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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

Diario de la guerra del cerdo (9 page)

BOOK: Diario de la guerra del cerdo
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Vidal convino:

—Cada cual suministra de a poco su disfraz.

—Que sin embargo no le cae del todo bien —respondió Jimi, visiblemente estimulado por la colaboración del amigo—. Parece un disfraz alquilado. El paño sobra. Un espectáculo cómico.

—Horrible, che. Todo es humillación. Uno se resigna a ser deficiente, como los sinvergüenzas.

—A ser un asco. Una especie de molusco, temblando y babeando. Yo no creí que Rey llegara a eso. Tan majestuoso detrás de la registradora y nos ocultaba entretelones interesantes, el pozo negro…

—No es para tanto.

—¿Querés algo más triste? ¿La besuqueaba con la angurria que pone para manotear el queso y el maní?

Impulsivamente Vidal contestó:

—O que vos ponés para prenderte de Leticia.

Sus palabras lo consternaron. Quería defender a Rey, no herir a Jimi.

No lo hirió. Jimi celebró esa contestación con una carcajada evidentemente alegre.

—Ah, ¿me viste desde la vereda? Me parecía que eras vos, pero no tuve tiempo de fijarme. No iba a permitir que la estúpida se me escapara de nuevo. Yo soy de la teoría de que no hay que perder la oportunidad. ¿Vos no?

—Hay oportunidades y oportunidades.

—Después te trabaja la duda.

—Con tu amiguita, no creo, che.

—¿Qué tiene mi amiguita, cómo decís? Todas las mujeres en el fondo son iguales y una como esta no te trae lo que se llama el menor inconveniente.

—Bueno, che, con tu perdón, no es muy linda.

—Pienso en otra. Lo fundamental es que alguna te gaste. Si por más que revuelvas en tu cabeza no encontrás una sola que te guste, alármate de veras, porque entonces llegaste a viejo.

Siempre pasaba lo mismo. Usted lo creía vencido y antes de reaccionar estaba escuchándole consejos de profesor. Jimi era imbatible.

—A vos no te agarran sin perros —comentó Vidal.

Dijo la frase con afectuosa admiración. Le parecía que entre tanta gente dispuesta a ceder, Jimi era un pilar del mundo. Por lo menos del mundo suyo y de los amigos.

Como ya no calentaba el sol, emprendieron la vuelta a las casas. De pronto Jimi se puso a mirar un taxímetro que avanzaba lentamente por Canning.

—¿Vas a tomarlo?

El coche se detuvo a mitad de la cuadra.

—¿Cómo creés? Observo, nomás, observo. Esta no es una época para gente dormida. Apostaría que no te fijaste que al lado del chófer hay un vigilante.

Cruzaron la calle y se acercaron al automóvil. En el interior lloraba una vieja. Vidal preguntó:

—¿Qué habrá pasado?

—Mejor no meterse.

—Qué tristeza de mujer.

—Y qué fealdad. Yo no miro, no se embrome. Ha de tener mala suerte.

—Me voy —dijo Vidal.

Jimi le previno:

—Esta noche jugamos en lo de Rey.

«Tenía razón Jimi», pensó Vidal. «No debí mirar a esa vieja. Total ya sabía que la vida acaba en desconsuelo».

XVI

Poco antes de llegar a Salguero, se encontró con su hijo.

—Mira qué suerte —comentó.

—No sé si tanta. Para mí que no te compenetrás del clima.

Vidal pensó que la barrera entre las generaciones era infranqueable. Después recapacitó: «No hay tal barrera». La culpa de todo la tenía la doctora psicóloga, la señorita que oficiaba de confesora y oráculo del muchacho; o si no, Farrell y sus Jóvenes Turcos. Lo cierto es que ya se había resignado a no entender los galimatías que escuchaba a toda hora. Cambiando de tema, preguntó:

—¿Cómo fue el partido?

—Ni me hables. La tesitura del equipo, floja. Me lo decía Crosta: La disciplina es un mito. Los muchachos hoy por hoy están en una línea económica: pesos y más pesos. Toda la semana meta chupar y mujeres; la víspera, preocupados, caen al gimnasio, revientan del todo y en la hora del cotejo, juegan como sonámbulos. Después preguntan la causa de que nuestro gran fútbol nacional sea la sombra de lo que fue.

—¿No era que los viejos no servían para nada?

—Absolutamente para nada. ¿Qué sabían ustedes de labor de equipo y planificación? No vas a comparar un fútbol egoísta, puro individualismo y firulete, con la científica planificación del partido, hasta el último detalle, hoy de rigor.

—¿Hubo desmanes?

—En la tribuna algún hecho aislado, de poca monta, pero por regla general, reinaron la cultura y el orden, al extremo que la gente se aburría.

—Mira, che, todos los días me olvido. Botafogo me pidió que te sondeara.

—¿Que me sondearas?

—Por la dentadura. Quiere saber si hay alguna esperanza de que se la devuelvan.

—¿Pretendés que saque la cara por él? La gente ha perdido la cabeza. Me veo en situación comprometida y mi propio padre quiere empujarme…

—¿Por qué es tan delicada tu situación?

—Esa pregunta es lo mejor que he oído. Para no preocuparte, no iba a decirte nada, pero ¿sabes lo que me contaron?

—No.

—El camionero y su grupo se enteraron, no sé como, de que te escondí en el altillo. Parece que están furiosos.

Vidal no insistió para no cansar a su hijo, y sobre todo, para no provocar una de esas explicaciones dogmáticas, tan perjudiciales a la armonía entre ellos. Caminaban hacia Paunero. Recordó una frase de una vecina, cuando Isidorito estaba todavía en la cuna: «Habrá que verlos un día, los dos paseando juntos, anchos de orgullo».

—No quiero molestarte, pero vos sabes lo cargoso y hasta prepotente que puede ser Botafogo.

—Que no se pase de vivo.

—No está solo. Cuenta con el sobrino, listo a jugarse por él.

Tomó la cara de Isidorito el color de un té en que se vuelca mucha leche. Los gruesos labios estirados hacia abajo, le conferían una expresión de abyecta ansiedad.

—Mira, che, —dijo— vos tenés que comprender cuanto antes. Al fin y al cabo, en definitiva, ¿quién es la más probable víctima de todos estos grupos de presión? En lugar de traerme nuevas dificultades, por tu propio bien, aplicá la mejor diplomacia con unos y con otros y dejame tranquilo. La posición de un hombre como yo, en esta hora, no es envidiable.

—Está bien, pero si los Bogliolo, tío y sobrino, se nos echan encima…

—Mira, todo el mundo está con las manos atadas. Ellos también. Antonia, la Petiza, que era una activista virulenta, ahora se da por bien servida si no llama la atención. El sobrino de Bogliolo, aunque sea por la Petiza, se va a contener.

—¿Qué le pasó a Antonia?

—Pero, che, ¿vos dónde vivís? ¿Ni siquiera sabes que doña Dalmacia ha contraído una arteriosclerosis galopante?

—Pobre mujer.

—Pobres las sobrinitas, querrás decir. La enfermedad, que trabaja de afuera para adentro, le anquilosó no sé qué centro de control, de modo que la señora, carente de toda inhibición, se ha convertido en un hombre, hecho y derecho. Si no le retiran las sobrinitas, las hace papilla. Un escándalo.

—No es manera de hablar de una señora que podría ser tu abuela.

—Para empezar, ¿quién te dijo que yo quiero una abuela? Después la señora se ha convertido en un bicho que está clamando para que lo exterminen. Y vos, ¿qué más querés? Mientras defienden su posición lo más probable es que te dejen tranquilo.

Cuando dobló por Paunero, Vidal sintió de pronto una íntima convicción de estar solo. Dirigió la vista al sitio que debía ocupar Isidorito; ahí no había nadie. Se volvió hacia la esquina. Isidorito se alejaba en dirección a Bulnes.

—¿No venís a casa? —gritó Vidal.

—Sí, ya voy, viejo. Hago una diligencia y voy —contestó quejumbrosamente el muchacho.

Vidal pensó que sin duda llega un momento en la vida en que, haga uno lo que haga, solamente aburre. Queda entonces una manera de recuperar el prestigio: morir. Ambiguamente agregó: Por tan poco tiempo no vale la pena.

Había llegado a su casa. El temor de que Bogliolo, recostado contra la puerta, lo hubiera sorprendido en su monólogo, lo indujo a saludarlo excesivamente:

—¿Qué se cuenta, señor Bogliolo? ¿Cómo le va? El otro no contestó en seguida. Después dijo:

—No le extrañe si no le devuelvo el saludo. Yo, a un hombre que no me cumple un encargo, lo doy por muerto. Le digo más: le concedo la importancia que se da a una basura.

Vidal lo miró desde abajo, se encogió de hombros, caminó a la pieza. Cuando hubo cerrado la puerta se prometió a sí mismo que si alguna vez llegaba a ser un gigante, molería a palos a Bogliolo. Hacía frío en el cuarto. Pensó: «Qué raro. Hablábamos con Isidorito del individuo y a los pocos minutos lo encuentro». Se dijo que esos presagios, a lo mejor simples coincidencias, recuerdan que la vida, tan limitada y concreta para quien procura indicios del más allá, siempre puede envolvernos en pesadillas desagradablemente sobrenaturales. Puso a hervir el agua. Debía acordarse de hablar con Arévalo del tema de los presagios. En la juventud, a lo largo de interminables caminatas nocturnas, habían tenido famosas discusiones filosóficas; después, aparentemente, la vida los había cansado. Llevó la pavita y el mate, se acomodó en la mecedora, mateó y, ocasionalmente, se hamacó. Cerró los ojos. En la calle resonó una bocina como las que usaban los coches de antes. Cuando oyó a lo lejos el tranvía que después de la curva se balanceaba para tomar impulso y, con un quejido metálico, avanzaba acelerando, entendió que soñaba. Si no recordaba nada de lo que luego había ocurrido tenía alguna esperanza de que fuera el alba, de estar en su casa de la calle Paraguay y de que sus padres durmieran en el cuarto de al lado. Oyó un ladrido. Se dijo que era Vigilante, el perro, atado junto a la glicina del patio. Imaginó o soñó una conversación en que refería este sueño a Isidorito, que lo encontraba gracioso, por la presencia de anticuados tranvías y de automóviles cuyas bocinas emitían sonidos ridículos. Retrospectivamente resultaba difícil distinguir lo que había pensado de lo que había soñado. Creyó por primera vez entender porqué se decía que la vida es sueño: si uno vive bastante, los hechos de su vida, como los de un sueño, se vuelven incomunicables porque a nadie interesan. Las mismas personas, después de muertas, pasan a ser personajes de sueño para quien las sobrevive; se apagan en uno, se olvidan, como sueños que fueron convincentes, pero que nadie quiere oír. Hay padres que encuentran en sus hijos un auditorio bien dispuesto, de modo que en la crédula imaginación de algún chico los muertos recuperan un último eco de vida, que muy pronto se borra como si no hubieran existido nunca. Vidal se dijo que era afortunado porque todavía tenía a sus amigos Néstor, Jimi, Arévalo, Rey, Dante. En realidad debió de estar soñando, porque se sobresaltó cuando golpearon a la puerta. El cuarto se hallaba en tinieblas. Vidal se pasó una mano por el pelo, se ajustó la corbata, abrió. Vagamente entrevió a dos hombres.

XVII

Tras un instante de perplejidad, identificó a Eladio, el dueño del garage. El otro, que se mantenía algo rezagado, era un desconocido. Como si una vieja tradición de hospitalidad lo impulsara, Vidal preguntó:

—¿En qué los puedo servir, señores? Pasen, por favor. Pasen.

Eladio era un hombre de edad madura, más bien bajo, de rostro rasurado, de nariz mal centrada, de labios que manifestaban displicencia. Pronunciaba las eses como ese-haches, de una manera que sugería la acumulación de globitos de saliva entre los dientes. Contestó:

—No, gracias. Debemos volver junto a los amigos.

—No se queden en la puerta. Entren, por favor —insistió Vidal.

Los visitantes no entraron y él no se acordó de encender la luz. Creyó notar en la actitud de Eladio cierta reticencia que lo irritaba. Se preguntó qué hacía ahí el otro, el desconocido, quién era y por qué no se lo presentaban. El individuo se mantenía en la penumbra del patio. «Lo conozco o últimamente lo he visto en alguna parte», se dijo Vidal. No había duda de que Eladio estaba nervioso. Vidal pensó que si venían a molestarlo, por lo menos debían explicarle cuánto antes el motivo; lo habían despertado del sueño o de los recuerdos y ahora se comportaban en forma incomprensible. Iba a decirles de nuevo que pasaran, cuando vio que Eladio sonreía tímidamente. Tan inesperada le resultó esta sonrisa, que no pudo hablar. Le parecieron también inesperadas, por venir inmediatamente después de la sonrisa, las palabras que oyó:

—Ha pasado algo desagradable. No sé cómo decírselo —Eladio sonrió con humildad y repitió—: Que no sé cómo decírselo. Por eso vine con este mozo, un ladero, como dicen ustedes porque no sirvo para esto y no quise venir solo. Tan confuso estoy que ni siquiera le presenté a Paco. ¿Usted le conoce? Paco, el peón del hotel. No quiero pensar cómo se las arreglará el pobre Vilaseco, sin que nadie le ayude, para atender a su clientela. Ya me parece que le veo corriendo de una cama a otra.

—Mire, aunque sea desagradable, dígame qué pasó.

—Mataron a Néstor.

—No puede ser.

—Lo que oye. En la tribuna. Parece increíble.

—¿Dónde lo velan? —inquirió Vidal y se acordó de las burlas de Jimi, cuando él hizo, los otros días, la misma pregunta.

—No sé dónde le velarán, pero los amigos están en la casa, junto a la señora.

—¿Y el hijo?

—Ah, tanto no me pregunte. Andará por esos trámites de Dios, bueno, porque fue una muerte violenta. Quiero decirle, don Isidro, que me apena. Sé que ustedes eran grandes amigos. Yo le quería mucho a Néstor. Ahora nosotros nos vamos.

—Voy con ustedes. ¿Me esperan? Agarro el ponchito y salimos. No sé, me parece que ha vuelto el frío.

Cuando cerraba con llave la puerta oyó unas risas del lado del zaguán. Allí estaban Nélida, Antonia y Bogliolo, que repentinamente callaron. Frente a ellos inclinó apenas la cabeza, y pensó que las muchachas, aun Bogliolo, seguramente comprendían y respetaban su dolor. Ese probable respeto le infundía un sentimiento parecido al orgullo. En la calle se le ocurrió una pregunta perturbadora: ¿Qué tenía que hacer Nélida con Bogliolo? Pensó que su amigo estaba muerto y que él ya empezaba a olvidarlo. En realidad este reproche era injusto, porque en ese momento, la muerte de Néstor, como una fiebre, lo desdoblaba, alteraba las cosas al extremo que las amarillentas casas laterales lo agobiaban como el paredón de un presidio. Divisó a lo lejos tres o cuatro sucesivas hogueras, que ahondaban con su lumbre roja, cruzada de sombras, la perspectiva de la calle. Esa visión también lo acongojó. A modo de explicación, Eladio dijo:

—San Pedro y San Pablo. Chicuelos y mayores retozan en las fogatas.

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