas. Todo.

XXII

Cuando volvieron a la casa de Néstor, notaron que los amigos parecían preocupados. Arévalo susurró:

—Aquí ha pasado algo.

—Es que llegó ése —explicó Vidal, señalando al sobrino de Bogliolo.

Pensó: «Toda persona que llega renueva la tristeza. Lo he comprobado. Los que ya están en el velorio aceptan la ley de las cosas: la vida sigue, no hay más remedio que distraerse; pero los recién venidos ponen en evidencia al muerto».

Como si despertara oyó las palabras que articulaba Dante:

—Dicen que lo secuestraron a Jimi.

—¿Quién dice? —preguntó Arévalo.

—En círculos juveniles —afirmó el sobrino de Bogliolo— corre la voz.

Rey emitió una suerte de bramido sordo, se congestionó visiblemente, resopló. «Enojado este hombre debe convertirse en una bestia, en un verdadero toro», reflexionó Vidal y en seguida pasó a lamentarse por lo indecisos que Arévalo y él se habían mostrado. No debieron volver sin averiguar si Jimi estaba en casa. Comentó:

—No insistimos bastante, che. Apenas llamamos dos veces.

—Si hubieran insistido —argumentó Dante—, y averiguaban que no estaba Jimi, no hubieran ganado mucho: agitar a las mujeres.

—Uno debe saber a qué atenerse —replicó Vidal.

—El pobre dijo que iba a buscarte —explicó Rey—. Salió por esa puerta. Ya no volvimos a verle.

Vidal llevó a un extremo del salón al sobrino de Bogliolo y con firmeza le dijo:

—Le hablo confidencialmente. Si es verdad que lo agarraron a Jimi, trate de ver a los secuestradores y por favor dígales que lo suelten. Cuando protesten, les dice que se entiendan conmigo.

—Señor, ¿cómo puedo contactarlos? —preguntó el sobrino, en tono gemebundo.

Vidal pensó: «¿Me dejé llevar por un impulso? Algo tenía que hacer por Jimi. Los otros días me quedo como un sonso mirando por esa ventana y lo pongo en evidencia. Ahora salgo para alardear coraje y lo secuestran».

Volvió con los amigos. Imponente en su enojo, Rey mascullaba algo contra el hijo de Néstor y el sobrino de Bogliolo.

—¿Cómo? —inquirió Dante, con una sonrisa—. ¿Cómo decís?

—La verdad es que resulta sospechoso —convino Arévalo. Los círculos juveniles lo informaron demasiado ligero.

Vidal recordó el orgullo de Néstor por su hijo. Después pensó en Isidorito; se preguntó si estaría enterado de los últimos atropellos y si tendría el valor de no aprobarlos.

Rey aseguró:

—Nuestra pasividad peca de indigna. Si he de morir, que me quede el consuelo de haber despanzurrado a tres o cuatro. Le dicen a ese que le llaman de adentro y le llevan al servicio.

—¿Y una vez que lo tiene ahí? —preguntó el de las manos enormes.

—Pues nada, que le acogoto —contestó Rey.

—¿No será una barbaridad? —interrogó el de la cara en punta.

—Es como si hubiera un acuerdo tácito —observó Arévalo—. Una mitad de la sociedad puede desmandarse, la otra no. Siempre fue así.

Rey declaró:

—Yo no comulgo con eso. Como ganas no me faltan ni fuerzas tampoco, gracias a Dios, me daré el gusto de escarmentar a uno de estos gallardos mozalbetes… pero —exhaló un ronco gemido— ¡se nos escapó el pajarraco!

Todos miraron hacia la puerta y vieron cómo el sobrino de Bogliolo saludaba y se iba. Vidal se preguntó si debía alegrarse. Nuevamente apareció la vecina, con la bandeja del café.

—Señora —la interpeló Dante—, ¿no podría usted explicarnos en qué se basa para afirmar que el entregador de Néstor fue el propio hijo?

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