—¡Uf, por fin, creí que no ibas a decirlo nunca!
Se abalanzó sobre él y le cubrió la cara de besos. Luego se puso en pie y dio saltos como una niña.
—¡Y ahora salgamos de aquí, quiero que me lo enseñes todo!
—Sólo podré quedarme un rato contigo. Después tendré que ir a hacer una gilipollez.
—¿Qué gilipollez?
—Disfrazarme de Papá Noel para los niños de la colonia. La mujer del jefe quiere que les dé yo los regalos.
—¡Eso es estupendo! Quiere decir que tienen mucha confianza en ti. Además, yo aprovecharé para arreglarme para la cena. Me pondré el vestido nuevo. No quiero que nadie piense que tu novia no vale la pena.
—Seguro que nadie lo pensará.
A las nueve salió a dar un paseo casi clandestino por los jardines de la colonia. Ramón se duchaba en aquel momento y ella debería haber estado vistiéndose para la cena, pero le apetecía caminar. Los jardines estaban desiertos, todo el mundo se preparaba para acudir a la celebración de Nochebuena. Se apartó de los senderos iluminados y así pudo contemplar sin ser advertida cómo el interior de las casas bullía de vida. Oía retazos de canciones y charlas, griterío de niños. Su casa había sido alguna vez así, un lugar seguro y apartado del resto, un reducto donde sólo unos cuantos vivían por derecho propio. Cuando por las noches cerraba la puerta, tenía la impresión de que quedaba dentro todo lo que valía la pena de ser conservado. El mundo seguía existiendo del otro lado, pero era más una amenaza que una promesa. Su marido y sus hijos estaban donde debían estar, en la caja cerrada de los afectos. Pero aquella impresión de tesoro guardado, de armonía completa, de clan propio dejó de existir sin que ella se diera cuenta. Poco a poco, los miembros de aquel clan habían ido despegándose del núcleo cálido y común. Y ahora ella está dispuesta a dar el último empujón y demoler lo que aún queda en pie. Los chicos seguirán con sus vidas, pero y Ramón, ¿qué hará Ramón? ¿El trabajo será suficiente para llenar la vida de su marido cuando ella lo deje? Parece serlo ahora. De repente se estremece porque piensa en el momento en que deba decirle: «Me he enamorado de otro y me voy con él, Ramón.» Piensa en el momento en que pronuncie el nombre de Santiago. Piensa en el momento en que todo el mundo sepa que se marcha con otro. Pero desea estar con Santiago, es lo único que desea ya: estar con él.
Aborta el tropel de pensamientos dolorosos y regresa a la realidad de su paseo. Nochebuena en México. Es extraño, todo es extraño. Es como si ya no estuviera viviendo su propia vida.
Ve las guirnaldas navideñas que ha colocado Darío. Eso la hace sonreír. El pobre, tiene que hacer un poco de todo. De repente recuerda que ha sido Darío quien les ha servido de Celestino para encontrar la habitación donde se reúnen. Vuelve el dolor. Pero se hace tarde y decide desandar lo andado. Mientras camina, se dice a sí misma: «Todo se arreglará», y lo repite. «Todo se arreglará.»
—¿Usted cree que esto es realmente necesario, doña Manuela?
—¡Ay, Darío, hijo, eres capaz de agotar la paciencia de cualquiera!
—Pero es que mire qué pinta tengo. Yo creo que va a ser contraproducente para los niños. Si alguno cree aún en Papá Noel, en cuanto me vea con esta facha va a perder toda la ilusión.
—Tú por eso no te preocupes. Estás muy bien. Me da la impresión de que si te pusiéramos otro cojín en la tripa quedarías más propio. ¡Es que eres tan flaco! ¿No comes bien? Cuando llegaste a la colonia no estabas tan delgado.
—Es mi naturaleza.
—Ya —dijo ella, y lo miró maliciosamente.
Si hubiera tenido libertad para hablar le hubiera dicho un par de cosas a aquel chico sobre su naturaleza. Le dio otro cojín y Darío lo encajó en sus pantalones con muy poco entusiasmo.
—¿Y tu novia, por qué no ha venido a ver cómo te vestimos?
—Está arreglándose para la fiesta.
—¿Te das cuenta? A todo el mundo le hace ilusión la fiesta menos a ti.
—Pero es que yo soy el único que va de adefesio.
—¡De adefesio! Habrás de saber que representar a Papá Noel para los niños está considerado como un privilegio en los ambientes más selectos. Mi propio marido lo hubiera hecho de haber llegado más pronto a la colonia.
—Pues no le veo la gracia, la verdad.
—Serás recompensado por esta acción, y no me hagas decir más, porque es una sorpresa.
—Pero si yo no pido nada, doña Manuela, es sólo que...
—¡Calla de una vez!, que voy a ponerte la barba y la estropearás con tanta cháchara.
—¿Y no podré hablar cuando la lleve?
—No tienes por qué.
—¿Y qué se supone que debo hacer cuando esté con los niños?
—Repartirles cajas con regalos y reírte de vez en cuando a carcajadas, cuanto más campanudas, mejor. Pero ¿es que nunca has visto a Papá Noel?
—Mi familia era muy tradicional y siempre celebrábamos los Reyes Magos.
«¡Menudo elemento estás tú hecho con la familia tradicional!», pensó. Si aquella pobre chica que acababa de llegar, tan mona por otra parte, hubiera sabido que su novio era semejante putero, quizá no hubiera hecho un viaje tan largo sólo para verlo. Pero en fin, sólo cabía esperar que cuando se casaran él sentara cabeza y se dedicara al matrimonio con auténtica devoción, y sin protestar por todo tanto como lo estaba haciendo ahora.
A ella nadie podría acusarla de no ser comprensiva. De hecho, sabía que estaba pidiéndole a Darío más de lo que estaba escrito en su guión. Por eso había hablado con su esposo y él había rogado que la empresa lo compensara de alguna manera por sus servicios extra. Por ejemplo, pagándoles a él y a su novia un hotel en Oaxaca para el resto de aquellos días. Finalmente, ¿qué hacían dos jóvenes como ellos en el ambiente familiar que reinaba en la colonia? Además, la habitación de Darío era demasiado sencilla. Suficiente para él, pero por una vez que venía su chica... Y luego estaba el problema de que, alojándose con él, todo el mundo en la colonia sabría que compartían la misma cama de manera muy llamativa. Eso podía hacer que la pareja se sintiera incómoda ante los demás. Bien sabía que los jóvenes no concedían importancia a ese tipo de cosas en la actualidad, pero también era cierto que las clases trabajadoras eran más púdicas y temerosas del qué dirán. En cualquier caso, con aquel obsequio resolvería varios problemas de un plumazo. Se alejó un poco del recién engalanado Papá Noel para tomar perspectiva que le permitiera juzgar el resultado.
—En conjunto, das el pego bastante bien. Hagamos una prueba, ríete, quiero ver si el bigote resiste.
Los ojos de él se fruncieron bajo las cejas de algodón. Suspiró con paciencia, luego lanzó una carcajada dividida en tres tiempos. A Manuela estuvo a punto de darle un ataque de risa, éste auténtico, pero puso cara de circunstancias para que el muchacho no se desmoralizara.
—¡Bien, Darío, muy bien! Pareces el mismísimo Santa Claus subido en su trineo.
Le propinó una palmadita de ánimo en la espalda y se alejó, contenta con su obra. «En fin, nadie es perfecto», se dijo; en realidad, había visto hienas reírse con mucha más gracia en los reportajes televisivos del National Geographic.
Había echado el resto en su arreglo personal. El vestido le había costado un montón de dinero. Por desgracia, estaba en México; de haberse celebrado esa cena en su país hubiera requerido los servicios de una maquilladora profesional. Cualquier cosa le parecía poco para la ocasión. Allí estaba el jefe de Darío, y todos los ingenieros de la empresa con sus mujeres. Nadie se quedaría con la idea de que la novia de Darío era una pobre chica tirando a paleta. Debían darse cuenta de que era guapa, de que tenía clase de verdad. Ninguna de sus compañeras en el supermercado podía exhibir su cuerpo. Claro que tampoco ninguna contaba con un novio como el suyo. Todos eran mecánicos, o fontaneros, empleados en oficios manuales. Ninguno de ellos se relacionaba con gente tan importante como Darío.
Llevaba el pelo recogido en un moño alto, un peinado complicado que había estado ensayando en España con la ayuda de su amiga peluquera. Su hermana Sonia, dos años mayor que ella, le había prestado los pendientes de su boda, unos aros con minúsculos brillantes engarzados. El vestido era rojo, pero no de un rojo estridente y vulgar, sino del color intenso de la sangre. Antes de bajar al club se miró en el espejo. Estaba guapa, adecuada a la ocasión, elegante, digna no sólo de aquella cena de Navidad, sino probablemente de reuniones aún más importantes.
Al traspasar el umbral del salón notó que todas las miradas se centraban en ella. Disfrutó extraordinariamente del momento en vez de sentirse intimidada. La mujer del jefe fue en su busca y le presentó a todos los demás, que se encontraban de pie, con copas de champán en la mano. Saludó a todos como lo había visto hacer en la televisión. Por fin le dieron una copa a ella también y llegó el momento más comprometido, debía hablar con alguien. Estuvo poco tiempo sola, en seguida algunas esposas se acercaron a ella y empezaron a charlar. Le explicaron que los niños cenaban ya en la habitación contigua. Cuando hubieran acabado pasarían al salón, donde Papá Noel les entregaría los regalos. Luego las cuidadoras los llevarían a sus casas para que pudieran dormir. Entonces se iniciaría la cena de los mayores. Hasta entonces no había más que hacer que seguir departiendo y bebiendo champán. Pensó que debía llevar cuidado con el alcohol, no podía permitirse parlotear sin ton ni son. Miró a las mujeres de más edad, las esposas de los ingenieros. Sólo una era un poco más joven, aquella chica rubia y bonita con acento extranjero que la había saludado con tanta amabilidad. Las otras dos también eran hermosas, vestidas sencillamente pero con estilo indudable. La que le habían presentado como Paula parecía extraña, un poco desafiante y fiera. No le dio dos besos en las mejillas como las demás, sino que se limitó a estrecharle la mano con una sonrisa burlona. Los hombres tenían aspecto atractivo. Aun cuando exhibían pieles tostadas por el sol no podían confundirse con simples trabajadores. Hablaban en voz baja. Se hubiera dicho que todo el mundo estaba relajado y en forma. No se notaba que la fiesta hubiera causado ningún tipo de excitación. Tal y como había pensado, en aquellos ambientes la gente nunca demuestra su estado de ánimo. Si se están divirtiendo, se comportan exactamente igual que cuando se aburren. En eso debía de consistir el «saber estar» del que tantos comentarios había oído. El ambiente le gustó. Pensó que con aquel sistema de vida cualquiera podía habituarse en seguida a «saber estar». Ninguno de ellos había tenido que preocuparse de ir a comprar ni de cocinar. Los niños, que siempre eran un problema, cenaban al cuidado de sus sirvientas en otra habitación, y cuando volvieran y empezaran a molestar, también los quitarían de en medio del modo más civilizado. Nada tenía que ver todo aquello con las cenas familiares de Navidad que se celebraban en su casa. Allí estaban todos apretujados en el salón con sus sobrinos, los hijos pequeños de su hermano, dando la tabarra desde el aperitivo al postre. Siempre había detestado esas veladas y ahora comprendía perfectamente por qué. Había otro tipo de cenas en otra parte. Ella las celebraría algún día así. El piso que había comprado era grande, y lo consideraba sólo como un punto de partida. Dentro de unos años, Darío y ella podrían irse a vivir a una urbanización donde tendrían una casa con jardín. Allí ofrecerían barbacoas y fiestas a sus amigos. Entre los dos ganarían bastante dinero. Darío ascendería en la empresa, porque había entrado con buen pie y era muy joven aún. A ella estaban a punto de nombrarla encargada y algún día sería la encargada general. Eso suponiendo que no llamaran de algún supermercado de la competencia brindándole un puesto mejor con un sueldo superior. Tenía fama de ser eficiente en el trabajo, educada y con buena presencia. No se necesitaba mucho más para prosperar. Quizá los tiempos se hubieran vuelto muy competitivos, pero también era cierto que muy pocos se entregaban al trabajo con ahínco. Estaban rodeados de inmigrantes que entendían las cosas tarde y mal, que no se esforzaban lo suficiente. Darío y ella llegarían, lo sabía muy bien, con paciencia y tesón, pero llegarían. Y entonces vivirían exactamente como estaba viviendo allí, exactamente así.
De repente hizo su aparición en el club una señora de cierta edad. Llevaba un llamativo vestido plateado y una diadema también plateada que le pareció más adecuada para una chica joven.
Susy miró a su madre, recargada de plata como una mina de Potosí, y pensó para sus adentros: «Bueno, ha llegado la protagonista principal, y si no lo es aún, lo será muy pronto.» No se equivocó, la señora Brown capitalizó la atención desde su misma entrada. Para ello, empezó por dedicar una mínima conversación a cada una de las personas que le presentaban. Recordaba perfectamente las anécdotas que su hija le había contado y hacía de ellas un uso diplomático y halagador: «¡Ah, Manuela, la mujer capaz de organizar unas olimpiadas ella sola!», «¡Paula!, ¿no es usted quien tiene que vérselas con el viejo Tolstoi?». «Muy bien, mamá, ya has conseguido un poco de simpatía general, sigue abundando», se dijo Susy. Conocía perfectamente el apabullante despliegue de encanto social del que su madre solía hacer gala. Todo el mundo la encontraba deliciosa en un primer trato superficial. Así cazaba la araña a sus presas; si luego éstas cometían el error de entablar amistad, entonces se veían envueltas en un entramado de quejas, lloriqueos, peticiones de apoyo y exhibiciones de desdicha psicológica. Se sintió asqueada por completo. Aquella mujer que bromeaba, charlaba y se mostraba tan segura era la misma que había hecho desgraciado a su padre, a dos hombres más después, la misma a quien ella había visto llamar a un psiquiatra aullando en plena madrugada, la que tragaba tranquilizantes delante de ella rogándole que se quedara a su lado, que no saliera de la habitación hasta que se hubiera dormido. Una mujer débil, histérica, incapaz de vivir con dignidad, de envejecer dando un sentido a su vida. Se bebió todo el champán de un solo trago.
Paula la vio, levantó su copa en señal de brindis y la imitó. «Salud, pequeña americana —pensó—, dichosa tú, que tienes unos fantasmas materiales y reconocibles sin la menor dificultad.» Se acercó a ella sonriendo. Susy agradeció su compañía de manera especial. En cuanto la tuvo a su lado, le dijo al oído:
—Ahí la tienes, ésa es mi madre, una reina del glamour.
—Sí, ya veo, ¡fabulosa actuación, la suya! Estoy por pensar que te quejas por placer. ¿Cómo una dama tan encantadora podría ser esa bruja aviesa y brutal que tú pintas? ¿No serás simplemente una mala hija?