Días de amor y engaños (31 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

BOOK: Días de amor y engaños
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Después de que el avión de Yolanda hubo partido, caminó hacia el aparcamiento para recoger su coche. A cada paso que daba se sentía más aliviado. No había sido la semana de vacaciones agradable y placentera que había imaginado. Al contrario, su novia se había mostrado molesta en todo momento, decepcionada, impaciente. Parecía obvio que el plan del hotel lujoso y la convivencia íntima la habían dejado frustrada, y esa frustración la acompañó durante toda la estancia en México.

Condujo un tanto ensimismado hacia la colonia, dejándose llevar por la corriente de sus pensamientos. No era sólo la desilusión de Yolanda ante los cambios lo que había empañado la posible felicidad, había más cosas. Para ella todo parecía tener que estar planificado en una especie de guión. No podía comprenderlo, al fin y al cabo, estaban en México, un país de belleza indescriptible, y se suponía que eran dos jóvenes enamorados. Esas premisas parecían ser suficiente como para convertir aquellos días en una especie de regalo de los dioses. Pero para Yolanda el amor se había transformado en puro formalismo, una antesala de lo que vendría después: su convivencia diaria en el nuevo piso, la vida de casados. Él reconocía que el estar separados no era deseable, que la distancia física añadía distancia emocional, de modo que los reencuentros podían estar llenos de tensiones absurdas y malentendidos... pero ¡demonios!, una vez que estaban juntos, ¿por qué no dedicarse a disfrutar alegremente el uno del otro? Tenían al alcance de la mano todos los componentes de la buena vida: comida selecta, descanso, bebida sin cortapisas, y podían follar tanto como quisieran después de un año sin verse. Pues bien, había sido imposible cumplir esa fórmula tan apetecible. Cuando los nubarrones de tormenta por no haberse quedado en la colonia se disiparon por fin, entonces surgió en ella la necesidad de estar todo el tiempo hablando de los preparativos de la boda, de la decoración del piso, de cómo organizarían sus horarios y sus obligaciones cuando él volviera. Todo aquello se le antojaba prematuro y, sobre todo, innecesario. Trabajando allí, en aquel remoto lugar, había aprendido que los problemas van solucionándose a medida que se presentan, de modo que también hay tiempo de sobra para hacer frente a un proyecto sin necesidad de tenerlo todo ultimado con tanta anticipación. Aquellas cosas que le contaba Yolanda le sonaban lejanas, absurdas, casi fantasmales: banquete, lista de invitados, regalos, ajuares y compra de muebles. ¿Para qué todas aquellas historias? Si ya tenían un sitio donde vivir, un buen día se instalaban allí juntos y en paz. Pero a Yolanda casi le dio un ataque cuando él planteó semejante opción. Lo tildó de insensible, de egoísta, de bruto, y después se puso a llorar. De acuerdo, no sería por evitarse todas aquellas estupideces por lo que iban a tener un disgusto. Estaba dispuesto a transigir sobre los ridículos preparativos; pero lo que de verdad le reventaba era pensar que tales memeces parecían ser lo único importante para su novia. ¿Yolanda siempre había sido así, era ya así cuando se enamoró de ella? ¿Quizá el cambio lo había experimentado él mismo?

Se dio cuenta de que el coche se embalaba y frenó un poco. Estaba levantando demasiado polvo. Intentó relajarse, ser ecuánime y quitar hierro al asunto. Lo que de verdad sucedía era que ahora vivían en dos mundos muy distintos: Yolanda seguía en la realidad de España, mientras que él se encontraba en un lugar donde la vida no presentaba tantas formalidades ni complicaciones. Reflexionó un momento, enunciado así era más grave aún. No se sentía con ánimos de retomar las antiguas costumbres y, de hecho, el alejamiento de su país le hacía verlas como aún más absurdas y gratuitas, de manera que... En fin, probablemente volvería a sus hábitos al regresar. Imaginó la vida que lo esperaba: casado con Yolanda, trabajando y viviendo en paz, una cervecilla con los amigos de vez en cuando, un buen restaurante el domingo. Tampoco sus aspiraciones habían sido nunca distintas de eso. Pero con los planteamientos que ella hacía, el dinero se iría volando, al menos durante un tiempo: comprar muebles, enseres, la hipoteca... Y luego, naturalmente, ella querría tener hijos, ya se lo había comentado alguna vez. Así que no pasarían meses, sino años antes de que pudieran llevar aquella vida tranquila con la que había soñado. Eso suponiendo que pudieran llevarla alguna vez, porque desde el momento en que se tienen hijos desaparece la intimidad de la pareja y todo se vuelven responsabilidades. Lo sabía muy bien, porque algunos compañeros ya casados se lo habían contado tal cual. Responsabilidades y más dinero, por supuesto, los niños demandaban dinero sin parar por lo menos hasta que tenían veinticinco años. Una trampa, en fin. Pero eso había querido y eso tendría. Cuando uno se enamora no piensa en que siempre firma un contrato, y cuando por fin lo acepta no piensa en la letra pequeña del mismo. Y, sin embargo, es la letra pequeña de ese contrato lo que determina la manera de vivir.

Abrió la ventanilla y aspiró el aire ardiente. Hacía demasiado calor. Sólo pensar en aquellos pormenores ya le hacía sentirse agobiado. Pero no debía adelantar acontecimientos, eso parecía ser especialidad de las mujeres. De momento estaba en México, solo de nuevo, y tenía sed. Miró su reloj. Si se daba un poco de prisa le sobraba tiempo de llegar hasta El Cielito y beberse una cerveza, una cerveza nada más: fresca, burbujeante, con la música de fondo adecuada y la alegría de las chicas al verlo después de tantos días sin aparecer por allí. Ni siquiera se cuestionó si era correcto volver con las chicas después de haber estado con Yolanda. ¿Por qué no? Aún se encontraba en su plazo de libertad; cuando la obra acabara y regresara a España... entonces todo sería normal otra vez.

Se miró las uñas al trasluz. Las tenía amarillentas. Un asqueroso detalle de vejez. Recordaba haberlas tenido sonrosadas, y las manos lisas, sin venas abultadas ni manchas oscuras. Sin duda había entrado en el período de decadencia imparable. Una caída por el terraplén a velocidad creciente. Ésa era la imagen que Quevedo utilizó. Las comparaciones de Quevedo eran exactas para la muerte, mucho menos certeras para el amor. «Polvo serán, mas polvo enamorado.» No hay amor después de morir, ni siquiera ese sentimiento sublime existe durante la vida. Santiago se acostaba con otra mujer. Era una sorpresa, una sorpresa porque se hubiera atrevido a hacerlo allí, no por el hecho en sí. Con toda probabilidad le había sido infiel muchas veces, quizá tantas como ella a él, pero nunca se había arriesgado tanto. En un sitio cerrado donde todos se conocían, y con la mujer de un compañero. Un riesgo, todo un riesgo el que estaban corriendo los dos. Algo extraño, porque Santiago era un hombre prudente que, en principio, nunca hubiera sido capaz de dar pie a que se extendieran los rumores. Susy sólo se lo había contado a ella, de eso estaba convencida, pero tal y como ella los había visto besándose en el jardín, podría haberlos visto cualquiera. Mal, querido esposo, muy mal. ¿Tantas ganas tenía de follar? Y si así era, ¿no podría haberse decantado por las chicas autóctonas? Se hubiera tratado de un asunto mucho menos comprometido, más confidencial. Su amado esposo estaba ejecutando un acto de rebeldía, era algo más que una simple cana al aire. Quizá se había enamorado, ¿por qué no? Aunque nunca había manifestado una especial necesidad de amor. Era frío y, además, podría haberse enamorado mil veces en los largos años de su matrimonio tortuoso, abandonarla para irse con otra. Pero se le ocurría hacerlo allí, en el sitio más inoportuno y con una mujer casada. ¿Tan irresistible era Victoria? Nunca lo hubiera pensado. Se le antojaba una mujer de aspecto muy corriente. Educada, no demasiado comunicativa, discreta en el hablar y en el vestir... creía recordar que trabajaba como profesora de química en la universidad. Una entre un millar de mujeres, cortadas todas por el mismo patrón. Intentó recordar si había visto gestos especiales entre Victoria y su marido, alguna mirada, un apretón de manos demasiado largo... No, aquel asunto la cogía por sorpresa. Era una gran verdad que la vida siempre te reserva novedades imprevistas. Aquél era un vericueto en el camino para que la monotonía no hiciera mella en su corazón.

Y bien, ¿qué se suponía que debía hacer ahora? Podía comportarse como una esposa tradicional y llamar a Santiago para decirle: «¿Es verdad que hay otra mujer?» Podía organizarle una trifulca monumental, con reproches, gritos y peticiones de separación urgentes. Nunca había representado el papel de víctima doliente, a lo mejor le gustaba. Podía también regresar a España sin decírselo a nadie y, por último, podía quedarse callada para ver qué sucedía, guardarse el as en la manga y continuar el juego. Creía que, de momento, ésa iba a ser la opción escogida. Si lo de Santiago y Victoria era amor verdadero, él se lo diría algún día, y también le diría que quiere marcharse con otra mujer. Un efecto muy melodramático. Era posible que Dios, en su infinita sabiduría, hubiera fraguado para ella algo muy especial, toda una historia: la escritora frustrada era abandonada y entonces se daba cuenta de hasta qué punto quería a su marido. Sufría, sufría mucho, estaba desconsolada. Entonces, a resultas de este trauma, decidía volver a escribir. El talento la desbordaba y conseguía acabar una novela maravillosa, una diana total. Éxito de crítica y público, profunda satisfacción íntima. Y de ahí hacia arriba, siempre mejorando, libro tras libro, siempre superándose una vez descubierto el rincón de las obras inmortales. Dios era muy suyo, pero siempre justo, y no había consentido que ella tuviera amor y talento juntos. El sufrimiento siempre había sido un potente generador de genio. Un nuevo horizonte se le abría a lo lejos. Estaba a punto de hincarse de rodillas en el suelo de la habitación y dar gracias al Altísimo en una oración exaltada. Pero no, cierta prudencia se imponía. Antes de cualquier acción piadosa, escribiría unos cuantos renglones para ver si su cerebro se había desbloqueado de verdad, no estaba dispuesta a regalar agradecimientos sin motivo. Callaría lo que sabía y, desde la sombra, observaría la patética comedia que los amantes montaran frente a sus propios ojos. Estaba empezando a sentirse impaciente por qué Santiago se presentara ante ella y le dijera, casi al borde de las lágrimas: «La quiero, ¿qué voy a hacer?, la quiero aun a mi pesar y no puedo vivir sin ella.»

Alguna amiga abandonada por su marido le contó tiempo atrás cómo fueron las cosas. El relato que hacía siempre cabalgaba entre el dolor y la ridiculización. El hombre aparecía como un bufón risible: el enamorado a palos, el enamorado imaginario, el enamorado a su pesar, el ridículo enamorado. Un tipo digno de lástima. Es como si la esposa, que conoce sus debilidades, su sanchopancismo, su cobardía, su gusto por comer demasiado, no pudiera creer que está capacitado para un enamoramiento romántico, para una historia hermosa y trascendente. Denigrando al traidor, se rebaja la envergadura de la traición. Y, sin embargo, todas aquellas mujeres hablaban entre lágrimas, achicando poco a poco el pozo de su dolor. «Los humanos somos complejos —pensó—, una complejidad formada por multitud de materiales deleznables.»

Henry no podía dejar de pensar en lo que su mujer le había contado. Desde que lo sabía, cuando tenía que despachar con Santiago asuntos de trabajo se sentía violento. Estaba seguro de que la situación explotaría de un momento a otro. Si los hubiera visto cualquier otro quizá todo quedaría así, pero Susy hablaría, la conocía muy bien. Entre sus virtudes no figuraba la madurez. Aquel lado infantil suyo la hacía divertida, incluso sexy, pero no dejaba de ser un problema cada vez mayor. No había sabido superar sus traumas, y a aquellas alturas, empezaba a pensar que no lo haría jamás. Al casarse se convenció de que podría influir sobre ella, incluso llegó a creer que el propio matrimonio la condicionaría positivamente. Ser una mujer casada comportaba siempre un nuevo estatus en el que se presuponían responsabilidades importantes. Podría haberse vuelto una buena organizadora, una ama de casa fuerte y segura. Pero llevaban dos años de matrimonio y no se veía progreso alguno en su manera de actuar.

Aquel problema de su madre, que a él había acabado por antojársele ridículo, parecía bloquear todas sus potencialidades. Había sido un hombre paciente, creía que incluso enormemente comprensivo, más allá de lo que cualquiera podría haberlo sido. Pero alguna vez deberían seguir adelante, en alguna ocasión, su vida matrimonial tenía que alcanzar algún tipo de madurez. Todo parecía posponerse indefinidamente, a la espera de algo inconcreto que no llegaba jamás. Susy no había querido ni oír hablar de tener un bebé. No era el momento para ella, no se sentía preparada. De ahí no había podido sacarla por mucho que lo había intentado. Sus acercamientos al tema habían sido múltiples, y empleó siempre en ellos una dosis ingente de diplomacia y buena voluntad, pero para Susy el crear una familia estaba lejano a sus preocupaciones. De hecho, sus preocupaciones se centraban en ella misma de modo casi patológico. En el fondo, también era culpa suya, debería haber dicho «basta», enfrentarse a su mujer sin miedo a dañar su sensibilidad a flor de piel. No había contado con que la onda expansiva de los terremotos interiores de Susy podría también alcanzar a gente que estaba cerca, y no únicamente a él. Aquel beso furtivo del que había sido testigo podría crear una situación desastrosa. Si se iba de la lengua, viviendo como vivían en una pequeña comunidad cerrada, la armonía colectiva podría saltar por los aires. Aunque a lo mejor estaba inquietándose en exceso, Susy no sería tan inconsciente como para hablar. Sin duda valoraría los elementos que estaban en juego y optaría por la prudencia. Aunque albergaba muchas dudas acerca de eso; conocía demasiado bien a su mujer. Pensó incluso en la posibilidad de advertir a Santiago, pero ¿con qué cara podía plantarse frente a él y soltarle: «Temo que Susy cuente lo que vio»? Cabía que le respondiera: «Bueno, ella es tu esposa, ¿por qué no haces algo al respecto?»

En ese caso, se vería obligado a responder que no estaba en su mano influir sobre una mujer que era tan sólo una chiquilla. No, lo más acertado sería inhibirse y esperar. En cualquier caso, él no era culpable de adulterio. Ni siquiera podía comprender cómo se les había ocurrido a aquellos dos liarse de un modo tan peligroso. ¿No tenían un poco de sentido común? ¿No se daban cuenta de que estaban sentados en un polvorín? Vivir una aventura en aquellas circunstancias era una barbaridad, una jugada sucia para sus respectivos cónyuges, una historia fea y llena de riesgos. Claro que quizá se hubieran enamorado. No le sorprendía nada en el caso de Santiago. Paula debía de ser insoportable en la intimidad, ¡justamente la única esposa de la colonia con la que Susy había intimado! Una mujer poco discreta, bebedora, provocadora, siempre con ganas de llamar la atención, siempre dispuesta a poner a la gente al borde de su aguante y su cortesía. Aquél debía de ser un matrimonio turbulento, de aguas agitadas y follones continuos. Seguramente por eso a Santiago le había llamado la atención la personalidad apacible de Victoria. Ella parecía tranquila, sosegada, a menudo hablaba en voz baja, sonreía con encanto, y nunca soltaba opiniones categóricas que pudieran incomodar.

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