—Cuando estemos juntos, nunca más tendrás miedo, ya verás.
Volvieron a la casa e hicieron el amor, porque estar encastrados el uno dentro del otro había dejado de ser una elección para convertirse en una necesidad.
De vuelta al campamento, Santiago experimentó un ligero sobresalto. Sobre su mesa había una nota de Ramón que decía: «Necesito hablar contigo con la mayor brevedad.» Salió a buscarlo por la obra, no alarmado, sólo ligeramente inquieto. Uno de los capataces le indicó el lugar donde podía encontrarlo.
Allí estaba, con sus botas de caña alta y el casco puesto, charlando con el jefe de obra. Se acercó a él, procurando no mostrar ningún nerviosismo.
—Ramón, ¿querías verme?
—¡Ah, sí!, Santiago, échale una mirada a esto. El suelo que estamos encontrando es más duro de lo que parecía.
Siguió dándole detalles técnicos. Santiago lo miraba sin conseguir concentrarse en los problemas que le exponía. No se sentía culpable. Observaba a su compañero con curiosidad. Era un hombre embebido en su trabajo hasta la médula. Su mujer estaba a punto de abandonarlo y él no notaba nada. Habría pasado los últimos años junto a Victoria probablemente sin advertir que ella se iba alejando, que necesitaba su atención, que había dejado de quererlo. «Los hombres somos torpes —pensó—, tardamos demasiado en percatarnos de lo que ocurre, no lo vemos hasta que ya resulta inevitable. Estamos demasiado seguros de nosotros mismos, o carecemos de la prudencia de mirar alrededor. La mayor parte de las veces navegamos atentos a que el barco flote en la superficie; pero ignoramos que un motín se prepara entre la tripulación, o que se han acabado las provisiones a bordo.» Tampoco él tuvo la capacidad para anticipar lo que pasaría con Paula. Le divirtió al principio su talento, su manera ingeniosa de expresarse, el convencimiento de que no era una mujer cualquiera. ¿Cómo no supo desentrañar la profunda desesperación autodestructiva que anidaba en ella? Aunque si lo hubiera descubierto, ¿qué podría haber hecho?, ¿dejarla a solas con su monstruo interior, permitir que la devorara? Estaba enamorado, y un caballero enamorado corre a salvar a su dama de cualquier monstruo. Pero hacía tiempo que había renunciado a todo salvamento. Una cuestión de supervivencia. Había comprendido que el monstruo podía llegar a estar tan furiosamente hambriento, tan deseoso de vísceras y sangre, que se lo comería también a él. Basta. Renunció a comprender qué pasaba dentro de Paula. No podía comprender, no estaba capacitado, ni siquiera estaba autorizado a acercarse a aquel príncipe de las tinieblas que moraba dentro de su mujer. Y ahora se disponía a abandonarla, a dejarla sola con su dolor. Sí, compartir un sufrimiento ininteligible no sirve de nada. La autoinmolación es heroica si obedece a una causa, absurda si resulta gratuita.
—No, querida, no. Es ridículo que te preocupes por mí. Estaré perfectamente en ese hotel de San Miguel. Me han dicho que es una antigua misión.
—Aquí todo son antiguas misiones, mamá, o por lo menos eso es lo que te cuentan. Yo creo que te encontrarás más cómoda alojándote en mi casa.
—Pero ya me conoces, soy una alma inquieta, un ser independiente. Necesito mi espacio privado. Os visitaré en la colonia, comeré con vosotros todos los días de fiesta, celebraremos la Navidad. Pero alguna vez quiero venir a mi hotel para poder pensar en mis cosas. Ya sabes que estoy sumida en un gran marasmo personal, asaltada por un montón de dudas. Aunque bien es verdad que yo ando siempre así, en plena ebullición. Pensé que cambiaría con la edad, pero me equivoqué.
Susy se dio cuenta de que la conversación podía perderse por caminos poco convenientes. Debía hacer una maniobra brusca y centrarla. Su madre permanecería en México durante toda la semana navideña, ¿cuántas veces se vería obligada aún a disuadirla de que se extendiera hablando sobre sus asuntos? Sería imposible, claro, al final iría a caer en el caos que siempre la acompañaba, lo exhibiría incluso ante los demás. No pensaba que fuera a recatarse frente a la gente de la colonia. No, charlaría interminablemente sobre sí misma, considerando que ése era un tema que a todos interesaba. Expondría sus problemas ante la florida asamblea, haciendo que su hija se sintiera avergonzada y miserable.
—Está bien, mamá, puedes quedarte en el hotel si así te encuentras más a gusto; pero ya sabes que tanto yo como Henry estaríamos encantados de que...
—¡Por Dios, Susy, ya lo sé! ¡Henry, Dios santo, el hombre más amable del mundo, el más bondadoso! Si yo hubiera dado con un hombre así, mi vida hubiera sido completamente diferente, podría haber sido incluso una vida feliz. Claro que yo no soy tú, tú eres una mujer llena de virtudes, abnegada, capaz de sentirte bien en una institución como el matrimonio.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nada especial, querida, lo que he dicho.
—Vamos a dejarlo, mamá. Ven, te enseñaré las instalaciones de la colonia.
—No te he dicho que esta casa me parece encantadora. Es como si fuerais los hacendados de una gran mansión colonial. Se nota que estáis entre españoles, los españoles no han perdido del todo el gusto por la colonización.
—Espero que no se te ocurra soltárselo a ellos.
—No sufras, Susy, tu madre es un desastre, pero aún conserva una cierta diplomacia; aunque comprendo que te inquiete lo que piensen los demás; supongo que no he sabido darte confianza en ti misma.
—Déjalo, mamá, por favor.
Salieron a los jardines, donde brillaba una luz cegadora. Grace buscó nerviosamente sus gafas de sol.
—Lo siento, querida, ya empiezo a hacerlo todo mal, he olvidado mis gafas. Dame las llaves, iré a buscarlas.
—Nunca cerramos las puertas. Ve a buscarlas. Te espero aquí.
—Lo siento, soy tan torpe...
Pensó que no podría soportarlo. Toda una semana, no. En algún momento, antes de que su madre llegara, había llegado a creer que quizá las cosas habían cambiado y una convivencia normal podría producirse. Al fin y al cabo, estaban en México, un terreno poco habitual para las dos. Habría novedades, gente distinta, las suficientes distracciones como para que su madre dejara de pensar un tiempo en sí misma. Pero se equivocó, a su madre nada podía distraerla de la eterna regurgitación de su propio ego. Ese era un hecho que debería haber asimilado ya. De acuerdo, podría asimilarlo, pero ¿por qué seguir viendo a su madre?, ¿no sería más conveniente romper todo vínculo con ella? Su presencia le hacía daño. Aunque si no estaba presente tampoco lograba zafarse de su imagen. Incluso cuando estuviera muerta seguiría percibiéndola como un peligro, como un agujero amenazante en el que podía caer.
Por fin volvió, con unas enormes gafas negras que le cubrían la cara casi por completo. Se conservaba bien. Alta, de miembros largos y firme estructura corporal, delgada. Aún parecía una criatura inocente perdida en un bosque. Pero ¿era inocente?, una pregunta que Susy había venido haciéndose durante años. Aquellos problemas suyos, la exhibición impúdica que de ellos hacía... ¿su modo de ser tenía rasgos incontrolables o, por el contrario, sabía perfectamente cómo la torturaba a ella ser testigo de sus excentricidades? Sin duda lo sabía. Nadie es inocente a los sesenta años. Nadie se pierde en un bosque a esa edad. Su madre la detestaba. No había contado con tener una hija como ella, o quizá no había contado con tener una hija en absoluto.
Los jardines y el club presentaban un aspecto extraño con la decoración navideña que Darío había preparado. Las guirnaldas doradas brillaban de un modo falso a pleno sol. Un árbol local había sido podado en forma de pirulí imitando un abeto. Sobre las ramas estaban colocadas nubes de algodón a modo de improbable nieve. En las ventanas del club se veían, colgados, grandes calcetines al estilo nórdico, con paquetes en los que figuraba que había regalos en su interior. La madre de Susy se mostraba encantada, aquello era lo más original y
nais
con lo que jamás se había topado. Se paraba frente a todos aquellos adornos fuera de lugar y celebraba su gracia. Susy empezó a sentirse exasperada por aquella reacción. Y, sin embargo, era lo que había deseado, que su madre se fijara en el mundo exterior. Pero tampoco le parecía bien. Pensó que, simplemente, hiciera lo que hiciese, la detestaba. Ese pensamiento hizo que se asustara.
Entraron en el club, cuyos salones se encontraban también atestados de piñas plateadas y lazos vistosos. Era temprano y no había nadie en el bar. Visitaron las estancias: la sala de televisión, el salón para celebraciones...
—Todo esto es encantador, hija, encantador. En algún momento había pensado que iba a descubrirte viviendo en una caseta de madera con váter químico, aislada en medio de una selva mexicana. Pero veo que todo está perfecto, que la empresa ha calculado bien el impacto psicológico que resulta para las familias el estar tanto tiempo fuera de casa. ¿Y Henry, está Henry bien instalado? Supongo que en la obra el alojamiento no será tan cómodo. Afortunadamente, él es muy profesional. ¿No podrías haberte quedado a vivir con él en el campamento? Debe de ser duro para una mujer, aunque, ¿te imaginas qué hermosa situación? La joven esposa acompañando al marido en medio de un lugar salvaje, los dos viviendo en su pequeña casita.
—Mamá, estás haciendo una idealización. Henry convive en barracones con todos sus compañeros. Cada uno dispone de una habitación. Yo no pintaría nada allí.
—Claro, debería habérmelo imaginado. ¿Ves cuál es mi fallo? Tú misma lo has dicho con toda claridad: sublimo las cosas, también a las personas, por supuesto. Por eso me sucede lo que me sucede. Pero a mi edad ya es demasiado tarde para luchar contra esa tendencia. Terrible, ¿verdad?
—Ven, te enseñaré la habitación del billar.
No podría soportarlo. En el fondo, había sido preferible que se alojara en un hotel, aunque, aun así... pero ¿qué podía hacer, decir que se sentía mal para que la ingresaran en un hospital mientras ella estaba en México? Visitaron la habitación del billar y después pasaron al bar, por cuya puerta entraba en ese momento Paula. Susy sintió una punzada de inquietud al descubrirla, junto a una extraña alegría liberadora. Tuvo la insensata impresión de que Paula podría sacarla de allí por procedimientos mágicos.
—¡Paula!, ¿cómo estás? Ven, quiero presentarte a mi madre.
Advirtió que su amiga estaba sobria, pero tenía un aire ausente. A pesar de ello, una sonrisa irónica afloró a sus labios al darle la mano a su madre.
—¿Habla usted español?
—Lo siento, no muy bien.
—No le hagas caso, se defiende, y además lo entiende casi todo.
—¡Gran suerte! Yo no entiendo casi nada de lo que me dicen; ni en español ni en ninguna otra lengua. Y la cosa va a peor, créame.
Grace soltó una pequeña risa desconcertada y la miró con cierta admiración. Susy intervino inmediatamente. No quería que hablaran entre sí. No estaba dispuesta a permitir que su madre metiera las narices en aquella amistad.
—¿Has venido a tomar algo?
—He venido a buscar hielo para tomar whisky en la intimidad de mi hogar. Hace un rato abrí la nevera y ¿qué crees que he encontrado?, un mundo caliente en estado de cuasi putrefacción. Supongo que ha sido culpa de mi inefable doméstica. Debió de desconectar el cable de la nevera para pasar el aspirador. Pero no pienso montar en cólera, todos tenemos fallos, ¿no le parece, señora?
—Llámeme Grace.
—Puedo llamarla como quiera. ¿Dónde está el camarero?
Susy se serenó, Paula no había bebido aún y la cosa quedaría ahí. Acabó de tranquilizarse cuando la vio salir con su trofeo: una jarra llena de cubitos de hielo. A pesar de todo, debía mantenerse expectante, porque su madre dijo encontrarla muy original, alguien fuera de lo común. Mejor mantenerlas alejadas la una de la otra.
Dejó la jarra con hielo sobre la mesa de la cocina. Tomó un par de cubitos y los metió en su vaso de whisky. Lo miró al trasluz. Una imagen tranquilizadora. No había contado con su naturaleza física cuando se decidió a beber. Su cuerpo no era el de una alcohólica. Resistía mal. A veces le dolía el hígado y tenía náuseas. El malestar de las resacas era excesivo. Hacía un par de meses que había dejado de trabajar. Los diarios de Tolstoi, los papeles y diccionarios yacían inermes en su despacho. Recordaba una cierta ilusión al haber comenzado aquella tarea. Pensó que quizá algo de la grandeza de aquel hombre podía llegar hasta ella. Los generosos destellos del genio de Yasnaia Poliana, sus decisiones heroicas: liberar a los siervos, llevar una vida estoica, sus batallas íntimas contra todo lo que era miserablemente humano. Llegó a imaginarse a sí misma como la depositaria de unas páginas salidas del alma. Ella, mediante la traducción, daría sentido a las frases que el escritor concibió y, así, en cierto modo, se sentiría unida a él. Pero el encantamiento no funcionó. Debería haber comprendido que los encantamientos nunca funcionan cuando los ojos están habituados a ver la despiadada verdad. Ella nunca había liberado a sus
mujiks
, ni había paseado sobre la nieve con su perro fiel. Ella se había pasado media vida inmovilizada. Inmovilizada por el miedo. El miedo al fracaso, a encontrarse cara a cara con sus propias limitaciones, a penetrar en sí misma y sacar a la luz lo que allí encontrara. Miedo a traspasar el límite de la cordura y caer del otro lado sin protección alguna. Inmovilizada. Una mano que no escribe y una mujer que no actúa. Había contado con la sombra tranquilizadora de Santiago, que le daba de comer y la protegía de los vientos fríos del exterior, de las tormentas. Pero mantenerse agazapada en un rincón también había dejado de ser efectivo. Las tormentas empezaron a generarse en su mente. Necesitaba un poco de descanso, ya no pedía más cuando la angustia se descargaba sobre ella como un aluvión de inmenso peso. Se azotaba el alma hasta que el cansancio era más fuerte que el dolor. Beber acabaría por destrozarle los órganos sin darle consuelo, y el cinismo es un agarradero que también estaba a punto de agotarse.
Se asomó a la ventana: palmeras y adelfas. Nada más alejado de las estepas rusas, de los paisajes que ayudan a pensar en Dios. ¿Por qué estaba en México? No tenía ningún sentido. De repente vio pasar a Victoria por el jardín central. Una esposa como ella. Tenía el cabello brillante, siempre brillante y sedoso. Era una mujer tranquila, poco habladora, pero no sabía nada de ella. No sabía nada de nadie porque no se dedicaba a escuchar. Si lo hiciera, se le plantearían demasiadas preguntas: ¿por qué los demás habían encontrado un lugar en el mundo y ella no? Pero ¿había un lugar en el mundo para ella? Sin duda debía de haberlo, pero sería necesario salir a buscarlo o entrar a buscarlo en su interior, y estaba paralizada de pánico. No quería moverse, cualquier movimiento llevaba al dolor. Recordaba los cuentos infantiles: la pavorosa pérdida de Hansel y Gretel en el bosque, encerrados en una casa que parecía de chocolate pero no lo era. La caída de Alicia en el agujero, su aparición en un mundo absurdo que la trataba con desprecio y crueldad: «¡Eh, tú!, ¿qué miras, niña tonta?» Demasiado pequeña o demasiado voluminosa, la pobre Alicia, nunca de la talla adecuada para estar en armonía. Y Coppelia, la historia más terrorífica, la que siempre la obsesionó: una muñeca hermosa que baila con su creador pero que no tiene vida. Recibió una descarga dolorosa en las cervicales y bebió un sorbo de whisky, que le desbordó la boca. Se limpió la barbilla y salió de casa, corriendo tras Victoria: