De todo aquello tenía la culpa aquella estancia en México, la inactividad. No estaba acostumbrada a carecer de responsabilidades laborales. Oficiar de esposa tradicional no estaba hecho para ella. Si en ese momento hubiera sido trasplantada a Barcelona, de nuevo en su ambiente, con su familia, alumnos y amigos, todo aquello le hubiera parecido un sueño bastante ridículo. Se desplomó sobre un sillón. Era terrible que en el lugar donde construían la presa no hubiera cobertura para los teléfonos móviles. Hubiera llamado a Ramón, o a Santiago, a cualquiera de los dos.
—No, no, nada de guirnaldas eléctricas. Usaré la misma iluminación que ponemos en las verbenas de verano. Sólo me faltaba tener que emparrar todas esas bombillitas tan pequeñas por los árboles.
—Pero en esas guirnaldas hay figuritas de Papá Noel, y a los españoles os gusta mucho Papá Noel.
—Eso es a los franceses. Al carajo con Papá Noel. Me llevaré dos cajas de bolas de colores, las estrellas, la nieve artificial, el espumillón...
Darío y Rosita estaban en el almacén central de San Miguel, comprando las decoraciones de Navidad. Se habían encontrado por casualidad en plena calle. Él le pidió que lo acompañara a hacer sus recados. Pagó en la caja y se dirigieron hacia el coche. Ella lo ayudó a cargar las cajas.
—¿Quieres que tomemos una cerveza o tienes que volver pronto a El Cielito?
—Si no te importa que te vean conmigo...
—Ni lo más mínimo. Anda, vamos, a lo mejor así se me quita el mal humor.
Se sentaron en la terraza de un bar de la plaza y pidieron cerveza. Rosita parecía encantada. Darío se fijó detenidamente en ella. Era la primera vez que la veía con tranquilidad fuera de El Cielito, a plena luz del día. Estaba bonita con su blusa blanca y la falda de lunares pequeños. No debía de tener más de veinticinco años. Pensó que no existía ninguna diferencia entre ella y cualquier otra chica de su edad. Pero era una prostituta. Claro que ser una prostituta allí carecía de las connotaciones de serlo en España. En aquellos ranchitos existía mucha pobreza y las chicas se veían forzadas a sacar dinero de donde fuera. Entre los mexicanos, ser prostituta no era tan negativo como entre los españoles. En aquel país no imperaban reglas de moral rígida, todo era más promiscuo, más sencillo, en el fondo. ¿Qué opinaría doña Manuela si se enterara de que él frecuentaba prostitutas del modo más natural? Seguro que le parecía algo horrible, una aberración. Pensar en la mujer de su jefe le recordó por qué estaba allí y volvió a abismarse en su mal humor: decoraciones navideñas, fiestas infantiles... ¡mierda!, aquello significaba un montón de trabajo más, y justamente del tipo que le reventaba. ¡Pues sí que se presentaban bien las Navidades! Ni siquiera sabía si tendría tiempo suficiente para dedicarse a Yolanda. Y claro, después de tanto sin verse y de haber hecho un viaje tan largo y gastarse tanta pasta en el billete, se mosquearía si no estaba pendiente de ella continuamente.
—¿En qué piensas, mi cariño?
—¡Bah, en nada, cosas mías!
—Pues esas cosas tuyas parece que fueran malas de verdad, porque se te ha puesto cara de vinagre.
—Dejémoslo, más vale no hablar. ¿Qué tal van los amantes por tu casa?
—Pues bien deben de andar, pero la verdad es que nadie los ha visto. Como nos metiste tanto miedo para que no apareciéramos por allí, mi mamá y mis hermanos ni se acercan a la habitación de atrás.
—No sé si creerte.
—Pues créetelo nomás porque es la verdad. Mi mamá es de una manera que no le importan las cosas de los otros, y además...
—Además, ¿qué?
—Pues que está la plata tan rica que nos pagan. Mi mamá me ha dicho que te pregunte si sabes cuánto tiempo más se quedarán.
—No puedo saberlo. Depende de por dónde les dé.
—¡Ay, pues yo espero que les dé por estar mucho tiempo calentitos y con ganas de coger!
Darío se echó a reír. Aquellas chicas siempre conseguían ponerlo de buen humor. En especial, Rosita. Rosita era optimista de corazón, nunca la había visto triste, ni siquiera cansada. Y eso que probablemente tenía buenos motivos para no pensar en la vida como en algo agradable. Pero así sucedía la mayor parte de las veces: las mujeres que lo tenían todo no estaban conformes ni contentas, sin embargo, aquellas que habían pasado penalidades desde la infancia eran las más felices porque todo lo valoraban y todo lo agradecían. El mejor ejemplo eran las esposas de la colonia: una alcohólica más rara que un perro verde, una americana melindrosa, otra que engañaba al marido... y el resto se aburrían y había que montarles todo tipo de festivales para que se encontraran a gusto. Y, no obstante, Rosita, que vivía en una especie de corral, que se tenía que pasar media vida bailando y follando con tipos más viejos y feos que ella, pues siempre estaba alegre.
—¿Por qué no vienes ahorita conmigo a El Cielito, cariño? Podríamos echar una siestecita que te va a relajar. Llamaríamos a María para que nos hiciera un poco de compañía nomás.
La miró con malicia. A aquella chica le gustaba follar, ¡vaya si le gustaba!
—Te gusta mucho follar, ¿verdad, Rosita?
—Con todo el mundo, no. Pero es que tú eres especial, mi niño. Si yo estuviera casada contigo, no alquilaría una habitación para irme a coger con otro. Jamás.
—¿Y no nos aburriríamos tú y yo, mano a mano, como marido y mujer?
—¡Ni lo pienses! ¿Para qué tengo yo amigas buenas? De vez en cuando, vendrían una o dos y nos haríamos una fiestecita en la cama, como ahorita mismo podemos hacerlo sin que pase nada.
Darío se quedó petrificado. ¿Hablaba en serio, sería capaz de dejar que sus amigas compartieran al marido sólo para que éste tuviera más placer?
—¿Y en esa cama habría otros hombres?
—Pero ¡qué cosas extrañas me dices!, ¡pues claro que no!, ¿no estaríamos casados? Dime qué esposa sería yo si metiera en mi cama a otros hombres.
¿Sería aquello la auténtica civilización?, pensó Darío. Lo fuera o no, aquella manera de enfocar la vida le gustaba.
—¿Tú quieres casarte algún día, Rosita?
—¡Ay, no sé, mi amor!, que casarse para las mujeres es trabajar y siempre trabajar. Yo nunca vi a mi mamá y mi abuelita que no trabajaran y que no cuidaran a los hijos, la casa, los animales, el marido, el campo... Si algún día ya no me quieren en El Cielito, pues a lo mejor lo pienso. Pero es que entonces a lo mejor no me gusta ninguno para marido o yo no le gusto a él... Mira, Darío, mi amor, ¿qué nos da de bueno pensar lo que haremos después de mucho tiempo? Dejemos el futuro. Pensar en el presente es ya bastante tarea.
—Llevas razón, me has convencido. Ahora mismo te llevo a El Cielito y nos tomamos un tequila allí. Después ya veremos.
Los hermosos ojos de Rosita se abrieron con alegría. Sonrió y se puso en pie, ligera como la brisa. Darío también se sentía menos pesado, más animoso y lleno de fuerza. Abrió el coche y ni siquiera descubrir los paquetes navideños apilados en el asiento trasero le hizo torcer el gesto. «Pensar en el presente es ya bastante tarea.» Una frase genial.
Llegar a aquella casa en su propio coche era peor que quedar citada con Santiago en San Miguel e ir los dos juntos. Se sentía más clandestina, más miserable. Añadía a la historia unos componentes sórdidos con los que no había contado por mucho que estuviera avisada. Mientras conducía iba desapareciendo de su mente cualquier idea amorosa o erótica. Por el contrario, prevalecían en su interior todos los pensamientos acumulados el día que habló con Manuela: orden, cordura, deseos de paz y conservación de su vida. Finalmente, ¿quién era Santiago?, ni siquiera habían hablado, nunca le había contado nada personal, tampoco en qué había fallado su matrimonio. Todo aquello estaba convirtiéndose en una gran locura. Lo más sensato era decirle a Santiago que debían dejar de verse. Le explicaría que apenas si se conocían y que no podían cambiar tan alegremente la paz de su vida por un futuro incierto. Le recalcaría que sus caracteres muy bien podían no avenirse, que quizá no estaban enamorados sino simplemente ilusionados, obcecados.
Cuando aparcó su coche tras la casa, el todoterreno de Santiago ya estaba allí. Un golpe de sangre caliente le golpeó la cara y las piernas le flaquearon. Se dio cuenta de que lo único que deseaba era verlo inmediatamente, estar junto a él. Entonces él salía por la puerta y se dirigió firmemente hacia donde ella estaba. Se abrazaron, y la cálida acogida de sus brazos le produjo la sensación acostumbrada: seguridad, amor. Pero entonces recordó sus propósitos y dijo con voz desfalleciente:
—Santiago, tenemos que hablar.
El quedó en suspenso, puso cara de preocupación:
—¿Ha ocurrido algo?
—No, pero... he estado pensando y...
—Ven, vamos adentro.
—Sí, pero prométeme que dentro no me besarás.
Sonriendo levantó la mano en señal de juramento:
—Lo prometo.
—He estado pensando y... ¿y si resulta que tú no me quieres de verdad?
Reaccionó riendo de buena gana. Le tomó las manos y empezó a besárselas alternativamente. Ella insistió, intentando dotar sus palabras de seriedad.
—No, escúchame. Nunca me has hablado de tu relación con Paula, de vuestro matrimonio. Es evidente que habéis tenido una vida... problemática, por decirlo de alguna manera. Supongo que has llegado a plantearte muchas veces la ruptura, y ahora...
—Y ahora tú pasabas casualmente por mi lado y pensé que estaría bien quedarme contigo.
—Dicho de ese modo suena absurdo, pero algo de eso podría haber.
La tomó de la mano y la condujo hasta la cama. Se sentaron.
—Aunque hubiera decidido acabar con mi matrimonio, no estaba obligado a irme con otra mujer. Mírame bien. ¿Te parezco el tipo de hombre que no puede vivir solo?
—No, no me lo pareces.
—Podría continuar en mi situación actual todo el tiempo que quisiera. Paula y yo estamos tan distanciados que es como si no viviéramos juntos. Resulta cómodo. También podría separarme de ella y seguir mi vida en solitario. Me gusta mucho mi trabajo y mi carácter es tranquilo, no le tengo más miedo a la soledad del que pueda tenerle cualquiera. Pero resulta que me he enamorado de ti, Victoria, concretamente de ti, de ti con tu cara, tus pelos, tu voz, con todas tus señas de identidad y tu manera de ser.
—¡Pero nos conocemos muy poco, no tenemos un proyecto común como tienen todas las parejas!
—Si prestas cuidadosa atención, te darás cuenta de que el proyecto común de la mayor parte de las parejas se limita a las cosas materiales: comprar una nueva casa, proporcionar un futuro a los hijos...
—¿Y si no nos llevamos bien? En la convivencia aparecen muchas dificultades aparentemente tontas pero que pueden estropear una relación hasta matarla.
—Nos llevaremos bien. Nuestras personalidades no son complicadas, ambos somos equilibrados y cariñosos, realistas y secretamente apasionados. Y si hay que esforzarse por conseguir una adaptación mutua, nos esforzaremos, porque nos va mucho en ello.
—Parece que esté haciendo de abogada del diablo.
—No, pero lo que me pides es imposible. Yo no puedo convencerte de que en mi amor no hay mezcla de ninguna circunstancia externa, y no puedo porque no lo sé. ¿Crees que puedo analizar fríamente las razones por las que me he enamorado de ti? Nadie es capaz de hacer eso, nadie. Lo que sí te aseguro es que te quiero, muchísimo, hasta el límite, hasta donde nunca había pensado que se podía llegar.
Victoria se aferró a él con la fuerza de la desesperación.
—Perdóname, querido, perdóname. Todo lo que he dicho es una estupidez. No me hagas caso. Lo único que ocurre es que me gustaría que todo hubiera pasado ya, estar contigo en otra parte, verte todos los días. En el fondo estoy aterrorizada de que algo se tuerza.
—Quizá también te asusta perder la vida que has llevado hasta ahora.
—No es eso, tengo miedo de enfrentarme a lo que viene, de hacer daño. Será muy duro decirle a Ramón: «Ya no te quiero.»
—Si él no se ha dado cuenta de eso ya, es que algo no anda bien.
—Supongo que no, pero aun así...
—Después, cuando ya haya pasado todo, iremos analizando qué es lo que funcionaba mal. Nos explicaremos los fallos a nosotros mismos. Ahora no es el momento de pensar.
—¿Y a ellos, cómo se lo explicaremos a ellos?
—Ni siquiera será necesario. Por desgracia, en cuanto oigan que nos hemos enamorado de otra persona sobrarán los análisis.
—Me da miedo oírte hablar así. ¿De verdad no te has planteado cómo reaccionará Paula?
—Puede reaccionar de cualquier modo, con ella nunca se sabe.
—Al menos Ramón es una persona más... convencional.
—¿Y cómo reacciona un hombre convencional cuando su mujer le dice que se larga con otro?
—Calla, por favor. Santiago, ¿crees que hacemos bien?
—¿Según la ley de quién?
—Déjalo, hablar de todo esto me está poniendo nerviosa.
—Si quieres, en vez de quedarnos en la habitación, podemos salir a dar una vuelta.
—Sería estupendo, pero ¿y si nos ven?
—Caminaremos por en medio del campo.
—Bien. No creo que hoy pudiera hacer el amor.
Anduvieron en silencio. Hacía calor, pero un calor seco, casi reconfortante. Santiago se protegía con gafas de sol. Ella no pudo verle los ojos cuando dijo:
—No se trata de que no quiera hablar de mi relación con Paula. Podemos hablar si quieres, pero no serviría de mucho. Estoy preparándome para olvidarla por completo, para sacarla de mi vida.
—¿Lo conseguirás?
—Ya he empezado a olvidarme de ella. ¿Y tú?
—No lo sé, olvidarme de Ramón por completo...
—No te pido que lo hagas, pero quiero que no te extrañes si lo hago yo. Cada uno tiene un modo distinto de funcionar en la vida.
—Ya, pero...
—Si en este momento los dos lleváramos el pasaporte en el bolsillo, te pediría que nos fugáramos.
—¿Sin decir nada a nadie?
—Ya lo diríamos después. Sería estupendo romper con todo ahora, largarnos sin explicaciones, sin planear el futuro...
—Eso es justo lo que dijiste que no deberíamos hacer.
—¿Y si hubiera cambiado de opinión? Lo malo es que no llevamos el pasaporte. ¿O tú sí lo llevas?
Lo miró sin saber si estaba hablando en serio. Levantó las cejas con sorpresa.
—Cada vez me da más miedo oírte hablar.
Él se echó a reír, la abrazó fuertemente: